Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Entre turistas tras estacionamiento y restaurante, pasan vacaciones los de acá

 Aurelio Peláez * El olor del ceviche y de los bronceadores; los gritos de los niños y de los vendedores ambulantes; un paracaídas que cruza el cielo, jalado por una lancha, y un yate de ricos que por unos minutos se estaciona en medio de la bahía y luego se retira hacia la bocana, y se pierde con rumbo a La Roqueta. Es Acapulco que se repite como en cada verano, y que no deja de ser inédito.

Por las playas, caminar y juego de vagos. “Evite jugar futbol en la arena reforestada”, dice un pequeño anuncio en color verde, ya oxidado, en medio de algunas plantas que se supone son parte de la reforestación. Dos árboles pequeño y chuecos, casi secos, son la portería de un partido improvisado, entre un tío pedo y dos sobrinos que no saben cómo convencer a su tío de que mejor regrese a sentarse. Son de aquí. Un balonazo le atiza a la planta y le rompe una rama. El tío gordo, con la camisa de los Tigres, festeja y va corriendo hacia la hielera para sacar una tecate. La reforestación peligra. Los sobrinos descansan. Unas plantas más, ahí en los rumbos de Hornitos, se ve que apenas aguantarían el recargón de un perro.

Entre las carpas de plástico a lo largo de las playas, destaca la torre del salvavidas. Presencia infaltable e inútil. Las noticias en los periódicos son de ahogados –tres en los últimos días– y nunca de algún turista rescatado por un salvavidas. Los que se ven parecen agobiados por el calor y tiene un porte de gandallas, de esos a los que más vale no acercarse pues desde lejos se les sospecha un secreto culto por la canabis.

Por ahí pasean chavos porteños en el periodo de vacaciones, con su caminar de burro-vago por los diez kilómetros de playa que en Acapulco son aún espacios públicos. Mirar familias de turistas ya instaladas bajo las carpas, hielera y comida incluidas; six de cervezas compradas en algún supermercado; mirar cuerpos esbeltos o tíos y tías obesos; llevar una camiseta de la selección nacional que ganó 1-0 a Brasil; caminar sin un peso en la bolsa para detenerse y comprar un coco y un refresco; patear un balón con desdén, que parece que es lo único que hay que hacer en Acapulco.

-¿Ya viste a esa chilanga? ta’ bien buena

-Ey…

En tanto es el sol y el ruido del tráfico de autos, al lado. De los turistas que buscan estacionamiento o restaurant para entrarle al coctel o a las cervezas.

Más adelante, el parque Papagayo es ahora un recurrido chapoteadero para quienes no pueden entrar al CICI o al Mágico Mundo Marino; es una alberca de apenas un metro de profundidad, una, y de poco menos de un metro, la de La Piñata; apenas caben las familias. El sol pega directo, no hay para dónde hacerse, y vuelan risas y bolsas de papitas vacías con olor a salsa búfalo.

Por la tarde, comienza el regreso a casa de los locales; rostros y cuerpos quemados, el pelo revuelto y goteando, la arena por todos lados, una nalgada al niño que no se quiere salir de la alberquita y llora, y una quesadilla al otro que casi se duerme en brazos pero que no deja de llorar. Una señora lee en un periódico la información de dos turistas ahogados: “Pobrecitos, y venían a divertirse”.

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