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En los lavaderos de La Fábrica, una historia de pobreza con sus desgracias

Aurelio Peláez * Doña Hermelinda Astudillo sube a la plataforma en donde se encuentran los lavaderos y me muestra: “Ese el mío”. Le sigue una de sus dos nietas, la más chica, de unos cuatro años que anda sólo en pantaletas: “Esta aquí creció conmigo, desde niña”. La pequeña, de pelo castaño y ojos claros, me mira sin interés.

Después empieza a platicar la suerte de las desgracias, luego de que había pedido ante el alcalde Alberto López Rosas no por ella, sino por su hermana, Obdulia. López Rosas y algunos de sus funcionarios visitaron ayer a mediodía el lavadero público del barrio de La Fábrica, donde le esperaban decenas de señoras que viven de lavar ajeno.

En la campaña, como candidato del PRD visitó en dos ocasiones este lugar. Ahora como presidente municipal es la primera, y ofreció apoyar con algunos remozamientos menores, entre ellos para los baños.

Las lavanderas le reciben con aplausos, dejando un rato el trabajo. Aun bajo el techo de los lavaderos se siente fuerte el calor. Doña Hermelinda se planta frente a él y el alcalde la reconoce: “Salúdeme a su hermana, su hermana es mi novia”, dice a algunos de la comitiva, entre quienes se encuentran Rossana Mora Patiño, secretaria de Desarrollo Social; Esmeralda Hernández Gutiérrez, directora de Asuntos de la Mujer y Grupos Vulnerables, y Rosa María Gómez, coordnadora de Servicios Públicos Municipales.

–Su novia está enferma, se cayó y se lastimó su mano. Ayúdela por favor.

El alcalde deja de sonreír, y llama a Esmeralda Gutiérrez: “Hay que ver qué podemos hacer por su hermana”, dice. La funcionaria saca entonces una libreta y pide datos: “¿Tiene teléfono?”. Doña Hermelinda no tiene. La funcionaria entonces le anota varios en una tarjeta, los de la oficina de la dirección.

Después, cuando López Rosas recorre el lugar, doña Hermelinda mira el papel. Ahora le hace falta una tarjeta para llamar por teléfono.

“Yo soy muy pobre señor. Mire, lo que gano no me alcanza para pagar la comida de los niños. Son dos y yo los cuido. Mire, su mamá se me murió. Mi nuera pues, y me dejó a los dos niños”. Se entiende que también el padre, su hijo, la dejó.

“Mire, ese es el lavadero de mi hermana, pero hace seis meses que se cayó y no se compone de la mano. A veces viene a lavar su ropita, la de ella, pero cuando puede. Ella tiene cáncer. Entonces se marea, cuando se cayó fue porque se mareó. No, ella no vive conmigo, ella vive aparte, renta. Yo también rento pero no me alcanza. Y tengo que ver por las niñas y una ya va a la escuela”.

Algunas mujeres acompañan a López Rosas en la caminata, ahora bajo un techo de ropa tendida. Otras siguen lavando, fija la mirada en la ropa ajena, ensimismadas. La queja de las que le acompañan es contra los deportistas de la cancha de al lado, de quienes les separa un muro de dos metros. Aún así, en sus juegos los basquetbolistas lanzan balones que golpean a algunas de ellas, o bien, van directo a los tendederos y los rompen, echando al suelo su trabajo.

“Mire –se queja doña Hermelinda– yo también le busqué por eso de la Pensión Guerrero, y fui pero no me la dieron, porque me falta un año. Yo tengo 64”, cuenta. “¿Usted cree que aquí me ayuden”, dice mirando la tarjeta de la funcionaria. Entonces le entra como una duda, y si el tener los números de teléfono no son suficientes. Y ahí va de nuevo buscando a Esmeralda Hernández, para preguntarle mejor dónde hay que ir por la ayuda, y baja de la plataforma de los lavaderos, descalza, ágiles las manos, camino a la banqueta, en donde ya se despide López Rosas.

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