Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

* Pastrana y los declamadores

Los declamadores con maestra

Maestros y maestras me han comentado que en los concursos de declamación que se realizan en primarias, secundarias e incluso en niveles preparatorios, se sigue escuchando el repertorio poético de hace veinte, treinta y hasta más años. “Empezando por Catalina Pastrana y terminando con Catalina Pastrana”, dicen, con cierta ironía seria, profesional. Y sí: es difícil no haber escuchado, en concursos, lunes de Homenaje a la Bandera o ceremonias cívicas, El último tenochca, Símbolo patrio o algunos otros poemas patrios de doña Catalina. Generaciones de estudiantes guerrerenses han empezado a decir poemas de la mano de la poetisa quien murió el 9 de mayo de 2003, hace justamente nueve años, a los 77 de edad, en la ciudad de Iguala.
En unos Datos Biográficos que redactó para alguno de sus libros, Pastrana reduce la información concreta sobre su vida al máximo: dice que en Iguala (“tierra cálida”, “mi morena prieta”), donde nació (1926), estudió “lo equivalente a un secretariado actual” y que ahí mismo trabajó en la Agencia del Ministerio Público. “Dejé la oficina y me casé, tuve un hijo y adoptamos una niña”, añade, y de ahí para adelante sus supuestos Datos Biográficos toman por el ambiguo sendero de la poesía: “Imaginé que la vida se volvía mar, un mar embravecido con marejadas violentas que rugían en la distancia. Sobre esos tumbos tenía que navegar y sólo había una lancha y dos remos, con un espacio pequeño para el miedo”.
“En la poesía –que estaba en mí como un oso en invierno– encontré mi identidad, mi camino, mi fuerza… La poesía me elevó a la altura de la montaña. Me llevó a la libertad, a la paz, al silencio, donde todo parece viento y se vuelve canto”.
Años después, seguía sin explicar en qué consistía “el miedo” que alguna vez sintió y sustituyendo su biografía con frases célebres: “Estoy ubicada en la poesía, y a estas alturas le doy poca importancia a mis datos biográficos. El pasado quedó atrás”.
Su ubicación poética la encontró Catalina Pastrana en dos o tres vertientes de la poesía mexicana del siglo XIX que se reinstituyeron en la vida cívica y escolar dentro de los tótems histórico-patrióticos que planteó la Revolución Mexicana. Doña Catalina hizo suyos los afanes de su paisano Ignacio Manuel Altamirano, El último tenochca. Desde sus primeros poemas le dio por escribir versos con función social, tendientes a recuperar y substanciar las características pilares de nuestra identidad. Así, retratos de personajes primordiales o reseñas emotivas de la historia patria, sirven a la maestra como punto de partida para proyectar ampliamente las luchas libertarias, en un ensamble que alterna lo narrativo con lo esencial y que, desde luego, abarca el paisaje, las costumbres y las tradiciones del sur. “Soy pueblo y escribo para el pueblo”, puntualizaba.
Paralelamente, la maestra nos ofrece poemas de fuerte dramatismo social, y bajo el ánimo moralizante que demarcó en forma especial Juan de Dios Peza, la poeta también dirige versos a los niños (Beto El Valiente), y en un espacio más de su sensibilidad nos deja entrever (pero sólo entrever) su ámbito más íntimo, ahí donde se fragua el amor o tiene altar la religión.
“Escribo para el declamador”, declaraba, declamaba la maestra, justificando indirectamente sus excesos líricos, sus rimas mal medidas… sus insuficiencias técnicas y aun la limitación de su visión histórica. Para ella la poesía, antes que una inspirada aplicación formal, era, al tiempo que una expresión de contenidos socialmente trascendentes, un acto emotivo y profundo de su formación personal y su afán cívico y educativo. “Yo no me sujeto a reglas –asienta–, no me detengo en odas, ni en sonetos, ni en letrillas: escribo libremente sin ponerle condiciones al pensamiento. Soy el equivalente de un artesano o de un obrero, y no tengo mayores pretensiones que ellos. Armo mis poemas con todo lo que tengo: alma, corazón, pasión, esfuerzos y rebeldía… al armarlos les doy cariño y los enseño a caminar”…
Y tan solos empezaron a caminar sus poemas que –como presumía– “todos y cada uno de ellos han sido declamados” en paradas cívicas o en concursos, por maestros y estudiantes de todos los niveles educativos del estado. No en balde doña Catalina dio clases de declamación durante más de 20 años. El grupo de declamadores que conformó se dio vuelo con los poemas que la Pastrana publicaría hasta 1995 bajo el conducente título de Foro para los Grandes Declamadores.
En Iguala olvidaron muy pronto al taxqueño-igualteco Rafael Romero, quien durante años publicó diariamente un poema rimado en El Correo, y al cual, en vida, llamaban heredero del tamarindero Isaac Palacios Martínez, El príncipe del soneto, del que tampoco se acuerdan. Un concurso de cuento se llama Elena Garro, como una justa deportiva se puede llamar Púas Olivares. A rascauñas, creen haber encontrado alguna identidad cultural en el hecho de que “aquí vivió” la autora de la novela Los recuerdos del porvenir, que se supone que se desarrolla en Iguala sólo porque así lo declaró la autora (que inspiró a un Octavio Paz resentido La ola, y quien se autoexilió en España después del movimiento estudiantil de 1968, acusada de haber señalado a los supuestos líderes intelectuales del movimiento). En la última convocatoria del citado concurso que tuve a mano se exige a los escritores que presenten trabajos que lleven como tema “el mercado”, “la vida de un mercado” o algo así. La convocatoria demanda cuentos realistas o costumbristas, leyendas y milagros mercantiles quizá, para celebrar, contradictoriamente, a una escritora digamos histórico-interiorista, nada menos que la iniciadora del surrealismo mágico en América Latina, según Emmanuel Carballo.
Hace rato que los igualtecos han abierto la ventana a la cultura y a las actividades culturales en forma explícita, en ocasiones aún con el sello de la provincia y las paradojas que implica, por ejemplo, que un certamen de poesía esté dedicado a San Francisco de Asís o que una revista al menos interesante se eche a perder por su descontrol de calidad, o que la misma revista se anuncia como independiente aunque esté llena de presupuestos municipales y exija subsidio estatal. Si algo me hace suponer que el grupo de declamadores que conformó doña Catalina sigue en pie es la organización y las ganas que en la ciudad de los Tamarindos le ponen a las cosas y la fuerza con que doña Catalina Pastrana se afincó en la sociedad igualteca: publicó Remembranzas históricas de Iguala y apuntes de su tradición (1995), Iguala La Trigarante, además de cuentos y una novela breve. Dirigió el Museo de la Bandera. Es de esperarse que el Certamen de Declamación Catalina Pastrana al que durante dos años han convocado el Consejo Ciudadano de Cultura, AC, el Ayuntamiento de Iguala, “la directora del Museo a la Bandera Ninfa Mendoza” (la directora, no el Museo) y, quién sabe por qué tan solita, “la poeta Maricela Arzate” se realice este año y siga muchos años más. Hay, por cierto, un Corrido de Catalina Pastrana. Lo cantó su autor, Reyes Baltazar, durante la última premiación del concurso de Declamación dedicado a la autora de La cruz de Sicomoro.

Los declamadores sin maestro

Los declamadores son otra onda. Otra y la misma. No fui ajeno, en la secundaria, a los concursos de declamación, e incluso una vez le gané a los trinchones de esa época: Armando López López, Domingo Adame, Ruperto Soto Contreras… El repertorio de los concursantes iba de La chacha Micaila y Por qué me quité del vicio a esa que empieza: “¡Salve César, los que van a morir te saludan!”, hasta Manelick y Los motivos del lobo. Como todos los declamadores, éramos buena onda: unos con la dicción sincopada (como si al final de un verso nos entrara hipo), otros en papel de la sensibilidad sobreactuada que, por lo mismo, cala, sin faltar el lacrimoso, el dulce empalagoso, el demasiado amante, el educador sabio (que de pronto se desesperaba), el incendiario virulento…: todos proponiendo al público la vivencia encendida de una utopía romántica.
Y es que los declamadores son a todo dar: en las reuniones sociales van del brazo de los guitarristas y los cantantes, aunque, desde luego, no se codeen con ellos. Los cantantes suelen ser simpáticos y los declamadores neuropoéticos. Los guitarristas quintaesencian la lírica, pero los declamadores proclaman la palabra, el Logos famosísimo que, dicho en voz alta y ademanesca y ya en plan social, es capaz de representarnos en acto la totalidad de los mitos patrióticos y morales. De ahí que los declamadores liben en la misma mesa de los poetas y que en ciertos momentos se sientan también torres de Dios encargados de comunicar lo inefable a un público archipredispuesto a aplaudirle, ya que no en balde sus resortes literario-sentimentales son los mismos del declamador.
Los de mi generación secundariana hurgamos en El Declamador sin Maestro (que compiló Homero Portugal), El Libro de Oro del Declamador y otros semejantes, y todavía llegamos a escuchar a Manuel Bernal, y, con algo de terror, a René Muñoz (muy conocido por su representación cinematográfica de San Martín de Porres). El primero muy estereotipado, el segundo como si estuviera declamando con todo el cuerpo (cuando Homero Portugal recomienda que “jamás se debe hacer un ademán por encima del hombro”). Se dice que la declamación es un teatro en chiquito, pero ora sí que hay declamadores que teatralizan el teatro, como los cómicos que aparecen en la escena del asesinato del padre rey en Hamlet. Los recitadores vienen con la literatura, tienden a la integración social y seguro que en el siglo XIX, en la fragua de la nación, recitaron a Altamirano, a Prieto, a Díaz Mirón (“Mamá, soy Paquito”)… Carlos Monsiváis, sin embargo, fecha la “teatralización” de la declamación en México en 1926, cuando estuvo aquí la ruso-argentina Berta Singerman (“la primera y única recitadora profesional de América Latina”).
En El arte del verso, Tomás Navarro Tomás advierte que “los profesionales de la declamación suelen alterar las condiciones normales del verso bajo la influencia de sus particulares ideas, hábitos y temperamentos”. En este contexto, Monsiváis llama a la Singerman “el absoluto triunfo del estilo sobre el contenido”. El cronista genial es injusto ya que Berta Singerman comprendía los poemas y los sabía leer, o sea transmitir (lo que los lectores pueden comprobar en internet). Pero ya entendimos. No todo el mundo lee los versos. En casi todos los casos que conocemos, la forma y la personalidad del declamador se impone al poema.
Por esto y mucho más, hace muchos años propuse que, sin que se dejen de realizar los concursos de declamación, el sistema educativo integre –en competencia o sin ella– la realización de Lectura de Poemas (para llamarlas de alguna manera) en primarias y secundarias (empezaríamos, claro, por los maestros). Los declamadores seguirían recurriendo a los antiguos poemas rimados “que nos dieron patria” o nos enseñan “el valor de una madre”, pero, dado que movimientos, ademanes, gimoteos o exaltaciones no cuentan, quizá busquen poemas menos escenográficos y encuentren nuevas cosas no que recitar sino que decir. Comunicar el poema.  Navarro Tomás apunta que “en general el modelo que importa tener presente es el de una dicción clara y natural, moderada y expresiva sin afectación”. Sin melodramas, sin chantajes históricos o familiares, en busca de la expresión clara y justa del poema; menos hipnotismo gestual, pura palabra entendida. El objetivo principal de esta Lectura de Poemas sería la comprensión del texto: servir al poema y no servirse del poema. Perderíamos muchos declamadores sin maestro, pero ganaríamos más de un lector auténtico.

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