Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Federico Vite

Credencial de lector

Decíamos ayer que los finales de algunos cuentos, más que la consumación de la historia relatada, nos otorgan con las últimas palabras de una narración en breve el continuum de la vida. Aunque acabe la historia, la progresión de los personajes no se detiene en la cabeza del lector. Esa magia, que se afina con el oficio, brinda emociones por las que considero vital leer. El fin de un buen texto enciende, aún apagado el motor literario, la maquinaria de la imaginación sensitiva. Se confía tanto en los buenos cuentistas que se les permite, en la intimidad, el suspiro —ese aire de respiración asistida— ante la trama agotada. Ejemplificando con la música, pensemos en el sonido de la trompeta al final del jarabe tapatío, uno sabe que todo se acabó, pero ellos siguen bailando y esa floritura del mariachi nos indica el game over del dancing. La literatura también es oído y he oído que en la estética del realismo, el brutal Hemingway recomendaba al autor novel pensar la manufactura del cuento de la siguiente manera: “Seamos sobrios en las descripciones, directos (para ello utilicen con precisión el punto y seguido) y vayamos a las acciones de la historia como si todos supiéramos de qué se trata y en qué acaba”.
En la segunda mitad del siglo pasado, el argentino Ricardo Piglia nos habló de su tesis del cuento moderno, en ella destacaba, como esencial para el enramaje de la trama, la utilización de dos historias, una superficial y otra, la que subyace, en dinámica constante, a la manera de un subibaja. Ese binomio (historia 1 e historia 2) se empalma y desanuda, serpentea a lo largo del relato. El talento del autor consiste en moldear con un estilo singular el engarce de las dos fuerzas (protagonistas versus antagonista) que chocan en el texto. Estamos pues ante el qué y el cómo del cuento.
En De otro modo, texto de Alice Munro, incluido en el libro Amistad de juventud, la narradora canadiense nos regala el siguiente consejo: “Georgia hizo una vez un curso de escritura creativa, y lo que el profesor le dijo fue: ‘Demasiadas cosas. Hay demasiadas cosas al mismo tiempo, y también personas. Piense —le dijo—. ¿Qué es lo importante? ¿A qué quiere que prestemos atención? Piense’ ”. Este cuento narra el emotivo regreso de Georgia a Victoria. Las dos historias (el motivo del regreso y la lección del taller de escritura creativa) se funden a la perfección. El cierre, que no revela la trama, lo transcribo: “Raymond la abraza, y luego la implica en un largo y frío beso […] No piensa en ello mientras vuelve caminando a la ciudad, por las calles llenas de hojas amarillas, con sus olores y sus silencios de otoño […] No piensa en Raymond, ni en Miles, ni en Maya, ni siquiera en Ben. Piensa en sentarse en el almacén, en los complicados reflejos de las ventanas. En la claridad accidental”. Tenemos una protagonista que consumó su objetivo: quitar personajes y situaciones que impedían su crecimiento personal.
Otro caso es Caballos en la niebla, cuento de Raymond Carver, incluido en Tres rosas amarillas. La historia es simple: el narrador recibe bajo la puerta de su estudio una carta en la que se anuncia una separación. La letra no es de la esposa, pero hay muchos indicios de que ella es quien desea abandonar al narrador. Viven solos, alejados de la ciudad. Llevan 23 años juntos. En la misiva se acusa de crueldad al hombre. Ella, triste y lacónica, abandona la casa durante la noche, cuando él se encuentra en el estudio. Trascribo la parte medular y emotiva: “De pronto oí claramente cómo se cerraba la puerta principal. Dejé caer las cuartillas sobre la mesa […]. La luz del porche estaba encendida, y al borde de los escalones había una maleta. Abrí la puerta. Súbitamente surgió un caballo de la niebla. Y luego —un instante después mientras lo miraba estupefacto— otro caballo. Estaba junto a aquel caballo y le acariciaba el ijar. Vestía sus mejores galas. Luego, mientras yo la miraba, se echó a llorar sin despegar la cara de las crines”. El narrador ha creado tal separación emocional de la esposa que ni siquiera reconoce la letra de ella. Los caballos y la niebla son la segunda historia que crece. El texto culmina de la siguiente manera: “Podría decirse que tomar una esposa es dotarse de historia. Y si eso es así, yo estoy fuera de la historia. Como los caballos y la niebla. O podría decirse que mi historia me ha dejado. O que he de seguir viviendo sin historia. O que la historia habrá de prescindir de mí en adelante […] Y de que estoy diciendo adiós a la historia”. Muestro dos ejemplos en los que los finales ofrecen ese continuum vital. El resplandor de las últimas palabras ilumina un rasgo de humanidad incuestionablemente emotivo. Que tengan buen martes.

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