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Federico Vite

Una historia de miedo

¿A quién no le ha pasado por la cabeza ser el escritor fantasma de algún novelista famoso? No sólo por los encantos de esa clase social en la que la espuma de los días podría fermentar el buen gusto para oficiar los excesos, sino por la cantidad de misterios que uno entendería de la industria editorial.
En algunos encuentros de escritores, y a ciertas horas de la charla, comienzan a barajearse los nombres de algunos noveles autores que han visto revestidos sus logros al trabajar como el escritor fantasma de algunos rockstars mexicanos. Se comentaba que fulano y sultano eran los fantasmas de Elena Poniatowska, Pedro Ángel Palou o el neurótico Monsiváis.
Algunos muchachones, ya pasados de copas, describían las salas de trabajo de estos escritores que en más de una vez han sido mencionados como los que “buscan asistentes todo el tiempo, porque publican más de un libro al año”. Sobre Monsiváis se especulaba que la cantidad de columnas que publicaba este ensayista “era abrumador e imposible para un hombre”. Así que los muchachones que se decían escritores fantasmas estaban al tanto de quienes necesitaran su servicio, como en la reserva, a unos metros de entrar a canchas profesionales. Pensaba que esos flirteos con la fama estarían sólo ligados a los jóvenes, pero me equivoqué.
En una fiesta de gala en El Castillo de Chapultepec, entre las charolas de canapés y bandejas con vino tinto, un caballero entrado en años y copas me hizo plática por pena. Primero, me confundió con un mesero; después, para remediar su falta ante mi negativa de atenderlo, me dijo que era un novelista muy importante que hacía libros por encargo. Bebía alegremente y observaba con lascivia el candor de las chicas encargadas de entregar libros recientes de las editoriales de alto impacto en México. La idea era que los reseñistas de corazón invitados a ese convite soltaran la pluma en las páginas de algún periódico de circulación nacional. “Mira, yo escribí esto”, dijo estirando La orgía perpetua, de Mario Vargas Llosa. Sólo lo observaba. ¿Cómo podía hacerse pasar por un personaje público así como así? Y la convicción con la que esa persona presumió sus inquietudes me pareció contundente. En ese momento no le creí ninguna palabra, pero me interesó escucharlo y dio una conferencia personalizada de sus viajes constantes a España, su relación con escritores de gran trayectoria y las incontables veces que ha ido a la casa Carlos Fuentes. Ahí me quedé, aprovechando que fue al baño, yo apliqué curiosamente la fantasmal: huí.
Años después, a este tipo barbado y delgaducho, volví a verlo en una conferencia que Carlos Fuentes brindó en el Auditorio Nacional. Esta vez no bebía del vino de honor ni dejaba perder sus pensamientos al escudriñar los cuerpos esbeltos de las damiselas. Lo saludé —ese es mi deporte extremo, estrechar la mano de los extravagantes— y me contó, cuando rebasamos el umbral del auditorio, que se dedicaba a hacer libros. A él le pasaban la información, redactaba imitando los estilos de sus clientes y entre más rápido terminara los borradores de novelas o ensayos, más rápido le pagaban. Ni siquiera me despedí del caballero cuando noté que la esposa de Carlos Fuentes lo saludaba y le preguntaban si aún seguía viviendo en España. Hasta ese momento, empecé a creer que todo era una broma de mal gusto. Así que mientras se saludaban también apliqué la fantasmal.
Todo esto viene a cuento porque en la edición de The Guardian, del pasado 27 de julio, aparece una nota del reportero Robert McCrum, quien habla del nuevo libro de un escritor fantasma. Ese autor que confiesa haber platicado con reyes e indigentes, millonarios y prostitutas, se llama Andrew Cofts y se parece bastante a este tipo que les contaba. Es más, si no es él, podría jurar que se trata de su gemelo. Así que Cofts revelará esos misterios de la industria editorial londinense en el libro Confesiones de un escritor fantasma. Y me pregunto si hablará de la estancia con autores latinoamericanos, aunque en la entrevista sólo explique que le interesa divulgar los giros rojos e hilos oscuros de las editoriales en Londres. Si me lo preguntan, pues sí, ahora creo en los escritores fantasma.

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