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Arturo Martínez Núñez

¿El hombre adecuado?

Cuando todo parece indicar que Estados Unidos no cejará en su empeño belicoso, bien vale la pena preguntarse en manos de quién se encuentra el mundo. David Frum, periodista y escritor canadiense, trabajó en la administración de Bush como redactor de discursos. A su “valiosa” creatividad, le debemos el término “eje del mal”. David Frum es autor del primer libro hecho por un testigo ocular, un insider, de la Casa Blanca de Bush. En The Right Man, The surprising presidency of George Bush (Random House, New York, 2003), Frum revela quizás sin ser este su objetivo, la personalidad de Bush, que al final resulta determinante para intentar comprender la situación actual.

Las primeras palabras que Frum escuchó en la Casa Blanca fueron: “Te echamos de menos en el estudio de la Biblia”. La primera cita que tuvo fue a las 8:10 y de esta manera se dio cuenta que en la administración de Bush se divide el día en fragmentos de cinco minutos. Antes de trabajar en el gobierno, Frum, aunque militante republicano, no estaba convencido de que Bush fuera el hombre adecuado para el puesto. Nos recuerda que el comediante Jay Leno había llamado al tándem Bush-Cheney la “Fórmula Mago de Oz”, porque uno necesita cerebro y el otro corazón. Bush repetía constantemente que sus enemigos usualmente lo “desubestiman“ (misunderestimate) o algo parecido en la ya conocida pericia verbal del texano. En algún encuentro en una iglesia ha dicho: “Creo en un Dios que nos llama a no juzgar a nuestros vecinos, sino a amarlos. Creo en la gracia, porque la he visto; en la paz, porque la he sentido y en el perdón, porque lo he necesitado”.

La presidencia de Bush comenzó con el escándalo electoral. Si Gore hubiera logrado conseguir los quinientos votos que necesitaba para ganar Florida, el margen con el que los demócratas hubieran ganado sobre los republicanos hubiese sido mayor que el de Kennedy sobre Nixon en 1960. Bush había llegado a la presidencia con la mitad del país pensando de él que era poco menos que un “coronel paraguayo que había tomado el palacio de gobierno, y la otra mitad absolutamente indiferente a su programa con la excepción de la promesa de despedir a todas las becarias”.

La primera acción de Bush sería marcar una amplia diferencia con respecto a Clinton (anticlintonita) y esta obsesión sería llevada al extremo. ¿Que Clinton era sumamente impuntual? Bush estaría siempre a tiempo. ¿Que Clinton solía despachar en la Oficina Oval vestido de manera informal? Bush exigía siempre saco y corbata, incluso los fines de semana. ¿Que la esposa de Clinton actuaba como una suerte de copresidente? La esposa de Bush mudaría sus oficinas hacia el lado este de la Casa Blanca y se dedicaría a inaugurar festivales y a obras de caridad. ¿Que los Clinton eran de moral dudosa? Bush abriría cada reunión de gabinete con una oración. Incluso, con el desparpajo y la soberbia de un rico texano, perteneciente a una de las familias económicas y políticas con más tradición en Estados Unidos, se daría el lujo de decir “siempre” la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad, a diferencia de Clinton, de quien opina que “si está con agricultores les dirá que ha estudiado agronomía y si está reunido con judíos, les ofrecerá portar un arma para defender Israel”.

Algún veterano de la administración Clinton recordaba que a menudo tenían largas sesiones nocturnas de trabajo en el Salón Roosevelt donde solían acumularse enormes cajas de pizza y paquetes de papas fritas. Eso nunca ocurriría bajo el mando de Bush: el día es para trabajar y la noche es para dormir. Al presidente Clinton a veces le llamaban Bill, Clinton o POTUS (acróstico de President Of The United States). Bush es siempre, para todos y en todo momento el “Señor Presidente”. El equipo de Bush sería ejemplarmente (obsesivamente) “limpio”: nadie fuma y por supuesto que nadie bebe nada que no sea pura y limpia Coca-Cola. En la Casa Blanca de Bush tampoco se dicen palabrotas.

La inteligencia tampoco es bien recibida en la administración de Bush. Frum recuerda que a excepción del secretario de Defensa Donald Rumsfeld, y de Condoleeza Rice, poder tras el trono y super asesora de seguridad nacional, la mayor parte de los colaboradores de Bush son personas “poco brillantes”.

Algún “amigo” de Frum tiene la teoría de que el secreto del carácter de Bush radica en su alcoholismo o “ex alcoholismo”. “Bush se levanta cada mañana teniendo sólo una certeza: hoy es un día en el que no beberé alcohol”, la teoría del “un día a la vez”. Por lo tanto, Bush no se preocupa por el futuro sino tan sólo por el presente. La religiosidad fanática de Bush, acrecentada por su lucha contra el alcohol, hacen que sea un tipo sumamente seguro de sí mismo: y no porque sea arrogante sino porque cree firmemente que el destino está en manos de un poder supremo.

Como es bien conocido, antes de los sucesos del 11-S, la agenda del presidente Bush era eminentemente doméstica. Las dos personalidades dominantes en aquélla Casa Blanca eran Karl Rove, asesor político en jefe, y Karen Hughes, jefa de comunicaciones. Estos personajes son sumamente distintos entre sí: Karl es un intelectual al que le gusta tomar riesgos. Karen es una mujer sumamente pragmática, quien desprecia a los “intelectualoides”. Se dice que Karen Hughes es la mujer que ha ejercido más poder en la Casa Blanca desde Edith Wilson, la esposa de Woodrow Wilson, superando a Nancy Reagan e incluso a la hiperactiva Hillary Clinton. Barbara Bush, esposa de presidente y madre de presidente, es recordada como una mujer sumamente dura y difícil de complacer. La relación de ésta con su hijo Georgie, siempre será difícil porque “W” (como le llaman en la familia) es, en sus propias palabras, “la oveja negra de la familia Bush”. A la hora de casarse, Bush buscó una mujer que fuera lo más diferente posible que su madre: cálida, no fría; tímida, no enérgica; doméstica, no política. Cuando compitió por la gobernatura de Texas, Bush contrató a Hughes: una mujer muy parecida a su madre (incluso físicamente) pero que a diferencia de ésta, lo admira como su madre nunca lo hizo. “Su esposa es el antídoto para su madre y su asesora es su madre sustituta”.

Bush se despierta cada mañana a las 5:45 y tiene su primera reunión a la 6:30; antes del almuerzo corre tres millas en veintiún minutos. Casi invariablemente Bush está en la cama hacia las 9:30 de la noche.

Existe un punto de inflexión donde podemos ubicar, si somos atentos, el inicio del cambio de agenda de la administración Bush. Este punto no se encuentra en los acontecimientos del 11-S, sino antes, en la lucha energética, que habría de situar de un lado de la batalla a Cheney y del otro a Karen Hughes. Cheney creía que el problema energético principal no era el aumento temporal de los precios, sino la creciente brecha entre la producción energética y el aumento del consumo. En el año 2000, por primera vez Estados Unidos importó más de la mitad de su petróleo; si las tendencias de los años 90 continuaban, para el año 2020 Estados Unidos estaría importando dos terceras partes de sus requerimientos en hidrocarburos. Cheney estimaba que Estados Unidos necesitaría construir entre mil 300 y mil 900 nuevas plantas nucleares a lo largo de las próximas dos décadas con el objetivo de cumplir la demanda proyectada de energía. Hughes y Cheney pelearon y debatieron cada página del plan energético, y el resultado fue una mezcla incoherente que nadie entendió y mucho menos apoyó. El programa fue un fiasco: se intentaba complacer a todo el mundo y al final sólo consiguieron enfurecer a todo el mundo.

La suerte estaba echada. Después de unas largas vacaciones en su rancho de Crawford, Texas, Bush planeaba lanzar en septiembre una ambiciosa y nueva campaña energética, cuando los cuatro aviones suicidas que impactaron en el World Trade Center, el Pentágono y la campiña de Filadelfia, vinieron a cambiar (o más bien a afirmar) la nueva agenda de la Casa Blanca.

En la Casa Blanca de hoy, ni Rove ni Hughes ni la agenda doméstica pintan en absoluto. Los nuevos (¿Nuevos?) hombres fuertes del presidente son Cheney, Rice, Rumsfeld y el poderoso ex gobernador de Filadelfia Tom Ridge, encargado de la nueva agencia de seguridad interna.

Hoy, las flotas estadunidense y británica esperan agazapadas la orden de Washington. Curiosamente argumentan sobre la seguridad interna, pero si leemos con atención sus propias palabras, nos daremos cuenta de que para Bush el problema de la seguridad interna no radicaba antes del 11-S en la amenaza de un ataque terrorista, sino en la creciente dependencia energética de Estados Unidos. Curiosamente, Saddam Hussein, su régimen y su pueblo, están asentados sobre uno de los yacimientos petroleros comprobados más grandes de la tierra y en el territorio clave para el control de Medio Oriente.

Estados Unidos y en consecuencia, el resto del mundo, se encuentran bajo el control de un hombre que cree plenamente en el destino manifiesto americano. Bush no necesita meditar sobre el futuro porque para él lo importante es el hoy ¿Tendremos futuro como civilización con líderes que son incapaces de mirar más allá de las 9:30 de la noche?

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