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Restaurantes, y el noble destino de vivir y vacacionar en Acapulco

Aurelio Peláez * Del caldo de cuatete a los morritos de pez vela; del armadillo en salsa verde o roja al caldo de iguana; por ahí pescados muy locales, como el cuche, el tigre y el cocinero, o mariscos casi en extinción como las cucarachas; diversas variantes de ostión o el callo de hacha o el callo margarita. Incluso, algún furtivo y prohibido guiso de caguama, platillo de cuya existencia se conoce como secreto a voces pero que se botanea sin pudor. Tales son los platos de los restaurantes nativos, las variantes “exóticas” de la mesa local, que también fueron parte del recorrido de las vacaciones de los acapulqueños en Acapulco.

En el ínter, una cerveza fría, como contrapunto del caldo de camarón o de pargo. O un vaso de ron, si se apetece (aquí el que refiere manifiesta su ignorancia de la cultura del coctel local, de si hay alguna bebida que le dé fama y renombre a la cultura de la beberecua, como en Cuba se tiene al mojito o a la Cuba libre, salvo un extraño menjurje del que alguna vez se tuvo conocimiento, aunque no tan exhaustivo como amerita el caso, y se trataba a saber de un agua de coco al que se le agregaba ginebra, algún otro alcohol de una receta ya perdida; se sabe además de la canela y azúcar, y se conoce que los resultados de tal experiencia eran devastadores. Chango meneao, le decían).

Porque hubo vacaciones de los acapulqueños en Acapulco. En fin de año, sitios muy locales fueron lugar de reencuentro con la cocina local. Otros más, claro, prefirieron lugares más aislados, como las playas Bonfil o Barra Vieja –especialidades de guachinango a la talla–, y huyeron de los restaurantes de Puerto Marqués, que tan mala fama han ganado, aun entre los paisanos del puerto.

Como atendiendo el exhorto de Visite México Primero, o su propio puerto, y del ‘para qué salir al norte o al centro del país, donde el clima está por los suelos’, o sea entre cero y diez grados –y sin ninguna encuesta que avale esta conclusión–, en Acapulco durante estos días ganó el turismo interno. De los restaurantes de La Noria como La Flama, La Cabaña o Las Gaviotas, a los del Zócalo, como el Bar Chico o el de Pancho. O bien, otros de mita’ y mita’ (de turistas y locales), como Pipos o El Amigo Miguel, que también tienen sucursales en la Costera.

Y no porque estén en el Centro, en calles donde falla el drenaje y donde el restaurante convive en un paisaje de tlapalerías y puestos de tacos callejeros, como en La Noria, el menjurje demerita en su precio. Un bien comer aquí –el caldo, el pescado y la botana– se lleva por cabeza de cien a doscientos pesos. Eso, sin contar con que el comensal es además de buen libar, porque en todo caso la cuenta pesará un poco más. Ahí en los restaurantes de La Noria –conocidos cariñosamente como Los Pescaditos, por el gremio periodístico– se encuentran también langostas a precio regular y con la particularidad de que uno, en la barra de pescados, puede escoger la pieza candidata a ser freída.

Escribía el escritor Jorge Ibargüengoitia en un libro como de viajeros, ¿Olvida usted su equipaje?, que en Francia, un lugar caro para comer, para encontrar un lugar barato se puso a averiguar dónde comían los franceses. Aunque no hay ninguna comparación entre comer en Francia o hacerlo en Acapulco, lo que sí ganaría el turista que preguntara más de tres veces a algún porteño calado –note que lleve pancita chelera y que ande en el Zócalo apurado camino al trabajo en un banco o periódico– es sobre el lugar en donde le pasó eso de la pancita. Seguramente será una buena guía para iniciar sus vacaciones en Acapulco y, de paso, invitarse a los lugares que frecuenta esa logia de comensales de estómago de hierro, sobrevivientes a decenas de platos de mariscos preparados por cocineras o pecadores que lo mismo levantan el ostión que el billete, lavados estos bivalvos en cubetas con agua que nunca se recicla. Algún misterio habrá en eso.

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