Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Héctor Manuel Popoca Boone

 Anécdota de fin de año

Yo, como cualquier padre que ejerce responsablemente la paternidad, me he aplicado con esmero y abnegación a mis hijos. No digo que sin errores, injusticias o atropellos a sus personas, pero tengo mi conciencia más o menos tranquila cuando me confesaron, ya de grandes, que lo que más les traumó de pequeños de mi persona no fueron los regaños y castigos impuestos sino ¡mis ronquidos!

He tenido la dicha y el gozo de verlos crecer y de bien formarse. Los desvelos y las preocupaciones, tanto de su progenitora como los míos, han sido compensados con creces al ser todos ellos seres humanos justos, formados con criterio propio y raciocinio filosamente adiestrado.

Verlos en mayoría de edad, sin que hayan sido tentados en sus años adolescentes por los efluvios hedonísticos del alcohol o los alucines de las drogas, es un verdadero triunfo y una inconmensurable ganancia en estos tiempos. A lo más que contemple en ellos fue una cabellera larga pero sin ningún arete o argolla en oreja, boca, nariz, ombligo o ceja. No había llegado aún la moda de los tatuajes, por lo que la piel no la utilizaron como lienzo de ninguna obra de arte o graffiti ambulante.

Para las hijas uno espera que se casen con el príncipe azul y para los hijos el deseo es verlos desposados con Blanca Nieves o la Cenicienta. Deseos vanos e infructuosos, porque si yo hubiera esperado para casarme, encontrarme semejante tipo de consorte, sería la hora de seguir como empedernido soltero ignorante de la coyunda. Pero bueno, uno aspira siempre lo mejor para sus hijos.

El caso es que a mi hijo Juan Cristóbal, como a los otros, le invertí mucho cariño, esfuerzo, tiempo y dinero para que sea un buen profesionista y dentro de su tipo un hombre apuesto, culto y acomedido. Más sin embargo, lo que nunca me pasó por la cabeza es que hiciera acto de presencia en su vida, aún no bien vivida a mi parecer, una italiana que, digna de la familia de Don Corleone, le enseñó la cosa nostra y nos lo arrebató del núcleo familiar; llevándoselo a vivir a su departamento, sin decir agua va.

No únicamente se lo llevó a cohabitar amorosamente con ella, sin mediar papelito alguno; sino que también lo separó de nuestras costumbres familiares. Vean ustedes: Hace unos días, le hablé a mi hijo para ponernos de acuerdo en donde pasaríamos la noche de Navidad y del Año Nuevo. Cual sería mi sorpresa al contestarme que no estaría conmigo y sus hermanos en estos días festivos porque su compañera, Raffaella, y él –a propuesta de ella por supuesto– habían decidido realizar un recorrido por las zonas arqueológicas de Yucatán y de Tikal en Guatemala.

Inmediatamente pensé en mis adentros que esa mujer era toda una lagartona, ingrata y pérfida que me había robado impunemente a mi hijo. Confirmaba en mis íntimos pensamientos el dicho sabio de que nadie sabe para quien trabaja, al final de cuentas. ¡Veinticinco años de atención y esmero dedicados a mí hijo y toda una fortuna económica invertida en él, para que en menos de 25 días una fémina se lo llevara! ¡Cuanta razón hay, me decía a mi mismo, en el refrán popular que sentencia que dos tetas jalan más que dos carretas, por muy paternas o maternas que sean!

En esas circunstancias estaba triste y prosternado la noche del 24 navideño, no obstante de tener la compañía de mis otros hijos, cuando sonó mi teléfono celular y al contestar oí una voz femenina dulce, suave y candorosa que me decía: “Estimado suegro, te hablo para decirte que te aprecio mucho y deseo la felicidad plena y eterna para tu persona; te agradezco que me permitas compartir la dicha que te causa la existencia de tu hijo Juan Cristóbal. Te quiere Raffaella.”

Solamente, hasta ese momento, comprendí que no había perdido un hijo, sino que había ganado una hija.

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