Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

El pasante
(Primera de dos partes)

 

Un pueblo para prestar su
servicio social

El pasante tenía dos opciones a escoger para prestar su servicio social en el medio rural, con una estadía de no más de seis meses: una era Tlapa en la Montaña y otra Quechultenango, en la zona centro del estado.
Ninguno de los dos lugares le era conocido y las regiones en las que se localizaban solamente en los mapas le eran familiares. En todo caso sentía que estaba preparado en ánimo y formación para cualquier lugar.
Sin embargo, decidirse por Tlapa era atender la invitación de uno de sus maestros que había hecho en la Montaña un trabajo significativo en el campo de la salud.
Ir a Quechultenango era una muestra de gratitud por el apoyo que recibió en Iguala de una eminente señora que le ayudó en su carrera y era nativa de aquel lugar.
–Cuando seas médico vete a trabajar a mi pueblo –recuerda que le dijo doña Conchita Hernández.
Al final el pasante se decidió por Quechultenango cuyo nombre le pareció enigmático y fascinante, imaginando que el lugar tenía algo de magia.
Ya era médico, así lo decía su diploma de la Escuela Superior de Medicina del Instituto Politécnico Nacional.
Para cumplir con su servicio social, en la Secretaría de Salubridad y Asistencia lo capacitaron durante una semana sobre la filosofía de los Servicios Médicos Rurales y de Bienestar Social Rural.
Ya había cumplido 30 años el médico, porque fue de grande cuando pudo terminar la primaria y luego la secundaria, fuera de su pueblo natal; después la vocacional, en una carrera meteórica que no concluyó hasta que se recibió de médico.
En cuanto el médico pasante cubrió el requisito de tomar el curso sobre salud rural, se trasladó de inmediato al lugar escogido. Ni siquiera quiso esperar en Chilpancingo a entrevistarse con el jefe de los Servicios Coordinados de Salud que se encontraba de viaje en el puerto de Acapulco.
Simplemente entregó su carta en las oficinas de la capital y buscó afanoso la calle donde estaba la terminal de los camiones  que cubrían la ruta de la cañada del río Azul para trasladarse a su lugar de destino.
En la misma tarde de ese día el pasante de medicina estaba en Quechultenango, después de un largo y penoso viaje que hacía, dando tumbos por el camino de  terracería, el viejo camión que daba el servicio de carga y pasaje.
El médico recuerda que cuando el camión pasó por  Petaquillas, sus huertas de toronjas y plátanos cercadas con postes de madera y casas de bajareque, le pareció agradable y pintoresco, pero contrastante con el monumento que ese pueblo de indígenas tenía como templo.
Su alegría fue magnífica cuando el camión penetró la cañada de Tepechicotlán, tan angosta y con cerros vírgenes, casi verticales, como dos brazos que se abrían para recibirlo.
El camioncito andaba el camino con tanta calma como si a nadie le importara la hora de llegar a su destino, aunque el ruido estridente del motor indicara que iba a toda su potencia.
De pronto a media cañada descubrió el río de agua clara que acompañaba el camino de los viajeros con una cascada aquí, otra allá, rápidos más allá y pozas por doquier, hasta llegar a una pequeña represa que derivaba en un canal parte de su afluente que corría por la ladera del cerro de la derecha hasta Tepechicotlán, el pueblo asentado en la ladera cuyos habitantes levantaron con su trabajo la hacienda cañera de San Cayetano.
Ahí en la entrada del pueblo el pasante miró la significativa obra hidráulica centenaria que permitía regar los verdes sembradíos allá en el valle, a la izquierda de la carretera.
El corazón del médico se regocijó al ver el milagro que hace el agua cuando hay manos laboriosas para aprovecharla.
Eso lo había visto ya en partes del valle de Iguala donde los terrenos abundan para ser irrigados.
En esos temas iba meditando el pasante cuando al dar vuelta al cerro pudo observar la enorme avenida recta de la carretera para encontrarse con Mochitlán.
Sembradíos por un lado y otro del camino, parcelas con cultivos de cacahuate y jícamas, maíz y frijol.
En la terminal de Mochitlán el camión se detuvo. Bajaron los viajeros que tenían ese pueblo como destino mientras el chofer aprovechó para ir a comer a su casa.
El ritmo de la vida en el campo era lento, pensó el médico sintiendo una especie de impaciencia que le atribuyó a las ganas de conocer Quechultenango.
Se tranquilizó cuando escuchó las 17 campanadas de la iglesia llamando a una misa, y se acordó de la costumbre aprendida desde su niñez de persignarse al pasar frente a una iglesia, mientras desde la esquina donde quedó parado el camión echaba una mirada por las angostas calles de Mochitlán, todas con una zanja en medio por la que corría el agua que regaba las extensas huertas de los patios de las casas.
Por fin el médico pasante decidió también comer algo y se encaminó al mercado donde pudo saciar su hambre saboreando unas picaditas que le sirvieron con un atole de ciruela.
Preguntando a los pasajeros supo que se encontraba a la mitad del camino desde Chilpancingo, y volvió a su asiento cuando escuchó que el chofer preguntaba a gritos si no faltaba nadie, luego el camión siguió su ruta.
El calor no era sofocante como en Iguala, pensaba el médico mientras el viento fresco de la tarde, que entraba franco por la ventanilla abierta del camión, le acariciaba el rostro.
Desde el viejo autobús se divisaba el rastrojo de las cosechas recién terminadas y el ganado suelto que comía animoso como si viniera de una larga vigilia.
El camión subió una loma, luego bajó y  subió otra; bajó nuevamente, pasó junto a una laguna, luego cruzó una barranca para ir después resbalando por la ladera junto a un árbol crecido sobre una gran roca, como los que conocía camino a su pueblo de Tonalapa donde les llaman amate amarillo.
El amate amarillo parecía un adorno de la piedra y el médico se imaginaba a la roca orgullosa al cargarlo, pensando que la gente veía el hecho como un milagro de la naturaleza porque junto a la base había un altar con veladoras que le daba un aire de monumento.
Desde ese punto en la ladera el médico miró frente a sus ojos el extenso valle que se abría en el horizonte hasta el inmenso cerro atravesado que parecía un contrafuerte en la cañada. Al pie del cerro  se adivinaba Quechultenango.
El camión llegó hasta un viejo puente de madera para cruzar el río que bajaba por la cañada, tan angosto era el puente que el médico dudó que el camión pudiera pasar.
Después del susto por el paso del puente el médico supuso que estaban ya cerca del pueblo porque así oyó los comentarios entre los pasajeros.
El camino era una línea recta en un terreno casi plano entre espinos y árboles de guamúchil verdísimos, donde los camiones mineros de plataforma pasaban veloces, fueran cargados o vacíos, levantando todos una gran tolvanera.
Luego pudo ver el pueblo con sus calles amplias, rectas y polvorientas. Las casas principales de adobe, madera y teja con amplios corredores y patios interiores.
El camión se detuvo a la mitad de la calle principal.
–Ya llegamos –dijo el chofer refiriéndose al médico quien con esa referencia cayó en la cuenta de que el traje blanco que portaba no pasaba inadvertido.
A la vuelta estaba el Palacio Municipal, aunque lo primero que sobresalía al llegar era la vieja iglesia sin torres, al fondo de un amplio atrio, cercado por una gruesa barda de piedra donde sobresalían grandes palmas de cocotero.
El Palacio Municipal era un edificio a medio terminar, el único de material industrializado, donde el médico se presentó de inmediato buscando al presidente municipal para notificarle de su llegada y también de sus propósitos.
Lo primero que le sorprendió al pasante es que Quechultenango tuviera un presidente analfabeta. Era un campesino que no sabía leer pero dibujaba su firma con gran solemnidad, como si se  tratara de un decreto.
Después al médico le maravilló la diligencia con que el presidente organizó, en ese mismo rato, los preparativos para una reunión con los principales del pueblo donde sería presentado formalmente.
Sabía que su tarea principal con la que podría justificar su estadía de medio año era el   estudio de comunidad que le serviría para elaborar un diagnóstico y un plan de acción.
De manera que se sintió complacido cuando le asignaron dos ayudantes para ese propósito: un joven promotor deportivo y una vieja enfermera que estaba al frente del centro de salud.

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