Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco

El pasante

(Segunda Parte)

El pueblo de la magia

 

Después de que el médico consiguió hospedaje en Quechultenango, en la casa de uno de los hombres ricos del pueblo, en la esquina de la plaza, su vida fue de sorpresa en sorpresa.
Mientras el médico tomaba el fresco de la tarde sentado en la banca de concreto, acompañando al dueño de la tienda de ropa que lo había hospedado, le llamó la atención el grueso gabán que los hombres del pueblo portaban como parte de su indumentaria, como si el clima benigno de Quechultenango por las noches se tornara extremoso.
Su primer impulso fue preguntar sobre ése hecho pero luego lo olvidó escuchando la historias que contaban acerca de las bolas de fuego que cruzaban el llano por las noches, que –decían- no era otra casa más que la forma física que adquiría el paso de los demonios que resguardaban el lugar, cuando se visitaban entre ellos, en diferentes épocas del año.
Cuando escuchó la historia de los demonios el pasante entendió que el agua era una de las principales riquezas de Quechultenango, al cuidado de dioses o entes mágicos a quienes sus habitantes rendían cierto culto.
El diablo o el “Amigo” como le llamaban en confianza, vivía y era visitado entre las cavidades de la sierra donde tenía su nacimiento el río Limpio, a unos cuantos kilómetros del poblado donde el manantial de agua dulce y cristalina bajaba hecho un río para saciar la sed de sus habitantes.
Se trataba de un río que nunca se secaba y su torrente permitía irrigar amplios terrenos con agua rodada.
Cada año la gente se organizaba para agradecer al “Amigo” su generosidad con el agua. Un grupo importante de campesinos mantenían la tradición llevando comida y bebida para compartirla hasta la cueva donde se creía que habitaba.
Cada cuatro de abril se escuchaban los cuetes con los que acompañaban la fiesta. La comida que le convidaban al “Amigo” era mole verde de gallina con tamales blancos, cigarros y mezcal.
Pero eso no era todo, y no se trataba tampoco de un solo “Amigo” en realidad eran cuatro pero dos de ellos se consideraban buenos y dos malos.
Los “Amigos” buenos eran el que habitaba frente al manantial del río Limpio y el que vivía en el “Sótano” como le llamaban al accidente natural que es una cavidad en forma de joya profunda en el cerro del Cimal.
En éste lugar habita el “Amigo” que cuida y controla la lluvia, los vientos y el temporal, así como el agua subterránea que forma el río Azul. La gente del pueblo le festeja cada año el dos de mayo. Desde la noche anterior suben las danzas acompañando a los encargados de la ceremonia. Allá preparan el atole y los tamales. La comida la suben desde el pueblo.
Al “Amigo” del Cimal le piden los campesinos por un buen temporal, que la lluvia caiga sin llegar a ser tempestad, que el viento sea cortés con las milpas para que no las tire y que las cosechas se logren para la alegría de los habitantes.
Los “Amigos” que son malos, uno vive en la “Piedra de Iguana” como se le llama a la inmensa piedra volcánica situada en la cima de una loma al sureste del poblado, que es también el estrecho paso del camino que le da continuidad a la cañada para llegar al río Azul, como se le conoce al otro manantial que es también recurso vital de Quechultenango.
El “Amigo” de la “Piedra de Iguana” ha dado revolcadas memorables a muchos viajeros que pasan en horas indebidas por el “mal paso” como también se le llama a ése lugar.
Una piedra en la ladera del cerro que se mira desde la carretera da cuenta de la historia porque tiene dibujado de manera natural un rostro humano al que le sobresalen los cuernos.
Los más fijados en detalles dicen que se trata de la figura del demonio bebiendo una taza de humeante café.
El otro “Amigo” malo vive en la barranca de “Chichipico” en los límites del pueblo por su lado poniente.
Durante mucho tiempo la gente supo que muy cerca de la cueva del “Amigo” vivía un hombre con su familia al que apodaban el “brujo” quien bajaba al pueblo los domingos de plaza vestido de calzón y cotón de manta, impecablemente de blanco y unos bigotes exóticos, largos y almidonados, de quien los lugareños aseguraban que tenía pacto con el diablo.
Al médico le azoraba la otra historia contada de que los hechos nefastos que afectaban al pueblo pudieran ser anticipados por el llanto de la Llorona o por el paso del diablo, localizados desde el rumbo del camposanto y que cruzaba con sus lamentos y trotes las principales calles del pueblo.
“Anoche pasó la Llorona por la calle, clarito se oía su llanto entre el ladrido de los perros, algo malo va a pasar”, comentaban las mujeres, y eso mismo solían decir del demonio, al que oían pasar montado en brioso corcel que avanzaba a grandes trancos por la calle, alterando el silencio de la noche.
La Mala Hora era el otro aviso que la gente aseguraba escuchar durante el día como preludio de un acontecimiento grave e inesperado.
La Mala Hora se presentaba en un día cualquiera como un viento ligero que dejaba sólo silencio a su paso.
-“Era un silencio que aturdía”, recuerda el médico que esa fue la expresión que mejor explicaba el fenómeno que él vivió.
Cesaba el viento y los animales callaban. Ni una rama ni una hoja se movía. Los pájaros enmudecían igual que las gallinas, los gallos y sus críos que nunca saben estar en paz. Entonces una especie de vibración en el ambiente alteraba el estado de cosas que las mujeres intentaban exorcizar con sus rezos.
Era cosa de segundos lo que duraba ése silencio pesado, acompañado del peculiar ruido de las gallinas que eran las primeras que presentían la llegada de la Mala Hora anunciándolo con una voz gutural que se escuchaba como si lloraran asustadas.
Las Tlanteteyotas eran los otros personajes míticos, mujeres que vivían en las pozas del río y solían bañar por las noches con gran alborozo atrayendo a los hombres con sus risas.
La gente del pueblo solía dar hasta nombres de quienes habían sucumbido en una noche de tragos al llamado de las Tlanteteyotas, terminando bañados y asustados por la inesperada interrupción de su borrachera.
El médico llegó a constatar ése hecho en varias ocasiones que le tocó cruzar el río para atender algún enfermo en la orilla del pueblo.
Aseguraba que era el agua corriente que en el silencio de la noche al rosar con las piedras semejaba el rumor de una plática. De ahí la expresión poética del “agua cantarina”, concluía el médico tratando de salir al paso de tan arraigadas creencias sobre seres mágicos.
Los espantos que se disputaban las oscuras calles del pueblo con los borrachos trasnochados y los enamorados eran el mejor toque de queda después de las nueve de la noche, cuando la última corrida del camión de pasajeros anunciaba su llegada.
Aunque a menudo se descubría que los espantos eran tan reales como la gente, los vecinos preferían las creencias sobre personajes del más allá que venían a importunar a los vivos.
Una vez en que el médico tuvo que atender un enfermo más allá del viejo casco de la hacienda, a punto estuvo de ceder a la creencia de los espantos cuando al regresar por la noche caminando en el oscuro callejón escuchó de pronto un resoplido que casi lo hizo saltar del susto mirando moverse frente a él un bulto aparatoso.
En la negra oscuridad pudo percibir que se trataba de algo más familiar porque escuchó el ruido de vacas.
El animal prieto estaba echado exactamente por donde el médico iba a pasar, y el resoplido seguramente era para llamar su atención porque, de otro modo, el pasante hubiera terminado montándole a la vaca con las consecuencias que uno se puede imaginar.
El otro tema que tenía perplejo al pasante era el de los milagros que se atribuían al santo patrón del pueblo. No había un solo vecino, de todos los que el médico conocía, que no diera razón de algún milagro recibido, desde sanar de una enfermedad incurable hasta salvar la vida en una situación de peligro o encontrar un animal perdido.
El santo patrón estaba tan metido en la vida cotidiana de los habitantes de Quechultenango que a menudo les recordaba sus mandas y promesas con apariciones que los asustaban y no quedaban en paz hasta que salían del compromiso.
Durante el baile del Ocoxúchitl que era el ritual principal con el que terminaba la fiesta anual del santo patrón, el primer fin de semana de agosto, el médico se admiró al ver que algunos de los fieles creyentes le exigieran a Santiago Apóstol que les hiciera el milagro, mientras otros trataban de justificar algún mal comportamiento, pero todos le bailaban con absoluta devoción.
Después de escuchar semejantes historias del pueblo el pasante dejaba la plática para regresar a su cuarto donde preparaba lo concerniente al estudio de comunidad, convencido de que las historias formaban parte de la rica cultura que estaba ávido de conocer.

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