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La partera de la historia (Fernando Pineda Ochoa)

La partera de la historia

(Primera parte)

Lo que vieron los mensajeros

 

“…También mucho espanto le causó al oír cómo
estalla el cañón, cómo retumba su estrépito, y cómo
se desmaya uno; se le aturden a uno los oídos.

Y cuando cae el tiro, una como bola de piedra
sale de sus entrañas; va lloviendo fuego, va destilando chispas,
y el humo que de él sale, es muy pestilente, huele a lodo podrido,
penetra en el cerebro causándole molestia.

Sus aderezos de guerra son todos de hierro. Hierro se visten,
hierro se ponen como capacete a sus cabezas, hierro son sus espadas,
hierro sus arcos, hierro sus escudos, hierro sus lanzas…”. Visión de los vencidos, relaciones indígenas de la Conquista. Miguel León Portilla, Editado por la Universidad Nacional Autónoma de México.
I

La violencia y las guerras aparecen junto con el ser humano, y así lo consignan los historiadores. La guerra, una lucha entre contendientes socio culturales y políticos que tratan de imponer uno al otro su voluntad por la fuerza física, es un fenómeno que posiblemente surgió con la aparición del ser humano en nuestro mundo…1. El filósofo revolucionario alemán Carlos Marx (1818-1883), definió a la violencia como la “partera de la historia”. El general de la misma nacionalidad, Karl Von Clausewitz (1780-1821), antes había dicho que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. En los anales de lo que ahora conocemos como México, cada una de las etapas de mayor jerarquía histórica está constituida precisamente por episodios violentos.
Cuando descubrieron el nuevo mundo y empezaron las exploraciones en estas tierras ignotas los tres últimos viajes de Cristóbal Colón, las expediciones de Francisco Hernández de Córdova, Juan Grijalva, Vasco Núñez de Balboa (y otras más), el pueblo mexica ya poseía bajo su mando gran parte del territorio hoy conocido como Mesoamérica, un poderoso imperio económico, político, militar y religioso. Este vasto señorío se conquistó y consolidó a través de la acción armada. El historiador José Luis Martínez en su libro Hernán Cortés, precisa:
“Tanto como la religión, la guerra dominaba el espíritu y la vida de los mexicas. Sus causas eran múltiples: para aumentar los tributos, base económica de Tenochtitlán, capital del señorío azteca; para apoderarse de prisioneros para el sacrificio ritual (Guerras Floridas), para proteger a los mercaderes, para sujetar a regiones rebeldes o para defenderse de agresiones externas…”2.
Pasada la etapa de expediciones costeras, explorando lo desconocido, admirando el paisaje y ávidos de riquezas, los invasores europeos estacionados en la isla de Cuba donde era gobernador Diego de Velázquez, planificaban la conquista de la plataforma continental. Pero la codicia y la audacia adelantaron la historia. Un poco más de medio millar de aventureros capitaneados por Hernán Cortés desembarcaron en Veracruz y luego de quemar las naves, emprendieron la marcha hacia territorio continental. En el recorrido los tlaxcaltecas enfrentaron varias veces a los hombres blancos y barbados; estos enfrentamientos permitieron al capitán ibérico detectar las contrariedades irreconciliables entre la nacionalidad tlaxcalteca y la mexica; dando seguimiento a tales evidencias, convence a los primeros para que enfrenten unidos al pueblo azteca, con la determinación de derrotarlos militarmente y arrebatarles el control de sus extensas y ricas demarcaciones territoriales imponiendo un nuevo dominio. La oferta tentó el corazón tlaxcalteca y entre el 18 y el 23 de septiembre de 1519 acordaron la paz con los invasores y establecieron una alianza. Los nativos valoraron que la unidad podría ser una alternativa para liberarse del largo y humillante oprobio mexica. El 30 de mayo de 1521 empezó el sitio formal contra Tenochtitlán, cuya defensa estuvo capitaneada por Cuauhtémoc. El asedio duró 75 días, hasta que finalmente el 13 de agosto de 1521, los conquistadores lograron tomarla por asalto. Sobre sus ruinas construyeron la ciudad de México, símbolo del poder novo hispano que tendrá una existencia de tres siglos3.
A contrapelo de estos sucesos, el escritor Carlos Montemayor detalla:
“En el norte del país el último reducto de apaches insurrectos, que nunca habían sido sometidos, fue derrotado por el ejército mexicano en Tres Castillos, en el estado de Chihuahua, en 1880”. Por ello, agrega, “…considerar la caída de Tenochtitlán como la consumación de la conquista es en verdad un acto simbólico, no real.4”
Durante las tres centurias de ignominia hubo una gama de levantamientos armados por diversos motivos y distintas causas, que perduraron en el transcurso del siglo XIX ya siendo México un Estado independiente, como lo advierte el mismo texto del investigador.

***

En el marco de la dependencia colonial ocurrieron una pluralidad de hechos heterogéneos, relacionados con conflictos como la expulsión de los jesuitas, ordenada por Carlos III, previo decreto publicado el 5 de febrero de 1767, acusándolos de enriquecimiento ilícito, de intervenir en la política manejada por los reyes españoles e involucrarse en atentados para asesinar monarcas europeos; asimismo reacciones a las reformas efectuadas por la corona y revueltas por litigios agrarios. Hubo acontecimientos que pusieron en peligro la estabilidad política y social del virreinato. En cambio, el alcance de muchos otros fue menor. Lo cierto es que dichos incidentes generaron opiniones que auguraban la revolución de independencia.
La política económica aplicada por el mando colonial en el siglo XVIII es considerada clave para la futura guerra emancipadora. Luis Villoro comenta:
“El sistema económico exportador descansaba en la explotación minera y en el sector financiero y comercial que financiaba la producción de metales preciosos y su exportación a la metrópoli. En la segunda mitad del siglo XVIII, sobre todo a partir de 1770, la minería alcanzó un auge extraordinario…”5. Tal estrategia financiera favorecía al clan empresarial dedicado a la exportación y había un desprecio hacia los sectores incorporados al comercio interno; esta visión parcial sobre el desarrollo económico agudizó, en la segunda mitad del siglo mencionado, las contradicciones sociales.
Derivado de lo anterior, podemos apreciar que las clases privilegiadas eran una minoría integrada por los propietarios de las minas y quienes controlaban el comercio externo, españoles y criollos. Al lado de estos poderosos grupos mercantiles, ubicamos a la alta burocracia gubernamental que ostentaba los puestos político-administrativos de mayor rango: el séquito del virrey, la Regencia de la Real Audiencia y un raudal de jueces llamados oidores. Este tipo de empleos había aumentado vía reformas administrativas introducidas por los Borbones en 1764; la jerarquía militar y eclesiástica eran dos perlas de la corona. El alto clero era beneficiario de inmensas propiedades rurales cuya renta acrecentaba sus arcas a través del diezmo, abonando los réditos que pagaban hacendados, industriales y pequeños comerciantes, surgidos del préstamo otorgado por estos piadosos padres de la Iglesia católica; añadiendo a un círculo de vendedores ligados al mercado nativo y a los patrones de las grandes haciendas productoras –existían alrededor de cinco mil–. Todo el conjunto completaba el pináculo de los favorecidos.
Más tarde, varias ramas de la industria fueron creciendo al amparo de la demanda nacional estimulada por el achique del marketing proveniente de la metrópoli, medida tomada debido a las constantes guerras en las que se inmiscuía la corona española. Parte del capital invertido en este rubro provenía de los emigrados, pero la inversión de las familias criollas era mayoritaria. Las discrepancias político-económicas entre ibéricos y criollos no evitaron que ambos sectores funcionaran paralelamente. No obstante, la disputa empezó a hacerse antagónica en la medida en que la clase media –los letrados, en su inmensa mayoría hijos de españoles, formados una buena cantidad de ellos en las ideas de la Ilustración francesa y del pensamiento reformador hispano– se convertían en representantes genuinos del pensar americano. Mientras tanto, el último peldaño del circuito socioeconómico colonial marcaba lo siguiente:
“Los indios formaban en efecto un grupo social aislado por privilegios de protección que los condenaba a un estado perpetuo de ‘menores de edad’, envilecidos en la indigencia y la miseria, y vejados por las demás clases. Sobre todas sus miserias, indios y castas estaban amenazados periódicamente por el peor azote: el hambre”6.

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Una variedad de historiadores consideran que en la transición del siglo XVIII al XIX la Nueva España no recorrió el orden cronológico que supuestamente le correspondía. Las reformas económicas, administrativas y políticas, introducidas por los monarcas españoles –llamadas por ello reformas borbónicas– cambiaron el curso normal de la evolución y transformación de esta colonia ultramarina. Su objetivo central era reformar las estructuras existentes y si bien es cierto que un motor del cambio fue el peligro que representaba la agresiva expansión británica en el Nuevo Mundo, no preocupaba menos la independencia económica que los criollos iban adquiriendo respecto a la corona española7. Otros acontecimientos externos como la invasión napoleónica a la península ibérica en 1808, trascendieron significativamente en el asentamiento colonial, violentando su estabilidad sociopolítica.
La intervención francesa al territorio español, el secuestro del rey Carlos IV y del heredero al trono Fernando VII quienes abdicaron a favor del emperador francés, radicalizaron la postura política de los criollos, que organizaron debates para dilucidar el concepto de soberanía y las distintas formas de gobierno. Los grupos secretos fueron proliferando en todo el transcurso de la primera década del siglo XIX. En este tenor el papel del Ayuntamiento de la ciudad de México fue trascendental. Allí, el regidor Francisco Primo de Verdad y Ramos originario de Aguascalientes, ampliamente conocido –había sido abogado de la Real Audiencia e integrante del Colegio de Abogados–, acompañado del síndico procurador Juan Francisco Azcárate y del sacerdote Melchor de Talamantes, plantearon al virrey José de Iturrigaray –cuya postura supuestamente coincidía con los involucrados–, que convocara a todos los alcaldes novohispanos para constituir un mandato provisional avalado por el apoyo popular. Ya no fue posible sellar el arreglo, pues para ese momento el representante de la corona española asumía una posición diferente, apegada al acuerdo de la Real Audiencia adoptado el 15 de julio de 1808, y decidió permanecer neutral, en estado de alerta por lo que pudiera pasar.
El cambio de posición del virrey no impidió su caída como máximo representante de la monarquía ibérica; un grupo de hispanos contrarios a las posiciones autonomistas, en donde destacaba el mandato del rico hacendado Gabriel del Yermo, lograron que Iturrigaray fuera destituido y enviado al viejo continente. Esta maniobra hizo abortar el complot del Ayuntamiento capitalino y Primo de Verdad fue detenido y encarcelado en la prisión del arzobispado, donde murió el 4 de octubre de 18088.
El argumento medular de la propuesta de los pensadores americanos era que al ser despojado el monarca español del trono, la soberanía recaía en el pueblo. Basándose en este precepto, Primo de Verdad agregaba además que Fernando VII fuera reconocido como Rey de España y de las Indias, sin aceptar por ningún motivo un soberano ajeno a la familia de los Borbones; era un rechazo directo a José Bonaparte –o Pepe Botella, como le decían al invasor por su afición al alcohol–, nombrado monarca del pueblo español por su hermano Napoleón.
La verdad es que las pretensiones de la mayoría de los criollos estaban lejos de las ideas revolucionarias. Su aspiración central era sustituir a los peninsulares en todas las esferas del poder colonial.
“En efecto, numerosos criollos novohispanos no deseaban la independencia de nuestro país si ello implicaba un cambio radical como el propuesto por los insurgentes, pues los criollos se beneficiaban directamente del orden virreinal, de carácter patrimonialista, vertical, rígidamente jerarquizado y sumamente clasista; incluso su deseo era ocupar el lugar que por entonces estaba reservado a los peninsulares, pero preservando intacta la estructura social y política de la que se beneficiaban en alto grado”9.

II

En la ciudad de Querétaro, el corregidor Miguel Domínguez, su esposa doña Josefa Ortiz y el capitán del regimiento de Dragones de la Reina, Ignacio Allende –inspirado por la belleza de doña Josefa, según el decir de las malas lenguas– participaron en la organización de una junta conspirativa que podría considerarse una prolongación de la conjura de Valladolid descubierta en 1809. Allende, encargado del reclutamiento, consideró prioritario ganar para la causa a los oficiales criollos del ejército realista, y por ello afilió al plan insurreccional a sus compañeros de armas y amigos de muchos años, Juan Aldama y Mariano Abasolo; además, reclutó al ex rector nicolaita, Miguel Hidalgo, que pronto sería el partícipe de mayor entereza y liderazgo. Otras versiones marcan que fue doña Josefa quien convenció en definitiva al presbítero guanajuatense. Los conspiradores registraron ante la autoridad correspondiente una supuesta Academia Literaria para no levantar sospechas sobre el por qué de las reuniones.

***

Don Miguel Hidalgo y Costilla (1753-1811) era un criollo ilustrado. Estudió teología, filosofía y arte en el Colegio de San Nicolás que tenía su sede en la antigua Valladolid; el futuro padre de la patria se ordenó como sacerdote a los 25 años de edad y a los 39 sería el rector de esa misma institución educativa. Desempeñando tal labor académica, pudo involucrarse en la lectura de diversos textos liberales correspondientes a la ilustración francesa, donde también abrevaron quienes dirigieron la lucha por la independencia de Norteamérica y los propios revolucionarios franceses. Enterada de la bibliografía preferida del rector, la alta jerarquía eclesiástica intervino para que el padre Hidalgo fuera revocado como máxima autoridad del Colegio.
La cultura e inteligencia de don Miguel rebasaba generosamente al estrecho mundo colonial y sin prejuicio alguno, no se privó de los placeres terrenales. Hacía mucho que corrían rumores sobre su conducta personal que escandalizaba a las buenas conciencias; aseveraban los maldicientes que mantenía relaciones licenciosas con el sexo opuesto, quebrantando el voto de castidad. Los censuradores llegaron hasta las salas del Tribunal del Santo Oficio. Un detractor dijo “…que llevaba una vida escandalosa con gente que come y bebe, baila y putea perpetuamente en su casa…”10. De igual manera hubo personas que lo defendieron y como los denunciantes no presentaron, para su fortuna, las pruebas exigidas por la Inquisición, ésta resolvió cerrar el expediente y archivarlo.
Pero al Zorro (apodo que le pusieron sus condiscípulos en los años de estudiante), no únicamente le interesaba la lectura de los escritores liberales. Con la misma intensidad se involucraba con los sectores sociales más necesitados, enseñándoles diversas diligencias. Su peregrinar como párroco en varios templos, le permitió acumular conocimientos prácticos, que al instalarse en la Abadía de Dolores, utilizó para capacitar a los indígenas en diferentes oficios: el cultivo de la vid, la crianza del gusano de seda y la apicultura; instauró un taller de cerámica, una fábrica de ladrillos y una curtiduría. Estas jornadas no imposibilitaron las horas dedicadas a la alfabetización de sus feligreses y en el trajín buscó espacio para formar una orquesta. En su firme vinculación con los de abajo, tuvo que ver sus dotes lingüísticas. Hidalgo, lo mismo que dominaba el latín, francés e italiano, conocía el náhuatl, sabía otomí y purépecha.

 

 

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