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Tlachinollan

Las grietas abiertas de la Montaña de Guerrero

Centro de derechos humanos de la Montaña, Tlachinollan

Miles de indígenas de los pueblos me phaa, na savi, nauas y mestizos de la Montaña alta de Guerrero caminaron desde las tres de la madrugada de sus comunidades para alcanzar las camionetas de redilas que salen a las cuatro rumbo a Tlapa. Las mujeres permanecieron en vela porque tenían que hervir, lavar y martajar en el metate el nixtamal para sacar la masa y hacer las tortillas; prepararon los frijoles, hirvieron algunos huevos y pusieron en su itacate, sal cocida y pinole, como si fueran al campo, pero a diferencia de esta ardua actividad, este sábado 13 participarían en la marcha del Consejo de Comunidades Damnificadas de la Montaña (CCDM).
Bajar de la Montaña para protestar y expresar con pancartas y consignas la rabia contenida ante tanta indolencia de las autoridades es un acto de dignidad y de rebeldía. Bajaron de todas las cimas y lomeríos; desde Valle Hermoso Metlatónoc, San Miguel Amoltepec, de Cochoapa el Grande, Tilapa, de Malinaltepec hasta Xochitepec, municipio de Acatepec. Alrededor de 4 mil personas llegaron al puente de Ahuetepec Ejido. Varios de los comités comunitarios traían sus mantas y pancartas para hacer públicas sus denuncias y reclamos. Con gran detalle estamparon las fotografías del desastre mostrando la cruda realidad de la Montaña, escuelas semienterradas, casas arrasadas y derruidas, puentes inservibles, caminos destrozados, albergues destruidos, cerros a punto de desgajarse y que amenazan con sepultar más viviendas. Grietas por todos lados.
A un año de las tormentas, las comunidades indígenas han tenido que luchar contra la misma naturaleza y contra las autoridades, a contrapelo de todo. Ellos y ellas están de pie dando la batalla, básicamente con lo que dan sus fuerzas como comunidades organizadas. En estos pesados 365 días, aparte del abandono y la discriminación que arrastran por siglos, han cargado con el trato inequitativo de las autoridades de los tres niveles de gobierno, han soportado su indiferencia y negligencia. Han aguantado sus formas despóticas y sus desplantes autoritarios. Su inautenticidad y sus palabras falsas. La población los siente siempre distantes y ajenos a la tragedia. Se comportan como finos burócratas incapaces de caminar por los cerros para adentrarse a las profundidades de la devastación comunitaria y entender en su justa dimensión lo que significa vivir a la intemperie; lo que implica no contar con algún ingreso económico; lo que representa para una familia del campo no poder sembrar su tlacolol para tener un poco de maíz y así engañar el hambre de los siglos. La violencia estructural que por voluntad de los gobiernos se les ha impuesto por ser indígenas pobres se torna más brutal por la inacción gubernamental y por la visión empresarial que tienen sobre la restauración.
La población tiene muy presente las promesas que hicieron las autoridades cuando llegaron en sus helicópteros para sacarse la foto y aparecer en los medios, teniendo como fondo las desgracias de la gente pobre. Creyeron en la palabra empeñada, y por eso fueron pacientes y tolerantes con las formas burdas de actuar de quienes se encargaron de levantar la información y enviar los reportes. Nada se tomó en serio, todo lo dejaron para la posteridad, esperando que bajara la espuma de la inconformidad. No es casual que las obras importantes no estén presupuestadas y que un gran número de viviendas no aparezcan en los censos oficiales.
Pomposamente anunció el presidente Enrique Peña Nieto que se destinarían 37 mil millones de pesos para la reconstrucción del estado. Los pobladores, conforme pasó el tiempo, cayeron en la cuenta que ese anuncio había sido para las elites políticas y económicas, por eso se hizo público en Acapulco al lado de los magnates del poder. Lo real es que esos millones de pesos no llegaron a la Montaña, porque las familias damnificadas siguen sin casas y continúan viviendo en las cimas de los cerros o en cobertizos improvisados. Tampoco ha llegado el dinero para construir las escuelas, las clínicas, los albergues, puentes y carreteras que fueron arrasados. Los cultivos que son la fuente de vida de los pueblos, porque es la base productiva que da sustento a las familias del campo, no forman parte de esta restauración comunitaria. El dinero que llega a cuenta gotas a la Montaña es para realizar obras mal hechas y con materiales de mala calidad, sin tomar las condiciones socioculturales de las comunidades indígenas. Esta falta de recursos es la prueba irrefutable de que a la tragedia de los pueblos indígenas los gobernantes y la clase empresarial sólo la ven desde el ángulo de los negocios.
Según la información disponible en el portal de Transparencia Presupuestaria, el Plan Nuevo Guerrero contempla la inversión de 37 mil 425.4 millones de pesos para todo el estado. Para los 19 municipios de la Montaña se tienen contempladas 2 mil 298 acciones para lo cual se prevé una inversión de 4 mil 302 millones 419 mil 601 pesos, es decir el 11.4 por ciento del presupuesto para el Plan Nuevo Guerrero supuestamente se destinaría a los municipios de La Montaña en 2014. ¿Dónde están o en qué manos quedaron esos miles de millones? ¿Acaso en las pequeñas casas que no han terminado y que hicieron sin cimientos, sin techos apropiados y sin diseños acordes al modo de vivir de las familias con mucha prole? ¿En los puentes y caminos sin construir? ¿En las escuelas, albergues y clínicas para los que ni siquiera han adquiridos los terrenos para algún día poderlos contruir? ¿En obras insultantes como el canal de tierra que hizo la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (o alguna de sus empresas preferidas) en el río de La Cañada, que va de Alpoyeca a Huamuxtitlán, que costó más de 111 millones y cuya obra ya no existe, porque el río se la llevó?
Estas tormentas han puesto al descubierto el desastre que impera dentro de las instituciones de gobierno y la codicia que esclaviza y enferma a los funcionarios que se apoyan con su séquito de empresarios deshonestos y corruptos. Los desastre naturales son irreparables cuando hay de por medio una clase política que actúa siempre con alevosía y ventaja contra la población más desprotegida. Es increíble constatar cómo los vicios que por décadas han existido en la clase política encumbrada, en cuanto al manejo turbio del presupuesto público, se mantengan intocados y que los funcionarios se obstinen en seguir viendo como enemiga a la población damnificada que alza la voz y protesta. De manera acartonada imponen normas y procedimientos para impedir la participación de la población damnificada en la toma de decisiones que les incumben, les niegan todo tipo de información y obligan a que acaten las obras tal y como fueron diseñadas desde el escritorio.
La inequidad estructural que se profundizó más con las tormentas parece enraizarse por la manera de ejercer el poder y la forma de diseñar las nuevas políticas de privatización. Decidir cupularmente quiénes se van a encargar del negocio de la restauración no es querer emparejar el terreno de la desigualdad social, mucho menos de revertir la pobreza secular, porque los dogmas de la política neoliberal y de la acendrada corrupción gubernamental son irremplazables y, por lo mismo, están por encima de la justicia social y la ética política de quienes gobiernan.
Hasta la fecha, no existe un plan integral de reconstrucción para los pueblos indígenas de la Montaña, y difícilmente lo habrá si no se vislumbra un proyecto nacional incluyente que tome en cuenta a las mayorías empobrecidas y se oriente a mejorar las condiciones de vida que garanticen el ejercicio de sus derechos básicos. Esta devastación y la falta de prevención para evitar mayores desastres, así como la fallida reconstrucción de la vida comunitaria nos muestran que estos gobiernos no están preparados para resolver problemas de gran envergadura, no están comprometidos con las víctimas de las tormentas, por lo mismo, la población más indefensa de manera casi fatalista tiene que mantenerse en la línea de la inseguridad, del miedo, de la incertidumbre, y con el riesgo de perder todo y de sucumbir ante cualquier desastre.
En Guerrero, las autoridades que han actuado con severidad contra los luchadores sociales al aplicarles de manera implacable todo el peso de la ley no han hecho nada para castigar a las autoridades que otorgan permisos para edificar en terrenos de alto riesgo, encubriendo a las empresas inmobiliarias que han destruido el hábitat de los litorales para levantar emporios turísticos. Tampoco se castiga a las autoridades que no cumplieron con su trabajo para prevenir y amainar la tragedia que costó más de 78 fallecimientos en todo el estado y 40 en la Montaña. A un año de esos días funestos, no se hace valer la ley para garantizar a la población damnificada atención inmediata, un manejo transparente de los recursos públicos, cumplir con los compromisos contraídos, realizar las obras con materiales de calidad y atendiendo a las necesidades reales de la población, proteger a la población damnificada. Resolver de manera inmediata las demandas de la población relacionadas con la salud, educación, alimentación y comunicación.
Los pueblos de la Montaña están en pie de lucha, ya no están dispuestos a sufrir más atropellos y engaños, ni a permitir que su tragedia sirva para engrosar los bolsillos de los empresarios y políticos corruptos. Bajarán a Tlapa cuantas veces sea necesario y emplazarán en todo momento a las autoridades para que nunca se les olvide que los pueblos tienen la última palabra, sobre todo cuando la rapiña se erige como un estilo de gobierno.

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