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Renato Ravelo Lecuona

 Después de medianoche

Después de la medianoche empieza la vida onírica en el Museo de la Cinematografía de la ciudad de Turín, Italia, en pleno 2004 según esta cinta de Davide Ferraro que inauguró la Muestra Internacional de cine en la Cineteca Nacional.

Imágenes que documentan el pasado, estereotipos humanos plasmados en el celuloide que se retroalimentan en una realidad moderna vivida como improvisación en la propia vida de jóvenes asalariados y raterillos sin más proyecto de vida que “morir con estilo”. El escenario del filme de esta historia es ese depósito centenario de los sueños que repiten la misma historia de amor contada mil veces, a la que acudimos siempre en busca de algo que alimente de algún modo nuestra propia expectativa o deseo de realización amorosa.

El actor principal, un joven tímido que se recrea a través de la imágenes capturadas en ese inmenso arsenal cinematográfico, perdió casi el sentido del habla pues se relacionaba con el mundo reproduciendo imágenes con una camarita antigua, que tenía la virtud de captar las escenas comunes de la vida a la manera del Buster Keaton y los años 20, de manera que cuando la chica de la película pasó por ahí huyendo de la policía, la protegió en su fuga y le dió asilo en ese museo que cuidaba por las noches.

La mágica escenografía de ese museo, cuyo espacio descompone la cámara en sucesivos planos en los que se alternan los objetos más tradicionales; las pantallas de televisión simultáneas ofreciendo sus imágenas diversas, la cúpula arabesca que parece diseñada por E.M. Escher, elevadores, pasillos y escaleras que sin embargo se integran todas como las partes del edificio que es un espacio común, según el paradigma postmoderno de la hibridez.

Ese escenario se ambienta para mayor hibridación con una música popular melancólica que fluye de la imaginación nostálgica de joven velador, que suena al estilo de La Strada de Fellini y se combina con las imágenes de los orígenes del cine, en homenaje a Keaton.

Este espacio, desde el cual además se puede contemplar desde cierta distancia el panorama de un Turín a la vez viejo y moderno, es el lugar propicio para una historia de amor que nace de la casualidad, historia en la cual la joven protagonista central que ama a un ratero de autos, a un transgresor marginal, cuando se ve envuelta en una persecución policiaca, queda enteramente protegida por el joven que no indaga nada de ella y le ofrece todo lo que está a su alcance sin pedir nada a cambio, como si la aparición de ella fuera parte de uno de los miles de sueños que cuida y que a la vez disfruta.

Pero la realidad surte cierto efecto en nuestro héroe cuando se empieza a enamorar de ella sin que, obviamente, lo saque del todo de la virtualidad del mundo expresado a través del cine, al grado por ejemplo que cuando está decidido, por algún argumento fílmico, a pelear con su rival por el amor de ella, no puede hacerlo sino bajo la inspiración de alguna cinta o con las lecciones de Ta Chi Chuan aprendidas por catálogo.

Abierta la disputa y planteado el desafío, el sensato ratero amante le pide al joven que le dejen la elección a ella, pero ésta decide no tomar ninguna decisión al respecto y les ofrece amar a los dos a la vez, cada uno por su virtud y ellos aceptan el experimento, que termina cuando por fin el ratero de autos es asesinado por otro ratero improvisado de manera chusca, pero que le permite morir “con estilo”, aunque tiene la desgracia de tener en mente, como imagen póstuma, la cara de un político tipo empresarial cuya foto ve estampada en el cartel de un camión urbano.

La nostalgia de un mundo con sentido humano y de valores perdidos, se simboliza en un final igual al de Tiempos modernos de Charles Chaplin: la pareja se aleja por una carretera y se toman de la mano, al tiempo que un tropezón de él pone la nota humorística que le imprime un tono anecdótico y sentimental a esta cinta que se disfruta plenamente.

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