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Renato Ravelo Lecuona

  Secretos de un secuestro

Robert Redford, Helen Mirren y Willem Dafoe actúan en esta cinta estadunidense de una gran intensidad dramática –muy común en los guiones hollywoodenses– puesta al servicio del protagonista principal y que asegura la satisfacción del público cinéfilo.

Si en la mayoría de sus películas Redford interpreta a personajes inmiscuidos en relaciones amorosas que se mueven en un contexto de cierta crítica social progresista, en esta lo hace en un ambiente criminal relacionado con el secuestro, pretexto propicio para echar una mirada en las emociones determinantes de los actores en la historia de una situación límite –en este caso, el personaje de la tercera edad que interpreta el actor–, sin que tal circunstancia altere en nada el componente emotivo del relato.

No es desde luego una cinta policiaca ni de acción, sino psicológica, digamos. El secuestrador, es un “perdedor” en los términos de la ideología típica estadunidense; alguien que había conocido a su víctima en un ambiente universitario desde el cual ya era socialmente prestigiado y se perfilaba como un seguro “triunfador”.

Su contraparte, constata esos atributos siguiendo su trayectoria por más de 20 años por medio de revistas empresariales que informan de la vida de grandes figuras (Fortune). A medida que el secuestrador, cae en el desempleo y en el fracaso de perder empleos y no tener ni siquiera una casa propia donde vivir con su familia, fragua el plan del secuestro con tal lujo de detalles, que el FBI supone una organización sumamente compleja, aunque al final se revela que era una empresa individual, que aunaba su reivindicación a un rescate millonario.

Como marcado por el destino, el criminal reivindica su fracaso en la vida al secuestrar a quien pareció reírle siempre la fortuna, incluidas sus relaciones amorosas, con su esposa y una ex secretaria, así como la de sus hijos; aunque el móvil del secuestrador no resulta de un resentimiento particular contra él, ante quien se dio a conocer, sino en el anhelo de obtener riqueza de manera directa y llevarse lejos a su familia para cambiar su destino. En ese sentido no es, pues, un delincuente profesional.

En lo que su cautiverio se extiende, y antes de ser asesinado, la víctima establece un diálogo con su secuestrador solitario, a quien le genera la duda de su acción y lo hace sentirse realmente como un fracasado ante las evidencias.

Este diálogo se desarrolla en paralelo al relato de la situación que vive la esposa del secuestrado, cuya expresión se logra con la maestría de mínimos y precisos recursos retóricos y buena dirección de actores y circunstancias escénicas.

De esta forma, el FBI controla los actos de la esposa y le muestra más cosas de la vida privada de él, que las que ella sabía, como era la relación amorosa que mantuvo siempre con su secretaria y, que en el argumento, era el secreto que quiso mantener la esposa, ante sus hijos.

Es en esta situación límite en que la autenticidad de las relaciones humanas resiste la dura prueba de la infidelidad y la esposa hace todo lo que el secuestrador le indica para eludir el asedio del FBI , para entregarle el rescate millonario cuando éste ya había asesinado inevitablemente a su víctima. Ella queda feliz con el recuerdo de una frase parecida a “si me amas, es todo lo que necesito para ser feliz” misma que le escribe su esposo en el cautiverio y que, como última voluntad, le pide al secuestrador que se la envíe por correo, cosa que cumple como el gesto de un resabio de humanismo.

El final, que podía plantear la triunfo del resentimiento social de “un perdedor” sobre “un triunfador” cualquiera, elegido casi al azar, deja las cosas como quedaron, se anula en la trama cuando el FBI, la justicia oficial que siempre triunfa, descubren al secuestrador por los billetes marcados que le dieron y gracias a la red empresarial de denuncia de la recepción de esos billetes, con lo que pueden seguir sus pistas.

El perdedor, es perdedor hasta para delinquir, sería la moraleja del film.

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