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Moisés Alcaraz Jiménez

El debate, ¿a quién le conviene?

Quien en una contienda electoral encabeza las preferencias ciudadanas, muy poco o tal vez ningún beneficio puede obtener de un debate público con sus adversarios. Es el enemigo a vencer a quien los demás se le lanzarán a la yugular, buscarán restarle simpatías y tratarán por todos los medios de exhibirlo ante la opinión pública como un mal candidato.

En estas condiciones, quien va arriba en las encuestas y participa en un debate la ofensiva que pueda desplegar se tornará siempre en un actuar a la defensiva y su participación podría reducirse a evitar ataques que puedan causarle daños mayores. Ninguna necesidad tiene de debatir, puesto que su proyecto de gobierno, sus cualidades y virtudes son muy bien conocidas y aceptadas por los votantes, por ello encabeza las preferencias ciudadanas.

Contrariamente, quien va abajo en las encuestas mucho tiene que ganar y poco o nada que perder, es por eso que quien está en esta situación será más insistente en querer debatir con el oponente que lo supera en la contienda.

Este candidato, en un debate, no busca preservar una supremacía que no tiene, pues si la tuviera no la pondría en riesgo en una confrontación pública con sus adversarios, lo que pretende es remontar una desventaja mediante un encuentro de este tipo que, después, por nuestras particularidades políticas, puede ser manejado a conveniencia en los medios, independientemente de si lo ganó o lo perdió.

A quien domina y tiene mayor presencia en el llamado mercado electoral por ningún motivo le conviene debatir, pues el riesgo es mayor que para quien no ha logrado penetrar en el electorado. El candidato que va abajo ve siempre a un debate como una posibilidad de desplazar al contrincante mejor posicionado. Es una especie de retador en el boxeo que desea combatir con el campeón buscando arrebatarle la corona.

El debate en sí mismo pudiera no tener mayor trascendencia. Lo grave radica en el uso tendencioso que posteriormente se le puede dar en los medios. Siguiendo con el ejemplo pugilístico, es difícil que alguien gane un debate por knockout, siempre ocurre más bien por una especie de decisión dividida, donde también cabe la posibilidad de un empate. Sin embargo, ante la ausencia de un veredicto único, como sucede en competencias de otro tipo, cada uno de los participantes termina diciendo que ganó el debate. Y a fin de cuentas lo puede ganar, efectivamente, quien más pueda invertir en propaganda mediática, que puede tener un alto impacto político en sectores electorales indecisos o con escasa información.

En sociedades donde el desarrollo político es incipiente, no es nada difícil que alguien que perdió un debate en su momento, lo pueda ganar después en los medios, que a fin de cuentas son los que tienen un gran poder de influencia en la percepción de los ciudadanos.

Por otro lado, se trata de encuentros no regulados por las autoridades electorales y efectuados sin reglas claras. Cualquier organización se puede sentir con derecho a convocarlos, aunque para ello carezca del prestigio, credibilidad y confianza que sustentan el reconocimiento ciudadano. De esa forma se corre el riesgo de convertir los debates políticos en lamentables espectáculos callejeros que despiertan más el morbo que la reflexión electoral ciudadana.

Para que en este importante proceso electoral en Guerrero se pueda realizar un debate de altura, que aporte elementos para un mejor conocimiento ciudadano sobre los candidatos y no se transforme en parte de una guerra sucia, que se anticipa será intensa, son necesarias dos condiciones.

Primeramente deben ser las propias autoridades electorales las encargadas de organizarlo y llevarlo acabo por acuerdo de los partidos y sus candidatos.

En segundo lugar, se debe evitar en la mayor medida posible el posterior uso faccioso de los resultados, debe acordarse la contratación de una empresa encuestadora de reconocido prestigio, para que realice una consulta ciudadana posterior al debate a fin de conocer el pulso social y político al respecto y saber con certeza quien lo ganó o perdió a la luz de la opinión pública y no dejar un asunto tan importante en manos de publicistas, jefes de prensa o de relaciones públicas de los candidatos.

Los debates políticos no deben ser espectáculos morbosos o arenas para la descalificación, la diatriba o las ofensas personales. No se deben desvirtuar los altos fines que persiguen. Tampoco deben desarrollarse en un ambiente caótico, sin formatos bien elaborados, ni organizados por el primero que se le ocurra convocarlos.

La sociedad y los eventuales votantes serán siempre los jueces supremos que emitirán el veredicto final, pero lo resultados de un debate político no deben abandonarse a la total manipulación de publicistas astutos al servicio del mejor postor.

Deben ser, más bien, factores que propicien el desarrollo político y la cultura cívica, espacios de reflexión del electorado que ayuden a orientar el voto razonado para llevar al poder a quien tenga mejores proyectos de desarrollo integral y aseguren el progreso y bienestar social.

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