Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Fernando Pineda Ochoa

La partera de la historia

(Segunda parte)

Hidalgo disfrutaba de la buena comida, era asiduo a las fiestas y a la charla, a lo que sumaba el gusto por la música y el baile; su afición a la literatura lo llevó a traducir del francés El Tartufo de Molière, para que fuera caracterizado en el teatro pueblerino bajo su dirección. Con todas estas virtudes ¿cómo no iba a conquistar a Manuela Ramos Pichardo? Este lance amoroso tuvo frutos, pues Manuelita le regaló a Miguel dos hijos, Agustín y Lino Mariano, cuya paternidad fuera de cualquier duda admitía. Sin embargo, cuando el clérigo volvió a Dolores diez años antes del Grito, para hacerse cargo de la iglesia del poblado, lo acompañaba doña Josefa Quintana, dama que conoció en San Felipe Torres Mochas, y ahora madre de Micaela y Josefa, hijas del futuro padre de la patria. Instaló a la familia en una casa ubicada a unos cincuenta metros del curato11.

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Cuando los conspiradores queretanos fueron descubiertos, los preparativos para iniciar la rebelión iban avanzados. Hidalgo mandó manufacturar con herreros de su confianza cientos de lanzas y espadas; había adquirido un tomo de la Enciclopedia, obra cumbre de la Ilustración, para consultar un artículo referente a la fabricación de cañones, y tomando como modelo el diseño ofrecido en el pliego, mandó fabricar dos piezas de artillería; el encargado del acopio de armas era Emeterio González y el capitán Allende era el responsable de la integración al grupo clandestino de un regimiento completo de Dragones de la Reyna y otros cuerpos castrenses12. Todo estaba preparado para iniciar la insurrección el 28 de diciembre de 1810.
Su desempeño como funcionario le permitió al licenciado Miguel Domínguez enterarse, antes de que se concretara la orden represiva, de que la conspiración había sido denunciada; tal circunstancia hizo posible que doña Josefa avisara oportunamente lo acontecido al sacerdote de Dolores y al capitán Allende, este último radicado en San Miguel el Grande. El calendario marcaba el 15 de septiembre y esa misma noche acordaron llamar de inmediato a la población para iniciar la revuelta. Así, la insurrección tuvo que ser adelantada. El padre Hidalgo, acompañado de sus correligionarios, Allende, Aldama, Abasolo, entre otros militares, en el crepúsculo matutino seguramente animado por el coro de los gallos reunió a los habitantes de la Villa de Dolores el 16 de septiembre de 1810.
¡Viva la religión! ¡Viva nuestra madre santísima de Guadalupe! ¡Viva Fernando VII! ¡Viva la
América y muera el mal gobierno!, gritó don Miguel Hidalgo, frente al entusiasmo evidente de los congregados13.
Antes de abandonar Dolores rumbo a San Miguel, encarcelaron a los sacerdotes españoles; detuvieron a los comerciantes ibéricos; liberaron a los presos de la cárcel que se integraron al levantamiento; confiscaron todas las armas de fuego para ser repartidas entre la muchedumbre y lo mismo sucedió con las lanzas labradas ex profeso; el Escuadrón de Dragones de la Reyna del vecindario cerró filas al lado de los insurrectos. Hidalgo mismo seguido de un buen número de parroquianos, encaminó sus pasos hacia la casa donde estaba hospedado el recaudador del diezmo eclesiástico y pistola en mano expropió el monto total del dinero que guardaba. Partió el contingente de cuatro mil mal organizado y mal armado, pero protegido por la Virgen de Guadalupe, cuya imagen fue tomada por el sacerdote en el santuario de Atotonilco (y al momento empezaron los rumores, interpretando que el cura Hidalgo estaba iluminado por la guadalupana y hablaba diariamente con ella, para recibir consejos e indicaciones); la tropa empezó a llamarla María Insurgente. A la vera del camino, se integraban más y más simpatizantes en su mayoría indios, acompañados de mujeres e hijos, cargando sus instrumentos de labranza, hondas, piedras, palos y con la consigna de “coger gachupines”.
El capitán Allende fue el encargado de organizar a la tropa por compañías, nombrar oficiales e instruirlos en algunos rudimentos de disciplina militar, pero poco pudo hacer ante el crecido número de partidarios que deseaba incorporarse14. Recorrieron San Miguel sin contratiempo alguno, el oficial que comandaba el Regimiento de Dragones de la Reyna, simpatizaba con el movimiento y junto con la tropa se incorporaron completos a las columnas revolucionarias. En esta villa principiaron las acciones que serían una constante en el transcurso de la lucha: los saqueos. Posteriormente en Celaya, Hidalgo fue proclamado Capitán General y Allende Teniente General. El sacerdote no contaba en el vasto arsenal cultural que poseía, con ningún conocimiento ni mérito militar; en cambio, su figura era respetada y querida y sus relaciones sociales eran amplias; en los lugares que recorrió en su vocación evangelizadora, dejó una vasta red de contactos; pocos podían jactarse de tener tantos amigos, fuesen acaudalados o pobres, españoles, criollos o indios de todas las edades y condición social. Trabajadores, comerciantes, agricultores, mineros y peones, todo mundo conocía o sabía del Padre Hidalgo. Ignacio Allende, el militar de más alto rango del bando insurgente, aceptó condescendiente su condición de subordinado.

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El 14 de septiembre llegó a la Nueva España un nuevo virrey, Francisco Javier Venegas. En cuanto estuvo instalado en el palacio virreinal, le informaron los pormenores de la insurrección dirigida por el cura Hidalgo y sin trámite alguno nombró General en Jefe del Ejército Realista de manera provisional, a Félix María Calleja con el mandato de sofocar sin dilación el levantamiento. Este oficial fungía como comandante de la Décima Brigada, que mantenía su base en la ciudad de San Luis Potosí. Su poder militar, además, abarcaba la jurisdicción de Nuevo León y Nuevo Santander (actualmente Tamaulipas y sur de Texas); asimismo designó como ayudante de Calleja a Manuel Flon, intendente de Puebla. El jefe de la Décima Brigada no era ningún improvisado. Hacía 20 años que radicaba en la colonia española y su experiencia castrense la había adquirido en América. Conocía al dedillo el territorio colonial mejor que cualquier soldado en activo. La oportunidad tan esperada para mostrar sus pericias militares finalmente llegaba. Calleja completó tres divisiones para perseguir al Ejército Insurgente, cercarlo y asestarle el golpe definitivo.
Las instrucciones giradas a los oficiales realistas estaban ajustadas a la aplicación del terror, sobre todo en aquellos poblados y villas que habían estado bajo el mando insurgente y se atrevieron a confraternizar con los rebeldes; la horca, el saqueo y la quema de poblaciones enteras era el escarmiento recibido, un ejemplo para quienes intentaran emularlos.

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La ciudad de Guanajuato, capital de la intendencia del mismo nombre, albergaba entonces a 60 mil habitantes. Económicamente era un emporio español; las minas, el comercio, las haciendas productivas y la agricultura estaban en su apogeo cuando sus vecinos supieron que el cura de Dolores encabezaba una rebelión. El intendente Juan Antonio Riaño, previendo la pronta aparición de los insurrectos, dispuso la defensa de la ciudad y se plantearon la disyuntiva de enfrentarlos afuera del poblado o resguardarse en la urbe para allí atacarlos. Decidieron la segunda opción. El Regimiento de Infantería del lugar y la gente acaudalada, españoles y criollos junto con sus familias y sus tesoros, se alojarían, armados, en la Alhóndiga de Granaditas; los caudales reales, los fondos de la ciudad y los archivos del gobierno lo mismo que agua y víveres fueron trasladados al fortín. La obra había sido construida para almacenamiento de semillas que vendían a la gente del pueblo en tiempos de escasez y reunía las características de una fortaleza15. El posicionamiento del edificio serviría, entonces, de protección para la gente bien y para repeler, resguardados por los muros, las acometidas rebeldes. El vulgo no tuvo cabida y cumpliría con sus quehaceres de todos los días.
El 28 de septiembre los sublevados se plantaron en las inmediaciones de Guanajuato. Allende, Aldama y Abasolo tomaron bajo su responsabilidad la preparación del ataque; los regimientos militares incorporados a las filas revolucionarias fueron alineados en la vanguardia, formando un círculo de hierro, alrededor del predio convertido en una verdadera fortificación. Atrás quedó una multitud integrada por 20 mil efectivos. Siguiendo el protocolo de la guerra, Hidalgo exhortó a los sitiados a rendirse, y al no ser aceptada la propuesta inició el combate. Durante dos horas el fuego cruzado paralizó la vida cotidiana de la ciudad colonial. Fue una batalla sangrienta, los anales estiman una cifra de 400 muertos por parte de los defensores de la Alhóndiga, uno de ellos el intendente Riaño que fue amigo de Hidalgo, y de 3 mil revolucionarios. Los cañonazos salidos del fuerte con cada disparo, barrían a decenas de sublevados. Una posición estratégica y la capacidad de fuego pueden determinar la victoria de un grupo armado que tenga inferioridad numérica, pero en este caso no sucedió así, debido a la fuerza moral, al coraje y las convicciones de los hombres y las mujeres del ejército libertario.
Después de repetidos embates fallidos, finalmente los revolucionarios logran derribar la puerta principal del fortín. Relatan que un minero, llamado Juan José de los Reyes Martínez –El Pípila–, logró la hazaña al prender fuego a la puerta principal de la fortaleza. La multitud incontenible se introdujo al refugio realista, dando muerte a todo lo que se movía. No hubo misericordia para nadie. Aparecía un torbellino de lo más profundo de la tierra novohispana16.
“Guanajuato fue violentamente saqueada por la muchedumbre desenfrenada. Allende trató de impedir el desorden generalizado, que se aminoró cuando Hidalgo ordenó hacer fuego sobre los saqueadores. El robo y la matanza innecesaria ocasionaron disputas entre Hidalgo y Allende. Las diferencias entre los principales caudillos de la insurgencia, por la manera de hacer la guerra, comenzaban a aflorar. Sin embargo, la mayor parte de la tropa seguía lealmente a Hidalgo17”.

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Terminada la ofensiva, los caudillos victoriosos reflexionaron sobre los pasos a seguir. Consideraron conveniente establecer un Ayuntamiento que coadyuvara a la reorganización del ejército y a buscar soluciones a otras vicisitudes; instalaron una fundición para fabricar cañones; ratificaron y otorgaron nuevos grados militares; reclutaron soldados e intentaron tomar medidas disciplinarias para evitar desmanes; publicaron un bando anunciando el nombramiento de las nuevas autoridades de la Intendencia.
El 29 de septiembre, el cura recibe la publicación de un edicto, donde el obispo de Michoacán Manuel Abad y Queipo –antiguo colega suyo–, anuncia su excomunión y la de sus partidarios más cercanos a la par que le pusieron precio a sus cabezas, acusándolos de perturbadores del orden público, perjuros y sacrílegos. A Hidalgo en particular se le acusa del cargo de impío que sembraba en todas partes el horror, la desolación, los robos…18. El dirigente rebelde responde a la jerarquía eclesiástica proponiéndole un Congreso “con representantes de todas las ciudades, villas y lugares de este reino”, para debatir y aplicar leyes benéficas para todo el pueblo19.
El 8 de octubre, la vanguardia dirigida por un nuevo integrante, el ingeniero en minas Mariano Jiménez que fue investido como Coronel, encamina sus pasos rumbo a Valladolid. Un par de días más tarde, salió el resto de la tropa. En el transcurso del camino, sigue la afluencia de miles de partidarios, que se suman al movimiento revolucionario llevando mesas, sillas, utensilios de cocina y una variedad de animales: gallinas, chivos, borregos, becerros. Leamos lo siguiente:
“Al ejército se han incorporado mineros, trabajadores por obraje, artesanos, pobres de la ciudad y en general masas explotadas urbanas y del campo. A ellos se unen también sectores de la pequeña y mediana burguesía urbana y rural, así como integrantes de las capas medias: intelectuales, oficiales del ejército, funcionarios de segunda categoría y bajo clero”20.
Los responsables de la custodia de Valladolid del bando español estaban prestos para resistir las arremetidas rebeldes. Disponían para ello de la infantería local y la caballería de Pátzcuaro; sin embargo, inesperadamente las autoridades eclesiásticas (Manuel Abad y Queipo) y civiles (Alfonso Terán), cambiaron de opinión y deciden entregar la plaza sin combatir. No confiaban en los mandos militares, ni tampoco en los habitantes de la capital michoacana. Recordaban que habían simptizado con la conspiración de 1809 dirigida por Mariano Michelena, José María Obeso y fray Vicente de Santa María; quizás evocando también la popularidad bien ganada como estudiante y rector, en el prestigiado Colegio de San Nicolás, del ahora jefe insurrecto, y huyeron acompañados de varios españoles. El futuro padre de la patria entró a la antigua Valladolid, arropado por el repique de las campanas. Al día siguiente en efecto, las tropas realistas decidieron incorporarse a las filas insurgentes.
El sometimiento incruento de Valladolid permitió un respiro bélico, que el dirigente principal aprovecha para meditar sobre ciertos problemas sociales. Instalados en la capital de la provincia de Michoacán el 18 de octubre, Hidalgo emite el primer bando elaborado por José María Anzorena, alcalde de la ciudad, que mandata la abolición de la esclavitud y prohíbe el comercio de esclavos y también una ordenanza militar con la intención de poner punto final a los saqueos en las poblaciones conquistadas. Era perentorio el orden y control de la muchedumbre, en el futuro inmediato. Estaba en la mira la capital de la Nueva España21. Hasta entonces, el balance de las acciones militares realizadas favorecía a la insurgencia y era definitivo aprovechar la racha victoriosa, marchando al asalto de la ciudad de México.
El 19 de octubre parten las milicias revolucionarias del Valle de Guayangareo donde se asienta Valladolid. Hidalgo, de paso, como no queriendo, toma a préstamo 400 pesos que atesoraba en sus arcas la administración financiera de la catedral. Unos días más y la capital de la colonia española quedaría a tiro de cañón y el número de participantes aumentaba considerablemente. El fondo financiero era oro molido.
Entre las comunidades de Charo e Indaparapeo el 20 de octubre don Miguel Hidalgo recibe la visita de un antiguo conocido. Era el también cura José María Morelos y Pavón, que viene con la disposición de afiliarse al movimiento emancipador como capellán del ejército rebelde. Mantuvieron una larga charla, que terminó con la propuesta del cura insurgente para que Morelos controlara el puerto de Acapulco y organizara la lucha libertaria en el sur del país. El ex becario del Colegio de San Nicolás aceptó el reto y regresó con prontitud a su parroquia de Carácuaro-Nocupétaro para arreglar sus pendientes y partir lo más rápido posible a cumplir el mandato del ex rector del mismo centro de estudios y ahora comandante militar. Hubo otras encomiendas. Hidalgo nombró responsables en otros puntos del mapa colonial: Nueva Galicia –que abarcaba Nayarit y Jalisco, Aguascalientes y Zacatecas y Sinaloa– con la finalidad de extender la guerra por la independencia en todo el país. Entre los designados menciono a José Antonio Torres, José María González de Hermosillo, al sacerdote José María Mercado, Mariano Jiménez y otros más. “A Bernardo Gutiérrez de Lara se le encomendó una misión en los Estados Unidos y abrió campaña por Texas”22.
En el poblado de Acámbaro pasaron revista a la tropa y el conteo rebasó los 80 mil soldados; a don Miguel lo nombraron Generalísimo y Allende fue ascendido a Capitán General. Un poco más adelante, en Maravatío, Ignacio López Rayón esperaba a los sublevados.
“…días antes había proclamado en su natal Tlalpujahua la independencia en nombre del propio Hidalgo, a quién llamaba ‘Capitán General del Ejército de Redención, de estas nobilísimas y muy felices Américas”23.
El líder insurrecto, por su parte, nombró a López Rayón su secretario. Continuaron la travesía hasta llegar a las goteras de la capital de la Nueva España.

(Continuará
el próximo
domingo).

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