Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*Otras edades tixtlecas / 1

En Tixtla me acuerdo de mí

Me acuerdo de mí cuando llego a Tixtla. Los recuerdos son pocos, y suelen destellar y desaparecer como una fotografía rápida sobrada de luz. En el primero de ellos todo ocurre visualmente: estoy en brazos de una de mis hermanas, en el jardín, bajo techados de palma, boas de pino y tendidos de papel de estraza y flores, mirando hacia la plaza donde niños y jóvenes de blanco, y público en general, se dispersan después de haber escuchado declamar tu voz es padre para mí sagrada y aplaudido, supongo, a niños, jóvenes y ancianos acosando la tarima como iguanas sedientas. En esa época los mercaderes no habían retacado de tablas y lonas el jardín Altamirano, dentro del cual se levantaba el jardín de niños, de construcción tan “moderna” y práctica que simulaba ser una manzana dentro de un bosque de árboles altos y frondosos. El jardín Guerrero y el Altamirano se juntaban con una de sus desborradas esquinas de polvo. Pasamos a echar un ojo al jardín de niños y luego nos metemos a la casa de las Godínez, que era como decir al jardín de las Godínez, a saludar.
En el refilo de mi mirada cabe la casa de las Godínez y, escandalosamente, carezco de edad, como casi siempre que me acuerdo de Tixtla. Las hermanas Godínez eran unas señoras cariñosas, simpáticas y platicadoras. La casa era amplia, su entrada y sus corredores ofrecían su fresca sombra como contraparte o descanso de la atmósfera tropical del jardín pletórico de arbustos, plantas y flores. Estimaban mucho a mi mamá y a toda la familia, y cuando cualquiera de nosotros pasaba a saludar siempre estaban muy bien pintadas y armaban graciosas y cordiales alharacas. Con sus chapas y su sonrisa, las simpáticas señoritas se confundían con las rosas, los jazmines y los claveles de su jardín…

Las siete esquinas

Si camino por las calles de Tixtla, un tramo de éstas, cualquier esquina y casi cualquier casa pueden expandirse dentro de mí como si susurraran secretos lejanos e inasibles. El sol cae a plomo y revienta en el suelo polvoriento y en la cal de las paredes. En algunas esquinas permanece el letrero, 666, que remitía a maldiciones bíblicas y no era más que un ungüento sanador. Las calles vuelven a ser anchas, un inicuo canal parte en dos la laja negripinta, el empedrado irregular, el lodo reseco. En tiempos de lluvias, casi siempre, muchas calles eran reto mortal de piedras, lodo y ramas de epazote. Olía a majada de vaca. Casi no había automóviles, ni gente. Había más zaguanes y, como puertas y ventanas, eran de madera. Ya no me traen en brazos y quizá sólo cuando voy a tomar chocolate en agua con mi abuelo vuelvo a usar pantaloncillos cortos con resortes. Solo, sin edad, apenas doy unos pasos me encuentro con una tía a la que no tenía el gusto de conocer… en la casa del general Guerrero me veo subido en uno de sus muretes presenciando el desfile del 9 de agosto o el de las yuntas de San Isidro Labrador. Paso por la escuela donde estudiaron algunos de mis hermanos, por la casa donde vivieron don Bonifacio y Chemita, con quienes mi papá fue a “depositar” a mi mamá después de habérsela robado. Don Boni era la música y el sarcasmo fino andando y, cuando se trasladó a componer estufas y refrigeradores a Cuernavaca con su familia, no había día de su santo que mi papá no fuera a saludar a sus compadres. Trato de recordar qué fregada melodía italiana le arrancaba don Boni a su acordeón parlante, cuando nos recibía, primero en un estrecho departamento al que arribábamos pisando estufas y refrigeradores, después en la casota de un pueblito que ahora es colonia de la ciudad de la eterna primavera, pero como voy rumbo al Santuario, entre puestos de tacos y pozole, chucherías y dijes religiosos, empiezo a chapotear en el lodo junto a peregrinos y danzantes, como cuando era niño. Si sigo andando, empezaré a deslizarme por las calles como en una fotografía en blanco y negro o, como aquel que se pierde en los campos amarillos y se abre paso entre las flores demasiado vivas o bajo centellas arreboladas de Van Gogh, en alguna película de Akira Kurosawa.
Retaceada y confusa, la película de la plazuela de las Siete Esquinas: ladrillos y cemento han achicado su extensión y anulado el enigma de adobe y tejas que me hacía preguntar para dónde jalar en aquel laberinto de cuento. Sé que si sigo caminando, al fondo, a la derecha, voy a llegar a la casa de Abelardo (a cuya mamá la mía llamaba comadre), que está a dos pasos de la plazuela de Señor Santiago. En mis recuerdos, sin embargo, por más que reempiece y diga estoy en las Siete Esquinas, a dos pasos de Señor Santiago, en un pestañeo recalo en la plazuela de San Lucas, del otro lado del pueblo, donde mi mamá acaba de presenciar un jaripeo y nos espera en la puerta del tablado con una cuelga de tapayolas amarillas en el cuello.

Flechando fechas

Ya vivimos en Chilpancingo, pero mi mamá va a Tixtla cada semana y cada vez que hay misas o fiesta. Desde que entra a su calle, empieza a saludar cantadito: ¡Adiós, coma!, ¡Buenas taardes, don Obduliito!… Dejamos atrás el Cine Esperanza, donde alguien, con altavoz, invita a la función doble, dos películas por un solo boleto, esta tarde el Cine Esperanza presenta…, y anunciaba películas de acción, amor y violencia, cuando no, de a tiro, tres peliculotas tres donde el ídolo Pedro Infante chilla, enamora y echa balazos. Y mi mamá, cantando. Hay fechas de rigor, los cumpleaños de vivos y de muertos de Güinda y Cayetano, Semana Santa, Día de Muertos. Mi mamá y mis hermanas seguían yendo a hacer su chocolate como cuando vivían allá. En febrero, íbamos al trapiche “de Ayotzinapa” por cañas, magueyes hervidos y panocha. A la alberca también la llamábamos “de Ayotzinapa”, por su cercanía a la Escuela Normal. Es el manantial otrora acompañado por ancianos sabinos y hoy cercado con malla y alambre de púas que surte de agua el balneario de Teoixtla. No aguantábamos más que un remojón. El agua era muy fría y un clavado era suficiente para llenarnos las manos de burbujas. La fecha estelar era el 9 de agosto. Por nada del mundo se perdían mis hermanas el desfile, al mediodía, y el baile, por la noche. Me incrustaban en un traje oscuro y me llevaban de chaperón a la pachanga, donde me aburría de inspeccionar el Cine Esperanza, al que conocía de mañana y consideraba un enorme y triste jacalón, pero cuyo techo de arquitrabes, en la penumbra, hacía pensar en un castillo de vampiros en decadencia. Me despertaban las trompetas de Carlos Campos, los violines de Pedro Morquecho, las clases del chachachá o Las golondrinas. Mis hermanas aún canturreaban al entrar a la pozolería, abierta desde las cinco de la mañana en honor a don Vicente Guerrero. Yo me iba directo a la cama de la dueña de la casa. Como en una película, despierto con unos años de menos, creyendo escuchar, en la noche, los ladridos de los perros que irremediablemente acompañaban ruidos sospechosos, los pasos del que volvía tarde a casa o el escándalo de parranderos nocturnos. Al menor ladrido, surgía otro, y uno más adelante, y otro, hasta armar una larga y ensordecedora cadena de ladridos. Los pasos seguían rumbo a La Villa, y hacia allá se desplazaba la desatada canción de los perros.
Los sapos, las chicharras, los grillos resultaban entonces un alivio. Con su síncopa discreta orquestaban el silencio.

Chocolate en agua, Tioca

Mi mamá todavía no vendía su casa, y cuando nos quedábamos allá tendíamos petates y colchones en los mosaicos de barro cocido en cuya superficie aún quedaban decoloradas líneas rojas. Antes pasábamos a remojar un pan en chocolate en agua con tía Adela, con Matilde, con Manuel, con mis tíos Maceto o Isidro. “Tomábamos” en el corredor, entre chismes familiares e historias de crímenes o fantasmas, bajo la luz amarillenta, ¡casi ocre!, de un foco pelón. El corredor de la casa de tía Adela aún da al jardín arduo e indefinido que preside un enorme y costroso zapote negro. Lo rodean plantas de grandes hojas y arbustos refractarios a la luz. A la derecha, una tranca permitía el paso al potrero de tío Carlos, a quien llamábamos Tíoca, y a la casa de Juan y Panchita. Ahí tenía Tíoca un puñado de vacas, caballos, marranos, gallinas y uno que otro burro mazorquero. Tenía ocho o diez años cuando Juan, sobrino de Tíoca, y Manuel, hijo de éste, me mandaron traer un becerro para que lo montara. Acepté (aunque no luego luego), y viví para contar que el alocado becerrito no me tiró. Como premio me regalaron la pequeña pila de piedra donde bebían agua los pollos y los pajaritos. En Chilpancingo, mi hermano mayor reconoció la roca tallada a machetazos como artesanía de primera mano y la empleó como cenicero.
Siguiendo a la derecha, pegado a la pared, como impuesto al jardín, el jacalón donde Tíoca tiraba los huesos cuando volvía del campo, tras pasar a encerrar sus bestias al potrero. Era una casita de adobe o bajareque, techo de teja, encalada por fuera y por dentro. Adentro casi no había cosas: una mesita, una silla de palma y un catre de carrizo. En la pared colgaban el machete, un morral y un sombrero. Sorprendía, y no sabía uno cómo ni por qué, la austeridad, el orden y la limpieza absoluta y luminosa del cuarto. Con el tiempo, la sensación que me causaba entrar a “la casita” me permitió sentir la sencillez y la coherencia con que Tíoca iba y venía por el campo y el pueblo, honesto hasta rozar la ingenuidad y de una sola pieza. Alto, delgado, enjuto y con algunos pelos blancuzcos por bigote, daba la pinta de un Quijote de la Mancha campesino y sensato. Cuando venía a Chilpancingo traía manojos de chiles verdes y en vinagre, cebollas, crema y queso. Mientras vivió, cada año le regaló a mi mamá el queso de cincho más grande de su producción, todavía fresco. En mi época basquetbolera recurrí a sus conocimientos de huesero. Me echó aceite de comer en el tobillo hinchado y me lo destorció. Rechazó la venda comercial que le ofrecí, por elástica, y me hizo recortar en tiras una sábana vieja… Todavía no doy crédito a la ocasión en que casi lo obligué a aceptarme un bote de cerveza que, primero no pudo abrir, y segundo, intentó beber por el ángulo agudo de la abertura de la lata. Cierto, en su casa preparaban amargo, anís, rompope y píperman para las fiestas del santo patrono del barrio, pero por lo visto, Tíoca jamás de los jamases había bebido cerveza de bote. Dueño de casas y terrenos, heredó la sencillez y la coherencia vital a sus hijos y demás familiares. Al morir, fue enterrado junto a los muros laterales de la Villa, a la orilla de Tixtla. Antes de bajar a la tumba, don Odilón Ramírez se acercó y levantó el satín plateado que cubría el cuerpo de Tíoca, a quien, tras dedicarle unas palabras le besó un pie.
Don Odilón tenía en Chilpancingo una ferretería que atendían él y sus hijos. Se sigue llamando Las dos flechas. Como mi papá era el encargado de armar o arreglar lo que tuviera que ver con tuberías de agua, impermeabilización (empezábamos por hervir trozos de chapopote en un bidón), electricidad y estufas, o tambos de gas, y como además era de esos señores capaces de descomponer las cosas cuando no juegan poco o tienen qué hacer, que por lo menos primaria y secundaria me las pasé yendo a cortar tubos y a sacarle rosca a la herrería de don Joaqui y comprándole codos y niples, tuercas, tornillos, clavos, cables y cintas de aislar a don Odilón. No hubo vez en que, al darme el vuelto, no me preguntara cómo estaba mi mamá. Por eso lo conocía. Por eso, en cuanto pude le pregunté por el rito tan devoto y extraño, don Odilón me dijo que le había besado un pie “a mi pariente” como una muestra de humildad, cariño y respeto.

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