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EDITORIAL

*Escuadrones de la  muerte en Guerrero

El asesinato de tres estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa la noche del viernes a manos de policías municipales de Iguala, el de un joven futbolista y otras dos personas alcanzadas por balas que notoriamente también iban dirigidas a los normalistas, son hechos atroces e inadmisibles que ponen en entredicho el orden institucional en el estado de Guerrero.
Lo sucedido en Iguala es un nuevo y más aberrante caso de brutalidad policiaca que abre serias interrogantes sobre la convivencia indistinguible de las corporaciones de seguridad con escuadrones de la muerte para asesinar a quienquiera.
El uso criminal de las armas oficiales como ocurrió en Iguala, al amparo de órdenes impartidas por funcionarios del municipio o por el gobierno del estado en el esquema del mando único, desquicia toda noción del Estado de derecho y destroza los principios que rigen la actuación del gobierno.
Se impone por ello una investigación rigurosa de los hechos y un castigo enérgico contra los responsables de esta nueva efusión de sangre inocente.
Para situar en su contexto la matanza del viernes, debe tenerse presente que la participación de los policías municipales de Iguala está precedida de las sospechas públicas que se ciernen sobre el gobierno municipal y sobre el propio alcalde José Luis Abarca Velázquez, por el asesinato del líder social Arturo Hernández Cardona y dos de sus compañeros integrantes de la organización Unidad Popular, triple crimen ocurrido en junio del año pasado.
Asimismo deben tomarse en cuenta hechos recientes en el municipio, que han llevado a representantes de diversos sectores a calificarlo como un lugar peligroso para vivir y para transitar por él.
Tampoco puede pasarse por alto la campaña de estigmatización desatada contra los estudiantes normalistas después del asesinato de dos de ellos a manos también de policías –que pudieron haber sido federales, ministeriales o estatales— el 12 de diciembre de 2011, doble crimen que todavía permanece impune.
Con independencia de lo que establezcan las investigaciones, salta a la vista que los asesinatos de Iguala se incubaron en la impunidad que rodea la muerte de aquellos dos jóvenes normalistas.
El gobierno de Ángel Aguirre Rivero se halla otra vez envuelto en un episodio de ineptitud y negligencia criminal, originadas en la misma insensibilidad de la que dio muestra el 12 de diciembre de 2011.
Es este un patrón de conducta que configura una guerra sucia emprendida contra los movimientos populares en Guerrero, del que no está excluido la intervención federal.
La persistente violencia que se ejerce en Guerrero contra los movimientos sociales, sus integrantes y sus líderes no puede oscurecer el hecho de que nos encontramos ante un acontecimiento insólito. No por la connivencia de autoridades y delincuencia organizada para la represión política, sino por la manera en que ésta se mostró ahora: con disparos a mansalva contra jóvenes y ciudadanos indefensos ejecutados lo mismo por las balas de los cuerpos institucionales del orden que por las de pistoleros de grupos criminales.
Por todo lo anterior, no puede el gobierno del estado hacerse cargo de investigar hechos en los que está involucrado como presunto responsable. Y tampoco parece que será suficiente descargar toda la responsabilidad en los policías municipales, responsables directos de la agresión, como si éstos se mandaran solos. O acudir al expediente fácil de señalar al crimen organizado como un modo de excluir de culpa a los gobernantes.
Es necesario que la investigación de este crimen múltiple sea tomada y realizada por instancias federales, con el fin de que alcance una exposición mayor que permita el escrutinio firme de organismos independientes de derechos humanos del país y del exterior y el seguimiento puntual de la opinión pública nacional e internacional.

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