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Federico Vite

El insular tímido

Cuando se habla de autores inflados por las listas de recomendaciones literarias, de esos escritores que de boca en boca parecen decentes, pero que al tenerlos sobre la página impresa nomás no rinden, ni emocionan. Sí, cuando de ellos se habla, recuerdo las palabras de Gesualdo Bufalino: “Él dice que escribe para curarse a sí mismo, para ventilarse, para lavar su corazón; pero sus libros son vanos, egocéntricos e insulsos. Él nos enferma, nos miente, ni siquiera sabe que su veneno es la arrogancia”.
Bufalino se alejó de las modas, de las propuestas en las que afincan los vendedores de libros todas y cada una de sus empresas promisorias. Pacientemente elaboraba traducciones, sin mediar palabra con editor alguno, sólo por tener versiones respetables de sus libros de cabecera: Las flores del mal, de Charles Baudelaire, y Contrarimas, de Paul-Jean Toulet.
No imagino a Bufalino haber escrito sobre el narcotráfico, la violencia o el amor nada más por el anhelo de volverse famoso. Por ejemplo, en Argos el ciego, aparece un mafioso en el capítulo XVI. El protagonista, el propio Gesualdo, intercambia palabras con ese hombre. Don Nitto le pide ayuda, sólo un par de conceptos, le dice. “Necesito algo sustancioso sobre la patria, el trabajo, libertad. Sobre todo, la libertad”, agrega. El poeta, suntuoso y alusivo, le indica que no puede, no sabe mucho sobre esos ideales. Finalmente, el mafioso le comenta, a propósito de una mujer a la que conocieron desde niña: “Nunca lo hubiera creído: tú, como tantos otros, un aprovechado”. Hay dolor en don Nitto al saber que un poeta mancilló el honor de una damisela. Y a manera de castigo por ese hecho, obliga a que sus matones custodien al protagonista mientras escribe, en una mesa de restaurante, algunas de las ideas sobre un discurso nacionalista, pero ese poeta despotrica contra la patria. “Introduje una malicia, el honorable Nitto se jugó la carrera, yo sigo huyendo”, finaliza el capítulo el también autor de Las mentiras de la noche, quien nos regala una broma para señalar que tanto la camorra como el nacionalismo y las chicas burguesas son patrañas para un poeta.
La prosa de este espíritu refinado se fue cincelando con tiempo, sin prisa alguna por editar o mostrar los borradores de sus libros. De hecho, su lanzamiento al continente literario italiano es muy curioso. Bufalino trabajaba como profesor de lenguas clásicas en localidades aisladas de Sicilia. Una editorial modesta de Palermo le pide que haga un texto para incluirlo en un catálogo de viejas fotografías de Comiso, pueblo natal de Bufalino. Leonardo Sciascia, como buen siciliano, le da una hojeada a ese libro y posteriormente conoce al encargado de esos textos deslumbrantes. Se hacen amigos y lo anima para que publique su primer libro. Después de esas charlas, nace una novela sorprendente: Perorata del apestado (1981). Ese libro, que Bufalino escribió a los 51 años de edad, narra su estancia en un sanatorio para tuberculosos. Con ese libro obtiene el prestigiado galardón Campiello. Ese hecho le permitió publicar toda su producción editorial: Museo de sombras (1982), Argos el ciego (1984), El hombre invadido (1986) y Las mentiras de la noche (Premio Strega, 1988).
Bufalino combatió en la Segunda Guerra Mundial, fue apresado por los alemanes. Logró escapar, enfermó de tuberculosis y fue internado en un sanatorio cerca de Palermo. Regresó a su ciudad natal, se dedicó a la enseñanza y murió en 1996, en un accidente automovilístico, en la carretera que une las localidades de Vittoria y Comiso, en Ragusa.
Bufalino, al final de su vida se encandiló aún más por la poesía. Los editores le llamaban con insistencia para exigirle un nuevo libro, pero nunca dobló las manos. Decía que no había encontrado su nuevo romance literario. Ese caballero tuvo la fuerza necesaria para enfrascarse sólo en los paisajes de su memoria. “Pienso que los primeros diez o doce años de nuestra vida nos configuran por completo. Tengo algunos recuerdos que corroboran esta hipótesis: un día, cuando tenía seis años, arrastré a mi madre de un lado a otro de mi pueblo con el fin de que me leyera los nombres de las calles y esbozar con ellos un rudimentario Panteón nemotécnico. Desde entonces, este impulso de inventariar el universo ha estado siempre muy presente en mí. Más tarde, desde los 35 hasta los 40 años, trabajé, simplemente por gusto, en un interminable libro de los libros, una especie de “suma” de citas. También recuerdo que un día robé en una pescadería un montón de periódicos viejos. Me descubrieron y enrojecí de vergüenza, sobre todo porque, si los hubiera pedido, me los habrían regalado. Todo esto me hace llegar a la conclusión de que el mundo de la escritura ya se me presentaba como algo apetecible y prohibido, relacionado en cualquier caso con una práctica furtiva”, comentó Bufalino en una entrevista, concedida a un diario local de Comiso, antes de su muerte. Sirva este artículo para conocer la obra de este siciliano coquetón, tímido y talentoso. Que tengan buen martes.

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