Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

El tren interoceánico Veracruz-Acapulco que nunca llegó

 Fue esperado durante los años 70 casi com un instrumento de redención

Veracruz-Acapulco

El tren interoceánico Veracruz-Acapulco fue un proyecto nacido al calor de las primeras concesiones para construir ferrocarriles en México, otorgadas por el presidente Anastasio Bustamante (1837-1839). Y resultaba lógico pues tal había sido el eje de la vida económica y política del país desde los tiempos de la Colonia.

Las previsiones optimistas de los primeros concesionarios se basaban más en visiones idealizadas del país, que a la dura realidad de la tierra mexicana. Sus grandes cordilleras, sus macizos montañosos, sus desiertos inhóspitos y sus selvas con climas insalubres. Barreras todas ellas, infranqueables en muchos casos, para el camino de hierro.

Don Francisco Arrillaga, con la concesión del tren Veracruz-México en la bolsa, cantaba anticipadas hazañas: “Transportaría pescado aprovechando la fresca de la noche para los habitantes de México y Puebla.”. Preveía, además, “el magnifico emporio agrícola, industrial y comercial que surgiría gracias a su ferrocarril desde Veracruz hasta Acapulco y desde Guanajuato a Oaxaca”.

La cuentas alegres de don Francisco sumarán menos cero cuando al paso de tres años no haya podido armar una empresa capaz de ejecutar la obra y como consecuencia de ello no haya podido tender un solo metro de vía. Perderá irremisiblemente la concesión y aborrecerá el ferrocarril.

A los nuevos concesionarios les llevará ocho años tender escasamente trece kilómetros de vía Veracruz-El Molino, de los 470 kilómetros de la ruta. Quedará terminada finalmente en 1873, casi medio siglo más tarde que  los ferrocarriles británicos.

“Mucho madre”

En 1869, el diputado Manuel Fernando Soto insiste en la necesidad del tren Veracruz-Acapulco. Argumenta que tal vía sería “útil para el tráfico de Europa y algunos pueblos de América con California, Australia y las naciones del extremo Oriente”. Se podrían establecer, además, grandes depósitos de mercancías que harían de México uno de los países más comerciales del Universo”.

No obstante, de 48 líneas concesionadas en ese año sólo tres se proyectarán del interior hacia el Pacífico, sin consumarse ninguna de ellas, por supuesto.

–¡“Mucho madre para la mar!”– argumentaba un empresario gringo su negativa para invertir en un tren hacia la costa del Pacífico y se refería no a otra cosa que a la colosal Sierra Madre del Sur.

Bajo la presidencia de Manuel El manco González, compadre de don Porfirio Díaz,                                         encargado del “changarro” cuando aquel vacacionaba, se inicia en 1881 el auténtico auge del ferrocarril en México. Se otorgarán entonces las primeras concesiones a compañías estadunidenses, el FC Central Mexicano y el FC Nacional Mexicano.

(Más que para propiciar el desarrollo interno de México, el sistema ferroviario del Porfiriato –casi veinte mil kilómetros de vías– fue concebido como un medio rápido y eficaz para saquear las riquezas del país. Paradójicamente, será de la mayor utilidad para la Revolución de 1910).

Luego de darle vueltas a la madeja sin encontrar la hebra, el gobierno federal abandona el proyecto de un tranvía entre Amacuzac y Acapulco (¿jalado por mulitas?) optando sensatamente por el ferrocarril.

Así, el 8 de julio de 1980, el porfirista secretario de Fomento, Vicente Riva Palacio (1877-1880), firma con el gobernador de Guerrero, Agustín Díaz Bonilla, un contrato para la construcción de un camino de hierro directo entre la ciudad de México y el puerto de Acapulco. Con todo y ser nieto del general Vicente Guerrero, su también tocayo no perdonará la burla a los guerrerenses.

Firmará un documento de tanta importancia con un gobernador tan breve como un suspiro. Díaz Bonilla cubría un tercer interinato del  27 de mayo de 1880 al 7 de junio del mismo año. Tiempo insuficiente aun para armar el más sencillo trenecito de juguete.

Bueno que el sucesor, Diego Álvarez Benítez, pedirá conocer el contrato aludido apenas tome posesión en abril de 1881. Lo asumirá en todas sus partes y un mes más tarde, el 5 de mayo, estará inaugurando los trabajos correspondientes al tramo ferroviario de Chilpancingo. Simbólicamente, pues, como se acostumbra desde entonces en el gobierno.

Tampoco pasará nada

Acapulco volverá a figurar en 1898 como destino final de la línea México-Cuernavaca. La Ley General de Ferrocarriles regulará ese año el otorgamiento de concesiones, atendiendo éstas primero a las necesidades del país. El propio secretario de Hacienda, José Ives Limantour, anuncia cinco rutas prioritarias para 1900, una de las cuales uniría la capital con las costas de Guerrero.

Concesionario del tren Izúcar de Matamoros- Acapulco, el español Delfín Sánchez Juárez venderá su proyecto por incosteable. Le salía   a 39 mil pesos el kilómetro de vía y la distancia a cubrir hasta el puerto era de 380 kilómetros.

Se lo compran los gringos del tren México Cuernavaca, cuya  línea llegaba más allá de Puente de Ixtla. Por tratarse de Acapulco o por tener intereses en la empresa, el ministro Limantour autorizará subsidios verdaderamente exorbitantes –¡24 mil pesos por kilómetro!– con lo cual podrán alcanzar aquellos el río Balsas.

Las cosas, sin embargo, no marchan. A los inversionistas les abruma el reporte de las brigadas de localización y llegan pronto a la conclusión de que aquella empresa es muy superior a sus capacidades. La ruta Chilpancingo-Acapulco requería obras formidables y muy costosas. Había                                         pendientes de 3 y 4 por ciento con curvas muy agudas y cuando menos tres cruzamientos por las cimas de las montañas. Por si fuera poco, la únicas empresas capaces de apoyar económicamente el proyecto, “Las   tres casas españolas” de Acapulco, no lo compartían por razones obvias.

Por fin, el bueno

Alguien presentará entonces una alternativa. Seguir el curso del río Balsas hasta su desembocadura, para de ahí desviarse a Zihuatanejo y luego deslizarse hacia Acapulco bordeando la costa. (¡Que                               viaje, carajo!).

Aquí, por el contrario, las pendientes de uno por ciento serán la principal ventaja, en tanto que el trecho más largo lo problemático. El gobierno se negará a ampliar el kilometraje subvencionado y por el contrario obligará a los concesionarios a construir el ramal Chilpancingo-Acapulco. Se desplomará el interés de los inversionistas y la empresa carente de fondos sólo podrá construir el puente sobre el Balsas.

La concesión será adquirida no obstante por el Central Mexicano, facultado para llegar al puerto por la ruta que mejor le conviniera. Buscándola les sorprenderá el desplome del precio internacional de la plata, desastre usado por los capitalistas como pretexto para demandar una prórroga de plazos. Advertido el gobierno de la maniobra, actuará en forma inflexible cancelando la concesión el 5 de agosto de 1895.

El chucu-chucu

Ajenos a los cochupos de los grandes capitales ingleses, gringos y franceses agandallándose el sistema ferroviario mexicano, junto con muchos otros bienes y recursos de la nación, los porteños se aferraban a la ilusión de un tren. Más que instrumento de desarrollo, como recurso vital para ahogar un antiguo espíritu insular anidado en cada uno de ellos y sentirse finalmente libres.

Por eso aquél día de 1909, todo Acapulco participará jubiloso en la inauguración de la primera vía del ferrocarril del puerto. La ceremonia tendrá lugar doscientos metros después de un túnel abierto expresamente para el paso del tren, en el camino a Pie de la Cuesta, punto final del tendido.

El fandango había empezado en el “muelle del ferrocarril”, localizado frente al hoy edificio Manper, punto inicial de la vía. Las autoridades civiles y militares, fuerzas vivas y la gran sociedad porteñas, se encaminarán desde ese sitio al andén del tren localizado atrás del mismo inmueble. Ahí los miembros de la elite porfiriana abordarán la única locomotora existente y resto de los invitados serán trepados en plataformas rodantes con sillas y bancas sostenidas precariamente.

Una tropa infantil desmadrosa y vocinglera coreará el chucu chucu de la pequeña locomotora y hasta presumirán de sacarle ventaja en sus primeros rodamientos. Saldrá esta a la calle México (hoy 5 de Mayo, frente al cine Tropical), para tomar la hoy calle Parián y luego cruzar el Parazal Fernández (hoy mercado de Artesanías).

El convoy –cuenta don Carlos E. Adame– subirá un puente sobre torres de madera localizado en la calle del Barrio Nuevo (hoy Cuauhtémoc, CFE) para bajar y subir de nuevo esta vez sobre un puente de piedra de ocho metros de alto, sobre la calle del Panteón (hoy Aquiles Serdán). No otro que el famoso Puente Alto que dará nombre al barrio y será referencia urbana por muchos años. La vía continuaba por la parte trasera del Panteón de San Francisco (hoy callejón del Ferrocarril), hasta llegar al Pocito, un venero para abastecer de agua a la máquina (hoy barrio de El Pasito). Y de ahí sobre toda la avenida Costa Grande (hoy Pie de la Cuesta) hasta llegar el túnel referido.

No más pobreza

La pieza oratoria de la ocasión, exaltando grandilocuente la generosidad del presidente Porfirio Díaz –“porque gracias al tren no viviremos jamás en la pobreza”–, terminará con largos silbatazos de la locomotora. Muchos de los ahí presentes escucharán por primera vez aquél sonido crispante y a la mayoría se les pondrá la carne de gallina. Los más viejos derramarán lágrimas de emoción porque finalmente el ferrocarril había llegado a Acapulco.

Vendrá enseguida la revolución y el tren ya no llegará. Aunque si nos llevará.

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