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Arturo Solís Heredia

CANAL PRIVADO

  Tolerancia pasiva

Desde que en este país empezamos a hablar de democracia, ya no como lejana quimera sino como realidad probable y hasta inminente, varias palabras se integraron al lenguaje cotidiano de la mayoría de los mexicanos, no sólo al de los periodistas y políticos.

Así como el gobierno de Salinas de Gortari parió la semántica tecnócrata –globalización, libre comercio y excelencia total, entre otras–, el alfabeto de la democracia incluyó su propia lista, combinando nuevos términos con otros, ya viejos, pero de nueva vigencia: pluralidad, mercadotecnia, derechos humanos, exit polls y, por supuesto, tolerancia. Por alguna razón, ésta última (tolerancia), me ha parecido siempre un tanto tramposa, riesgosa, truculenta y hasta traicionera.

Pero antes de que alguien me condene al destierro por antidemocrático e intolerante –¿qué más?–, exijo la oportunidad para explicar mi resbalón político.

Es cierto, la definición en el diccionario se lee impecable: “Respeto hacia las opiniones o prácticas de los demás, aunque sean contrarias a las nuestras”. Engañosamente clara y amplia, diría yo, porque, por ejemplo, justo antes de tolerancia, aparece la definición de tolerable: “soportable”; y si vamos a la de soportar, las cosas se complican: “resistir”.

Estirando así su significado, el ejercicio de la tolerancia parece incómodo, tenso, ineludible. Muy lejano pues del sentido noble, justo, generoso, civilizado y democrático que sin duda le concedemos en un contexto político.

“¿Por qué lo toleras tanto?”, escuchamos o decimos a menudo, en el ajetreo social de todos los días. De inmediato, confirmamos que la tolerancia en nuestra sociedad se entiende como un error, un exceso de benevolencia, una debilidad, como una actitud que se vuelve, también a menudo, en contra del que la ejerce.

¿Pero qué dicen los politólogos acerca de la tolerancia? ¿Hasta dónde, según ellos, debe llevarse sin caer en excesos? ¿Cuáles son sus fronteras legales, éticas, democráticas?

La mayor parte de los estudiosos del tema coinciden en que sus límites se alcanzan cuando se transgrede el respeto y la libertad del prójimo.

Porque en México es posible, hasta sencillo, en nombre y bajo el amparo de la tolerancia, cometer abusos, infringir la ley, calumniar personas, mentir públicamente, perseguir inocentes, invadir derechos de terceros y despojar patrimonios ajenos, con total y absoluta impunidad.

La situación del transporte urbano en Acapulco es un claro ejemplo.

Para todos es obvia la ilegalidad y la anarquía con la que opera este servicio público: infracciones constantes al reglamento de tránsito, unidades en pésimo estado, choferes sin capacitación y, a menudo, menores de edad, corrupción en la entrega de permisos, rutas saturadas y diseñadas a capricho de los dueños y turnos excesivos y bajos salarios para los operadores, además de estereos y chalanes.

Todos, usuarios, peatones y automovilistas, padecemos diariamente los efectos de este caos, todos coincidimos en la urgencia de corregir, de una vez por todas, este problema. Sin embargo, la actuación de las autoridades es siempre cautelosa y tímida, ofreciendo dialogo y acuerdos con los concesionarios; incluso frente a bloqueos y plantones, la respuesta oficial es casi siempre de negociación.

En pocas palabras, tolerancia. ¿Pero se justifica, en este caso, aún pasando por encima de los derechos de la mayoría y del total desacato a la mínima norma? ¿La tolerancia es una herramienta para soluciones futuras? ¿Hasta qué momento entonces, qué circunstancias son las más propicias para sustituir tolerancia por exigencia?

Lo cierto es que nuestros gobiernos, con escasas excepciones, utilizan el recurso “lucidor” de la tolerancia para no asumir compromisos claros, para eludir decisiones concretas, para disimular ineficiencias, para protegerse de costos políticos o para esconder las verdaderas razones de los conflictos y la manera legítima de resolverlos.

Lo cierto es que las oposiciones, de todos colores, con escasas excepciones, utilizan el argumento “políticamente correcto” de la tolerancia para condenar cualquier intento, válido o no, para hacer respetar la ley y proteger los derechos de terceros.

Pero una cosa es reprimir, abusar y usar la fuerza pública con exceso y otra, muy distinta, hacer respetar la ley con firmeza y sin distingos de ningún tipo.

Diversos estudios de opinión publica, realizados este año, coinciden en que cerca de la mitad de los mexicanos se declara en favor de un líder autoritario. Aunque el dato preocupa, creo que se explica a partir de tres datos adicionales: seis de cada diez mexicanos no están satisfechos con la democracia; siete de cada diez piensan que en el país reina la ilegalidad; y el 72 por ciento cree que el país está controlado por unos cuantos intereses.

Si la percepción que la sociedad mexicana tiene de su realidad es de desorden, impunidad, ingobernabilidad, corrupción, inmovilidad y crisis, es natural que sus opiniones políticas se muevan en sentido opuesto. Es más, no deja de llamar la atención, en esos mismos estudios, que aunque para una tercera parte de la población lo importante no es el orden, tres cuartas partes afirma tener respeto a la autoridad.

Es cierto, muchos de nuestros gobernantes se armarían de valor a la hora de tomar decisiones difíciles, si contaran con el respaldo y la participación de la sociedad. El problema es que, como señaló el periodista Raymundo Riva Palacio la semana pasada en estas páginas, “los mexicanos hablamos mucho pero actuamos poco, o más bien, poquísimo”.

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