Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Renato Ravelo Lecuona

  La eternidad y un día

Dentro el ciclo maratónico de Theo Angelopoulos, ésta La eternidad y un día es una de las cintas que se han podido disfrutar simultáneamente en la Sala Revueltas de la CU y en la Cineteca Nacional.

Este cineasta griego es considerado entre los mejores del mundo por la belleza de sus cintas.

Hay diletantes que me han dicho que Viaje a Citeria, hecha en 1984, es lo más bello que han visto en cine. Por eso mi frustración fue mayor. ¡Que ya ni me cuenten nada! Pareciera que este semidios griego que se encuentra de visita en México llegó como regalo para los privilegiados cercanos a los centros de poder, cuando somos masas ya los espectadores de buen cine, cuando menos en la ciudad de México. La modernidad empresarial no les llega a las instituciones todavía y hacen todo con la rutina burocrática de siempre. Descargada la adrenalina, paso a comentar lo que ví.

La eternidad y un día es una cinta que transcurre con una gran lentitud, una meticulosa descripción de paisajes, situaciones y actitudes humanas que me recordaron mi época juvenil cuando leía largos novelones y la humorística definición de la novela rusa como la historia de una pareja, en cual los personajes ni se aman ni se odian, ni se unen ni se dejan y sobre ello se escriben 800 páginas llenas de melancolía. Esta cinta parece inspirada efectivamente en una novela rusa, salvo que no tiene incursiones psicoanalíticas. Una sociedad desvastada por las guerras entre los estados, no el inconsciente, es el ámbito de los personajes.

Al cinéfilo que disfruta de una puesta en escena bien hecha, le capta el interés por las circunstancias de destrucción social y moral que existe alrededor de los personajes, como una desvastación que heredaban los pueblos griego y albanés en este caso, por las frecuentes guerras europeas y que se reflejan indirectamente en la soledad física o la falta de identidad de los personajes.

En la historia original que se nos presenta, un niño albanés, emigrante ilegal en una ciudad griega, es salvado de la represión policiaca por el personaje de la película que representa a un escritor famoso que casualmente presencia el momento en que ese y otros muchos niños y jóvenes limpiaparabrisas como los de la ciudad de México y otros muchas del tercer mundo, son perseguidos por la policía.

Cuando el niño empezaba su labor en el auto del escritor, suenan la sirenas de patrullas de las que descienden policías corriendo tras los niños para capturarlos como delincuentes, momento de reacción impulsiva en el que el hombre abre la puerta de su auto para que el niño se suba y lo ponga a salvo.

La mañana en que esto sucede, el escritor la dedicaba a despedirse del mundo y de sus seres medianamente queridos, pues tenía que internarse en un hospital para esperar la muerte por un cáncer terminal, resignado y conforme con este destino. Nada patético en el trance y, por el contrario haciendo un balance desastroso de su existencia. Su soledad y el desamparo del niño, “clandestino, ilegal, por no tener papel” según canta Manu Chao, de unos seis años, se tocan como una identidad íntima y existencial que hace clic precisamente en el día de su despedida del mundo. Esta se describe de manera parecida su búsqueda proustiana del tiempo perdido.

Su despedida del ama de llaves, de su perro, de su hija única y de su madre casi al final, se convierte en una reconstrucción de su vida pasada, solipsista, desgarrada por falta de identidad, que toma como símbolo el de un poeta real o imaginario que emigrado de Grecia regresó como un impulso de búsqueda de identidad, a cantar a la rebelión de los griegos contra la dominación turca, un siglo antes, poeta que no había aprendido el idioma del país en el que depositaba su identidad y que le llevó años de andar “comprando palabras” entre la gente hasta alcanzar un lenguaje para integrarse al mundo de su adopción.

La trama que corre en paralelismo simbólico de la existencia desgarrada del escritor, entra en combinación y contrapunto con el niño desamparado que rescató de la policía y luego de una banda de traficantes que secuestraban niños ilegales para venderlos clandestinamente a gente adinerada, historia algo truculenta pero realista en el contexto de la posguerra.

Bajo este planteamiento según lo veo yo, es posible que los cinéfilos disfruten las dos horas de una lenta pero imbricada trama existencial en la que se cruzan muchas historias y circunstancias que tiene la historia, imposible de contar por sus muchísimas sugerencias, como la emotiva identidad que surge al final entre el escritor y el niño que le había vendido la palabra “extranjero” con su coincidente traducción de “extraño en todas partes” que es la clave de la identidad entre ambos, la del niño perdido entre naciones que lo expulsan y el escritor que no encontró nunca su lugar en el mundo.

468 ad