Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Fernando Lasso Echeverría

El 2 de octubre

En 1970, al concluir el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, los objetivos sociales de su Plan de Gobierno habían quedado rezagados, respecto a las expectativas anunciadas, sin embargo, el ámbito económico del país vivía una etapa exitosa. México presentaba una inflación promedio de 2.6%, cifra menor a la que presentaba Estados Unidos en ese momento; el tipo de cambio era igual al de 1954: 12.50 pesos por dólar; los aumentos salariales se habían duplicado en comparación con los existentes 10 años antes; el ingreso per cápita del mexicano pasó de 300 dólares a 700 en el mismo periodo; las reservas internacionales del país, que en 1958 eran de 412 millones de dólares, subieron a 820 en 1969; el Fondo Monetario Internacional utilizaba al peso mexicano como “moneda de reserva” en sus programas de estabilización; no había desequilibrios en la balanza de pagos; el PIB creció uniformemente en el sexenio, promediando el 7% en ese periodo, cifra que representaba casi el doble del crecimiento demográfico; la deuda externa del país, era apenas de 4 mil 263 millones de dólares; los mecanismos de control presupuestal fueron muy estrictos, hecho que si bien no desterró la corrupción, la mantuvo a la baja. Era el “milagro mexicano”, del que tanto se hablaba en el mundo, y que muchos países deseaban para su espacio nacional. Por otro lado, nadie puede tachar a Díaz Ordaz como ladrón, pues fue un funcionario que durante toda su carrera política mostró desapego por el dinero y no se enriqueció en el poder; tuvo honradez personal, algo muy difícil de encontrar en los funcionarios de cualquier nivel hoy en día, sin importar a qué partido pertenezcan.
Sin embargo, y no obstante lo anterior, el sexenio de Díaz Ordaz no es recordado precisamente por esos merecimientos; este gobierno es memorable por represivo y autoritario, y dejó una huella muy profunda de ello, que culminó con la matanza de la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968. Don Gustavo fue un individuo receloso, de carácter introvertido, seco y autoritario, características que le impedían hacer amigos con facilidad; además, este presidente era muy iracundo, irritable e imperativo, defectos inconvenientes para cualquier funcionario, y que se fueron acentuando conforme avanzaba su sexenio gubernamental. Su carácter fuerte e intolerante, ya lo había demostrado antes como secretario de Gobernación, reprimiendo brutalmente a los ferrocarrileros y a los maestros en 1958 y 1959, y en las violentas persecuciones y encarcelamientos de los activistas de izquierda, que simpatizaban con la Revolución Cubana, durante el resto del sexenio lopezmateísta. El delito de “disolución social” fue su argumento preferido para encarcelar a los opositores del sistema de gobierno mexicano.
Expertos en psicología, que han estudiado la personalidad de Díaz Ordaz a través del tiempo, aseguran que su fealdad física –que le provocó en su vida muchos rechazos y burlas en su medio– influyó mucho en las características de su carácter y perfil personal, hecho que lo hacía actuar en forma tan autocrática que rayaba en un autoritarismo francamente patológico, argumentando en forma reiterada, que actuaba defendiendo “la autoridad de la investidura presidencial”; así mismo, el haber sido discípulo político del psicópata poblano Maximino Ávila Camacho –personaje negro de la historia política mexicana– seguramente ayudó mucho a esta formación.
Pero el represor y violento régimen de Díaz Ordaz no inició los conflictos con sus gobernados a través de algún sindicato que trataba de “calar” al nuevo gobierno, como había ocurrido en otros periodos, sino sorprendentemente con la clase médica, segmento de la clase media mexicana prácticamente apolítico, pero sumamente maltratado desde el punto de vista laboral, quienes sin embargo, perdieron su largo conflicto con el gobierno, ya que éste rechazó todas las razonables y justas peticiones del gremio mientras duró la huelga, movimiento que se levantó más por las represiones gubernamentales que por haber cumplido sus objetivos; acceder a ello –decía el presidente– era peligroso para el sistema; los médicos –sobre todo los dirigentes– sufrieron despidos, arrestos y encarcelamientos; cerca de 200 distinguidos médicos –como el gastroenterólogo Norberto Treviño Zapata– jamás pudieron volver a ejercer la medicina institucional. En su primer informe de gobierno, don Gustavo defendió apasionadamente sus razones para haber actuado así: “O nos vamos por el camino que nos señala el derecho, o aceptamos la anarquía” dijo.
Casi simultáneamente o poco después, Díaz Ordaz enfrentaba otros problemas similares, provocados por pugnas e intervenciones del gobierno en instituciones de educación superior en el país, y en los cuales la norma fue la intervención violenta e indebida del ejército: la ocupación militar de la Universidad de Puebla (que ocasionó la destitución del gobernador poblano); la Universidad Nicolaíta de Morelia, invadida y sometida al ejército; el movimiento “estudiantil” de la UNAM, que provocó la destitución del rector Ignacio Chávez, quien por haber apoyado el movimiento médico, le era incómodo al Señor Presidente; las escuelas de Agricultura del país, que unieron sus fuerzas en un movimiento nacional, buscando mayores recursos y mejores métodos educativos, y que fue reprimido violentamente por el gobierno.
Sin embargo, fue el movimiento estudiantil del 68, el peor de todos, por los excesos gubernamentales usados en su contra: la expulsión del zócalo con tanques militares, de los estudiantes que ejercían un plantón en este espacio; la expulsión a bazukazos de grupos estudiantiles en diversas escuelas y la flagrante violación de los espacios del Politécnico y la Universidad, con violentas ocupaciones militares. Este movimiento social totalmente pacífico –pues los estudiantes jamás se armaron– fue una bola de nieve que fue creciendo, ante la ineptitud, el autoritarismo y la soberbia del aparato gubernamental, encabezado por Díaz Ordaz, quien se negó a entablar un diálogo democrático con sus dirigentes, ya constituidos en ese momento en un Consejo Nacional de Huelga, formado por cerca de 250 estudiantes que representaban a todas las escuelas superiores de la capital, y al cual, don Gustavo no le concedía ninguna capacidad de juicio, ni tampoco madurez política o ideológica.
El presidente se refería a ellos como una concentración de jóvenes “pendejos” e inexpertos, manipulados por las figuras tutelares y “venenosas” de sus maestros “rojillos”; afirmaba que los estudiantes eran “carne de cañón” del comunismo internacional, y que los fondos que sostenían el movimiento no sólo salían de los presupuestos universitarios, sino también de las embajadas rusa y cubana; que los jesuitas y el PAN estaban metidos en la agitación, e irrazonablemente llegó a externar también que muchos ex funcionarios lopezmateístas resentidos colaboraban económicamente con el movimiento, todo lo cual traducía una absoluta desinformación al respecto, del “solitario del Palacio”.
El presidente, “acostumbrado al aplauso oficial insincero pero estruendoso –decía Cosío Villegas– estaba imposibilitado para reconocer la existencia de una opinión pública disidente”, con la cual nunca quiso dialogar, porque sus interlocutores tenían ideas diferentes; era un mandatario que sólo dio pie al choque frontal, porque él “sabía” de antemano que sus dialogantes no tenían la razón. Primero el orden y el respeto a la investidura presidencial… Después, “a ver qué pasaba” decía. Para este presidente, los que estaban en contra del sistema eran en realidad antipatriotas, malos mexicanos que no sabían lo que les convenía; la peculiar psicología de este hombre, que era un producto íntegro del sistema, le impedía entenderlo de otra manera.
Lo cierto era que grandes sectores de la población estudiantil en todo el mundo –había que recordar que el primer movimiento estudiantil disidente fue en París– estaban muy politizados por otros acontecimientos internacionales, como la Revolución Cubana, la guerra de Vietnam, el Movimiento de Liberación de Argelia, y la revuelta de los negros norteamericanos contra el racismo, y nuestro país no fue la excepción. Ante estos cambios globales, en México la clase estudiantil empezó a protestar contra el asfixiante clima represivo creado por el régimen priista; la ausencia de democracia, la existencia de presos políticos, el autoritarismo a ultranza, y sobre todo, el monopolio político del PRI, que impedía a la mayoría participar activamente en las estructuras gubernamentales y ascender en la pirámide del poder.
No obstante, el pliego petitorio del Comité de Huelga nunca incluyó nada que pusiera en peligro la estabilidad del sistema político imperante; este documento exigía la desaparición de cuerpos policiacos represivos como los granaderos; castigo a policías que habían golpeado, herido o matado estudiantes; el cese de los jefes policiacos involucrados en estos hechos; indemnización a los familiares de los estudiantes muertos; derogación del delito de “disolución social”, y libertad a los presos políticos. Los estudiantes exigían respeto a los ámbitos universitarios, mejor educación y mayor libertad… sólo eso; pero siempre eran tachados de agitadores comunistas y con ese pretexto, reprimidos una y otra vez en forma brutal. La satisfacción máxima de los estudiantes rebelados hubiese sido satisfecha con el cumplimiento del pliego petitorio, inclusive quizás, en forma parcial, pero nunca hubo generosidad política de parte del rígido, iracundo, hosco y desconfiado presidente de la República.
AL movimiento estudiantil mexicano se le acusaba –además– de querer sabotear las olimpiadas que se llevarían a cabo en la ciudad de México ese año. Por otro lado, Díaz Ordaz, temía que este brote puramente estudiantil en sus inicios, lograra el apoyo popular y se extendiera; a don Gustavo le preocupaba que el movimiento “saliera al campo”, a esa área del país tan abandonada por el sistema y con gente tan paupérrima, que justificaba y facilitaba el estallido de una revolución armada. Había que impedirlo de inmediato. Sin embargo, habría que enfatizar que los estudiantes –quizá por su escasa preparación política– nunca intentaron en forma activa y organizada involucrar a las masas obreras y campesinas en su movimiento; este supuesto fue un temor injustificado de Díaz Ordaz provocado por informaciones dolosas o ingenuas de colaboradores cercanos a él.
La matanza de Tlatelolco fue un hecho sangriento, en donde murieron cientos de personas y detenidas y golpeadas más de 2 mil, que ni el gobierno diazordacista ni los que lo sucedieron, aclararon jamás, pues nunca deslindaron responsabilidades ni castigaron a nadie por este oscuro y cruento evento que desprestigió internacionalmente al régimen político mexicano y provocó la pérdida del consenso entre amplias capas de la población nacional. México fue otro, después de este hecho, pues es indudable que el movimiento estudiantil de 1968 influyó notablemente en la formación del haber democrático del país.
Sin embargo, a pesar de que Díaz Ordaz, asumió públicamente en su último informe de gobierno la responsabilidad del hecho, muchos investigadores siguen preguntándose ¿quién armó la estrategia del 2 de octubre y cuáles fueron sus objetivos reales? ¿Quién disparó al general Hernández Toledo, que llevaba la orden de no disparar a la multitud? ¿En dónde y quienes lanzaron las luces de bengala? ¿Quiénes piloteaban los helicópteros? ¿Cuántos murieron en Tlatelolco? ¿Quiénes fueron los verdaderos responsables de esta tragedia?
Diversos autores afirman que el secretario de Gobernación Luis Echeverría, encaminó el conflicto –mediante diversos mecanismos maquiavélicos– hacia la solución violenta, forzando un enfrentamiento del ejército con los estudiantes, con fines sucesorios; intentaba –y lo logró– “quemar” política y popularmente a la milicia, y de esta manera, quitar del camino a la presidencia al prestigiado político de formación militar y regente de la ciudad de México, Alfonso Corona del Rosal, uno de los tapados más mencionados para suceder a Gustavo Díaz Ordaz.
Publicaciones recientes dan alguna luz al respecto. Jorge Carrillo Olea, en su texto titulado México en riesgo (Ed. Grijalbo 2011) informa claramente que elementos del Estado Mayor Presidencial al mando del teniente coronel Carlos Bermúdez Ávila, dispararon contra el ejército y los estudiantes desde el edificio denominado Molino del Rey, con la finalidad de provocar el zafarrancho, tal como se los había ordenado el general Luis Gutiérrez Oropeza, jefe de esta organización militar. Aquí es de preguntarse: ¿por mandato de Díaz Ordaz? ¿Coludido Gutiérrez Oropeza solamente con Echeverría? ¿O con pleno conocimiento de ambos personajes?
El movimiento estudiantil del 68 no logró quebrar al régimen político instituido, porque nunca fueron esos los objetivos, pero sí expuso interna y externamente la ilegitimidad del sistema. Por eso México nunca fue el mismo después del inolvidable y turbio tlaltelolcazo.

* Presidente de Guerrero Cultural Siglo XXI.

468 ad