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Tomás Tenorio Galindo

Fatalidad, historia y política

La vida pública y la práctica política siguen siendo en Guerrero igual que hace 100 años, excepto por el hecho de que las armas han visto reducida su participación, el número de víctimas es también más pequeño y los desplegados periodísticos han sustituido a las proclamas henchidas de patriotismo. Pero por todo lo demás, las cosas son iguales: persiste el autoritarismo, caen gobernadores y los conceptos de planeación y desarrollo no hallan acomodo en la rutina del conflicto.

Durante sus primeros 150 años de vida, el estado ha carecido de proyecto y de liderazgo. Por increíble que parezca, en ese extenso lapso histórico el estado no ha podido darse un líder ni ha podido articular una idea de largo plazo. Ni un Álvarez, ni un Bravo. Hemos vivido, acaso sin saberlo, un drama. El drama de la orfandad o, si se quiere, de la fatalidad.

Otras entidades han descubierto sus vocaciones y desarrollado una identidad productiva, pero no ha sido así en Guerrero. Aquí, hasta la fecha nadie en la clase dirigente sabe para qué pueden servir 500 kilómetros de litoral. Y lo mismo ocurre con el campo, que yace a la deriva; lo mismo con la industria, que no existe, o con la pesca…, quizá sea el momento de hacer un paréntesis y preguntarnos qué queremos que sea Guerrero y para qué. Si queremos permanecer en la indolencia perpetua, pues que nadie haga nada.

Es un debate que no se ha realizado nunca. Después de un ciclo cargado de violencia, parecía que el sexenio de 1987 a 1993 iba a ser el sexenio definitorio para Guerrero, pero ese periodo se ahogó en el autoritarismo ilustrado. Exactamente como sucedía en el siglo XIX.

En Guerrero la política se ha convertido en el ejercicio de lo inútil. Sin embargo, es en la política donde podrá encontrarse la solución a los centenarios males que aquejan a nuestro estado. Y son los políticos los responsables de hallar y aplicar las fórmulas más convenientes para ello.

Si el gobierno ha evadido su responsabilidad de auspiciar la reflexión creadora sobre los problemas de Guerrero, no tienen excusa para hacer lo mismo el Consejo Electoral, la Universidad Autónoma, las instituciones privadas de educación superior o los medios de comunicación.

Pero menos podrán tener excusa los partidos políticos, que son las instituciones de interés público sobre cuyas espaldas recae precisamente la tarea de hacer propuestas para un constructivo ejercicio de gobierno. Los partidos tienen adquirido por partida doble ese compromiso, pues también de la calidad de sus propuestas depende el favor que la sociedad les dispense.

Lo que no debería suceder, sobre todo en vísperas de un proceso electoral, es que el tiempo siga transcurriendo sin tomar a este toro por los cuernos. Así fuera con un propósito coyuntural, las fuerzas de oposición están obligadas a auspiciar con mayor ímpetu este debate sobre el pasado, el presente y el futuro de nuestro estado. Quizá así pueda impedirse que pasemos otros seis años en brazos de la inercia destructiva.

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