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Anituy Rebolledo Ayerdi

Sesquicentenario del Himno Nacional Mexicano, auspiciado por Santa Anna

 Traumas

El Himno Nacional Mexicano nace bajo los auspicios del dictador Antonio López de Santa Anna, a pocos años de la invasión estadunidense a México y a la pérdida como consecuencia de ella de gran parte de su territorio. Su convocatoria saldrá de un ministerio santanista a cargo de Joaquín Velázquez de León, uno de los notables cretinos que traerán más tarde a Maximiliano.

Un México traumatizado por tan dramáticas experiencias, desmoralizado, con grandes agravios     y sin esperanzas, encontrará falsa la pretensión del nuevo canto como un elemento de identidad y unificación nacional. ¿Cómo es que hoy nos convoca a morir por la patria quien apenas ayer corrió ante el invasor gringo?, se preguntaba la gente, rechazándolo, por supuesto.

Por eso, diez años más tarde, frente a las bayonetas francesas, pocos mexicanos se sentirán aludidos con el más si osare un extraño enemigo y mucho menos con aquello de piensa, oh patria querida, que el cielo un soldado en cada hijo te dio. Muchos, por el contrario, morirán por la bandera                                     napoleónica.

El más–si–osare se contraerá en un relajiento masiosare y como tal se conocerá el “canto verdaderamente patriótico”, aspiración de la convocatoria santanista.

–¡ El Masiosare! maestro!–será una petición usual para músicos en fandangos, piqueras y pulquerías.

Joaquín Velázquez de León es titular de la Secretaría de Fomento, Colonización, Industria y Comercio, y a través de tan larga denominación convoca a dos concursos. Uno dirigido a los poetas para escribir el canto patriótico y otro a los músicos para llevar al papel pautado el texto triunfador. La idea original y su desarrollo se acreditan, sin embargo, al oficial mayor Miguel Lerdo de Tejada.

Valientes indianos

Propuestas anteriores habían fracasado en torno a un himno para exaltar el amor a la patria. Un primer caso, el del   hidalguense José María Garmendia :

 

A las armas, valientes indianos;

a las armas corred con valor:

el partido seguid de Iturbide;

seamos libres y que no haya opresión.

 

El 7 de agosto de 1849, durante el gobierno del presidente José Joaquín de Herrera, fundador del estado de Guerrero, tiene lugar un certamen auspiciado por la Academia de San Juan de Letrán. Resulta ganador un texto del estadunidense Andrew Davies Bradburn, musicalizado por el austriaco Henry Hertz.

 

Truene, truene, el cañón; que el acero

en las olas de sangre se tiña

Al combate  volemos; que ciña

nuestras sienes laurel inmortal

Nada importa morir si, con gloria,

una bala enemiga nos hiere;

que es inmenso placer, al que muere,

ver su enseña, triunfante, ondear.

 

También lo intentarán por esos días el poeta cubano Juan Miguel Lozada y el compositor europeo Karl Bochsa.

México, no obstante los malos tiempos, era una plaza magnifica para artistas extranjeros, particularmente compañías operísticas italianas. Cubrían una intensa actividad escénica en foros como el Gran Teatro y el Teatro Santa Anna, más tarde teatro Nacional.

El compositor italiano Antonio Barilli aprovecha el cumpleaños del presidente Mariano Arista –8 de septiembre de 1850–, para presentar su proyecto de himno mexicano. El mandatario, sin embargo, no podrá escucharlo porque a determinada altura del festejo roncará como fuelle viejo. Y vaya que don Mariano tenía el sueño pesado. Soldados franceses lo sorprenderán durmiendo en plena batalla, igual que a Santa Anna los gringos en San Patricio, con un epílogo increíble. El general Arista                                     despertará engrillado a bordo de una nave francesa y con ganas de vomitar.

Otros intentos fallidos entre 1850 y 1853 corresponderán a los músicos Max Maretzek, húngaro, e Ignacio Pellegrini, italiano.

Granados Maldonado

La búsqueda de un himno para México llega a su fin el 12 de noviembre de 1853, luego de conocerse el resultado de convocatoria oficial. Resulta ganador, entre 24 concursantes, el poeta de San Luis Potosí, Francisco González Bocanegra, con un                                     lema tremendísimo: “Volemos al combate, a la venganza, y el que niegue su pecho a la esperanza,  hunda en el polvo la cobarde frente”.

No obstante la respetabilidad del jurado –José Bernardo Couto, José Joaquín Pesado y Manuel Carpio–, habrá protestas y acusaciones de favoritismo por parte de algunos perdedores.

Aunque derrotado, no estará entre aquellos el poeta y dramaturgo de Chilpancingo, Francisco Granados                                     Maldonado (1811-1872). Y no podía estarlo porque, además de tocayos, lo unía con González una amistad muy sólida. Fruto de la ella será un libro conjunto de poemas titulado Semana de las señoritas. Ambos cuates, ahora en terrenos más prosaicos, le darán vuelo a la hilacha en las noches sicalípticas de una época recatadísima. La vía será un nombramiento a favor del poeta potosino en calidad de censor capitalino de espectáculos.

El concurso para ponerle música al poema de González Bocanegra, con 12 participantes, lo ganará el músico catalán Jaime Nunó, inspector de bandas militares llegado de Cuba.

El estreno

El Himno Nacional Mexicano será estrenado la noche del 15 de septiembre de 1853 en el Teatro Santa Anna, en el marco de los festejos de la Independencia Nacional. Lo interpretará una compañía italiana de ópera dirigida por el maestros Juan Botessi, llevando como solistas a la soprano Claudia Florentini y el tenor Lorenzo Salvi.

La sala empezará a vaciarse durante el discurso oficial, a cargo del propio González Bocanegra, una vez confirmada la ausencia del Presidente. El viejo lépero había preferido atender en un palenque cercano una pelea de compromiso, llevando él un gallo filipino adquirido en Acapulco. (El pomposo general                                     había estado efectivamente                                     en el puerto, seis meses atrás. La ocasión en que vino dispuesto a “partirle la madre en diez minutos a los conjurados de La Providencia”. Don Diego Álvarez se encargará de hacerlo tragar una a una sus palabras, dándole a la vez una de las peores corretizas de su vida).

La función se repetirá la noche del 16, ahora si con asistencia del     dictador. El himno será interpretado esta vez por la soprano Balbina Stefennone y el propio tenor Salvi. La sola presencia de aquél dará finalmente carácter oficial a la obra, aunque deberán transcurrir casi cien años, 1942, para su oficialización como himno nacional de los mexicanos. Un Santa Anna condescendiente  felicitará a los autores e intérpretes:

–¡Magnifico, poeta, magnífico! –le dice golpeándole amistosamente el hombro.

–No es la Marsellesa pero es un buen himno, ¿no? –¡Magnífico, sí, magnífico! Dígame, poeta, me queda una duda: Cuando usted menciona en una estrofa al “guerrero inmortal de Zempoala” ¿se refiere acaso a mi humilde persona?

La socarrona pregunta provoca una carcajada estruendosa de los aduladores circunstantes, dejando al interlocutor sin respuesta.

–¡Ah, que mi general tan ocurrente!– exclama uno de aquellos –¿ Quién otro podría serlo sino usted, señor? Aunque a mi entender, señor, dicho con todo respeto, el poeta Bocanegra se quedó corto al cantar sus hazañas.

Aludía el fatídico histrión a la cuarta de las diez estrofas originales del poema. La que, como sugerían los poetas derrotados, había dado el triunfo al sanluiseño.

 

Del guerrero inmortal de Zempoala,

te defiende la espada terrible

y sostiene su brazo invencible

tu sagrado pendón tricolor.

 

El será del feliz mexicano

en la paz y en la guerra el caudillo

porque supo sus armas de brillo

circundar en los campos de honor.

 

El triunfo del Plan de Ayutla echará a la ridícula Alteza Serenísima y de su himno nadie se acordará. Volverá a ejecutarse al asumir la presidencia don Juan Álvarez y será entonces cuando se popularice como canto patriótico. Ello después de que don Benito Juárez, Ministro de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública, le meta mano al texto. Tachará dos estrofas de 16 versos, 88 palabras en total, la anterior dedicada a Santa Anna y la cuarta al cursi Agustín I.

 

Si a la lid contra hueste enemiga

nos convoca la trompa guerrera

de Iturbide la sacra bandera

¡mexicanos, valientes, seguid!

 

Y los fieros bridones le sirvan

las vencidas enseñas de alfombras,

los laureles de triunfo den sombra

a la frente del bravo adalid.

 

Es el mexicano, dicen especialistas, el único himno nacional que no es radicalmente guerrero y señalan como ejemplo de ello las estrofas que hablan de paz y de la vuelta a los hogares. No faltan quienes se pronuncien por una reinterpretación del canto, capaz de actualizar su lenguaje decimonónico o por lo menos que los maestros expliquen a los niños el significado de las palabras incomprensibles. Un tercer segmento, por el contrario, iría más allá. Demandaría cambios en el texto para matizar su tremendo belicismo y eliminar los torrentes de sangre brotando de sus versos.

 

En sangrientos combates los vistes

ya nomás de tus hijos la sangre

en las olas de sangre empapad

tus campiñas con sangre se rieguen

sobre sangre se estampe tu pie

a su espada sangrienta enlazada.

 

Un tema de antigua data, ciertamente. Ante un planteamiento similar, el presidente Juárez había respondido:

–¡Ni una nota, ni una palabra se le quite al himno!

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