Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

* Otrasedades tixtlecas / 3

*En la casa de mi mamá, mis hermanos podían intercambiar recuerdos y hasta pelearse por ellos; yo persigo mis recuerdos fugaces, mi sola mirada buscándose en calles y otrasedades de Tixtla.

Cayetano

Ya no jugué a Tarzán, con mis hermanos, en las ramas del ciruelo mayor. Me tocó, en cambio, tomar con mi abuelo. Tomar es algo así como merendar, en Tixtla. Cayetano llegaba del campo y, sin traspasar la puerta, iba por mí. Me recibía de la mano y me echaba un gabán encima, y ponía mi banquito de madera bajo el ciruelo, frente al de él. Bebíamos chocolate en agua, hacía como que platicaba conmigo y me llevaba de regreso.
Mi abuelo murió el mismo día que nació Carlos. Ya vivíamos en Chilpancingo. Tendría yo cerca de cinco años, pero recuerdo que a una de mis hermanas no le había gustado nada que naciera Carlos y, con una indignación tipo Güinda pero al revés, en su pataleo arrasó con algunos pollitos que andaban por ahí. Con el tiempo, las pláticas familiares suelen seguir un solo cauce; su revuelo facilita el enfoque íntimo del pasado más o menos común, incluyendo desde luego lo que no sabíamos que sabíamos y hasta lo que no nos tocó vivir. Aun así, por elemental discreción decidí no mencionar a los hijos y demás parientes de las personas que aquí evoco (Job es la excepción obligada), y no falta el ciudadano de mis recuerdos al que, para no joder, le puse otro nombre. Desecho los díceres familiares sobre el día en que salí de Niño Dios en el carro alegórico dedicado a la Virgen de la Natividad. Ignoro por completo a Chote, el mecapalero “robachicos” con que me amenazaban constantemente aunque no me negara a comer. Casi le doy borrón al patio de los cerdos asesinos. Nada que ver con la historia que traemos en la piel, siempre dispuesta al drama y al fotoshop.
Cayetano murió de madrugada. Regresó de Chilpancingo, adonde viajó para conocer a Carlos, pasó a casa de doña Trini, que vendía buen amargo y donde brindó por su nuevo nieto. En su cobertizo, sacó sus reservas de mezcal. Hasta que empezó a sentir retortijones en el estómago. Éstos arreciaron, y cuando todo indicaba que se trataba de un cólico fuera de serie, corrió a la puerta de Güinda. En sus tiempos jóvenes, e incluso antes de que se le soltara la lengua, cuando llegaba tarde y en copas y no encontraba la llave de la puerta principal, gritaba, “¡No traigo llave, hermosa, chaparrita de mis amores!… ¡Ábreme, gallina copetona!…” Ahora traía purgatorio e infierno en el estómago. Se atrevió a cruzar la puerta que dividía los patios y casi a rastras pudo llegar al cuarto de Güinda. “Ábreme, traigo un cólico muy fuerte, me vengo muriendo. Ábreme, Güinda –repitió–, me está llevando la chingada”.
Adentro, Güinda había apagado la luz.

Croquis de recuerdos

Si estos recuerdos fueran un croquis, ya habrían registrado que la casa de mi mamá quedaba entre la casa de tía Adela y el patio de Cayetano. Mis recuerdos de niño abarcan la casa vacía, el corredor de paredes de adobe deslavadas insinuando los rojos, amarillos y azules con que se vieron alguna vez, la bugambilia roja-morada que crecía junto el muro del patio y que en lo alto se arrebolaba con la bugambilia amarillo-violeta que crecía del otro lado. De la vigueta del corredor que conectaba el fogón de ladrillos con el jardincito pendía un piñón de roca que en un tiempo sirvió para purificar el agua. Tal vez porque no conocí o no recuerdo la casa en mejores épocas, o porque aunque me acordara sería difícil reconocerla en tal brutal abandono, en diversas épocas el piñón de piedra ha conjugado en mi imaginación esa parte del corredor y la vida que me faltó vivir y que de vez en cuando añoro tenazmente, gota por gota. Mis hermanos podían intercambiar recuerdos y hasta pelearse por ellos; yo persigo mis recuerdos fugaces, mi sola mirada buscándose en calles y otrasedades de Tixtla. No sería extraño que, como a cualquier fantasma que no sabe atravesar espejos, del otro lado de la memoria no aparezca sino la nada, quizá la peor manera con que podemos caer en manos de nuestro yo.
El piñón es lo único que no se ha movido de lugar; de roca, no sabe nada, ni siquiera del tiempo que resguarda. Al fondo, las bugambilias incendian los adobes de rojo. A la derecha, la tranca que daba al patio del ciruelo bajo el que Cayetano me llevaba a tomar chololate en agua.

De casas

Durante muchos años mi mamá se negó a vender su casa, como desde que nos venimos a Chilpancingo empezó a sugerir mi papá. Vendió un terreno lejano, que no sabía ni dónde quedaba. Prestó el terreno de la laguna a unos medieros, pero como en tres años nunca recibió su mita y nomás hacía corajes, al cuarto lo malvendió. Luego mercó el patio de los ciruelos. La casa le duró hasta el final. Ahí funcionó una escuela de tarima. Ahí ensayaba el grupo donde Juan tocaba el arpa y Daniel cantaba lo mismo La iguana famosa que El gallito de Guerrero y otras de su inspiración. Rentaba la casa, la prestaba, pero no le preocupaba que estuviera vacía. Tal vez le recordaba el pasado y el porvenir, el bullicio familiar que fluyó ahí y las pláticas de un patio a otro, el aletear de las bugambilias rojimoradas y toda la vida que, nomás llegando ahí, volvía a vivir. “El día de mi santo, mis amiguitas, parientes y vecinos me paseaban media cuadra en medio de un arco de flores del que colgaban los regalos que iban a darme. Nunca faltaba el vestidito que me cosía mi mamá”. Podía salir a cuento la fiestaza que Güinda le hizo a los ocho años, el hermanito que se murió al nacer o del tío Vicente, un zapatista que después de la revolución consiguió pareja en Mayanalán y allá se quedó a vivir. Hacía años que había muerto mi papá cuando me dijo: “¿Y si compráramos la casa y nos fuéramos a vivir a Tixtla?”. De más grande, se acordaba de su casa y se le humedecían los ojos. Si seguía platicando, lloraba.
La casa que seguía estaba unida con la de mi mamá por las bugambilias de todos colores y porque ahí vivían mis tíos Maceto e Isidro. Éste, con Celerina, su mujer. De vez en cuando decíamos, vamos a saludar al tío Isidro o a Maceto, pero por lo general planteábamos, vamos a casa de Cele.

Cele

Maceto e Isidro podían estar o no en casa, pero era imprescindible que estuviera Celerina. Y es que Cele se llevaba las palmas y los sombreros. Mientras tuvo fuerza para cargar el canastón, Cele surtió de pan, cecina, carne enchilada, chorizo, queso y crema de Tixtla los restoranes popis de Chilpancingo. De niño, me recibía con gusto cantarín, sacaba una tortilla del comal, le ponía sal, la enrollaba y en un extremo le modelaba unos cuernos de toro. Se echaba una breve perorata y me entregaba el torito de masa caliente entre rimas cantadas que a veces me suenan al Quijote y a veces a parlamento de los doce pares de Francia.
Parientes y vecinos estaban convencidos de que entre Maceto e Isidro no hacía ni la mitad de un hombre trabajador y responsable. Con sus viajes mercantiles a Chilpancingo, Cele mantenía el fervor gallero de su marido y el gusto por “la guitarrita” y las desveladas de su cuñado. Desde luego, a sus hijos, Floriberta (quien luego se llamaría Antonia), que estaba en la escuela, y Ferdinando, que no encontraba trabajo y de quien, por los vecinos y desde luego por sus zapatos charolados de dos colores, sus pantalones bombachos, su copete pachuco y dos o tres expresiones en inglés que traía bien aceitadas, supimos que durante dos años estuvo trabajando en los campos de melones y manzanas de California.

Tío Isidro

La casa de Celerina tenía corredor, patio y dimensiones semejantes a la de mi mamá, con las paredes y el patio dibujados al revés. Para llegar al comal, había que pasar a admirar los gallos de pelea que tío Isidro mantenía en jaulas de dos y hasta tres cajones. Si lo encontrábamos, aprovechaba para enseñarnos el giro copetón que acababa de traer de Aguascalientes, el rodailo para engordar la raza, el colorado, que tiene parientes americanos. Tío Isidro hablaba tan rápido que sólo alcanzábamos a entenderle la mitad. De la mitad, quedaban sólo los disparates que sembraba en su charla con enfermiza adicción. Era delgado, nervioso y de nariz afilada. Se movía constantemente y los picoteos con que platicaba le daban toda la pinta de un colorado simpático y belicoso.
Mi mamá solía regañarlo, por disparatero. A veces le insinuaba cuánto la entristecía y fastidiaba que por mantener a sus aves no trabajara como debía y tuviera abandonada a Cele. Cuando tenía oportunidad, se lo decía en su cara de gallo. Quizá Isidro se sentía abandonado por mi madre. Incomprendido. Sólo al hecho de que nos habíamos ido a vivir a Chilpancingo podía atribuir que mis hermanas se taparan las narices frente a las jaulas cuando él trataba de enseñarles los gallos y de paso explicarles porqué ahorita no trabajaba y en qué consistía su plan de ganar –esta vez sí, ¡me rechicanso que sí!– por lo menos cinco de seis peleas en la próxima feria de Mochitlán.
Ya tomaba cerveza la tarde en que se encabronó con nosotros. La mesa era familiar, pero larga. Festejábamos el bautizo de J., hijo de María y Paco. No conformes con que mi mamá fuera su madrina, ellos querían emparentar con mi hermano mayor y lo escogieron de padrino de pila. Paco tenía fama de muy trabajador, y lo era. Tenía diez vacas lecheras. Ni una más. Sin hacer números, había llegado a la conclusión de que con diez vacas respondía a su clientela, y de que sumar una sola más podía echar a perder, además de su matemática natural, la proverbial paciencia que lo caracterizaba. Ordeñaba, montaba los picheles en su camioneta y salía a repartir la leche cruda y tibia en las calles de Tixtla, mientras María vendía en el mercado crema y quesos frescos en un dos por tres. Paco se levantó de la mesa, explicó que como el muchacho que hoy le iba a ayudar en la ordeña no llegaba y ya iba a anochecer, él mismo iba a ordeñar. No se tardaba, ordeñando era una flecha. ¡Pero ya lleva varias cervezas en el pecho, compadre!, protestó Luis. Nomás cinco, corrigió Paco. Y ¡Por eso –vociferó Luis–, ¡no vaya usted a confundirse y le dé por ordeñar al toro, compadre!…
Ya llevábamos varias superiores, cierto, cuando alguien avisó que tío Isidro acababa de llegar a su casa, y mi mamá lo mandó traer. Llegó con su típica alharaca, y alegre y dramáticamente se puso a platicar hasta lo que no. En eso sirvieron una ronda de cervezas. Quizá porque, encantado por su presencia, yo le hacía preguntas y plática, alguien consideró que ya se me habían pasado los tragos, quizá sólo por el ánimo relajiento que imperaba, me destinaron una botella de cerveza llena de agua. Desde que la probé me di cuenta del truco pero hice como que no. En lo que dejaron de sonreír y seguían platicando, cambié mi falsa Superior con la que estaba más cerca de mi mano, que resultó ser la de mi tío Isidro, nada menos.
Él no le hizo al cuento, escupió el buche de agua como si fuera veneno o una burla que le teníamos preparada, y sin dejar hablar a nadie salió de la casa de tres o cuatro brincos, abanicando los brazos y tirando al aire picotazos rencorosos e inentendibles.
Así como lo regañaba, mi mamá sabía contentarlo. De todos modos mis hermanos ya casi no iban a Tixtla. En esta época, antes de ir por un abrazo y un marquesote a la panadería de la madrina Tala, yo prefería ir a gorrearle a Job un mezcal de punta y un buen carrizo de palabras.
De vez en cuando sabíamos que tío Isidro insistía en darles con la mano bolitas de masa de maíz, cecina y papaloquelite a los gallos, mientras les hacía plática o los ponía al tiro aplicándoles una de José Alfredo Jiménez, sin que ninguna otra cosa del mundo le importara. Juntaba dinero para apostarles a sus aves en los palenques de las ferias regionales, y con el tiempo a él mismo se le fue olvidando las dos o tres únicas peleas en que sus gallos salieron triunfantes.

468 ad