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Alba Teresa Estrada

La masacre de Iguala y los gobiernos del PRD: darse un tiro en la sien

Los gravísimos sucesos ocurridos en Iguala entre la noche del viernes 26 y la madrugada del sábado 27 de septiembre exhiben a extremos intolerables el talante de quienes gobiernan este país. Seis víctimas mortales –tres estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa y tres personas ajenas a la institución–, 17 heridos, algunos de gravedad, y 43 desaparecidos es el saldo trágico de la acción descabellada, irracional e inhumana que involucra de manera directa al alcalde de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, a su jefe de seguridad Felipe Flores Velázquez, y a 22 policías municipales pero, también, de manera no directa aunque ineludible, al gobernador del estado Ángel Heladio Aguirre Rivero.
Si alguna cosa hacía falta en efeméride tan memorable para los estudiantes y el pueblo mexicanos como el 2 de octubre, el macabro episodio que inició la noche del 26 en Iguala marca el preludio de un nuevo capítulo ominoso en la historia interminable de los abusos del poder en México. Rogamos por que los jóvenes aparezcan con vida; pero no sería extraño que aparecieran sin vida o que no aparecieran, o que los cuerpos hallados en fosas clandestinas cerca del lugar de la agresión fueran los de los estudiantes. La implicación del crimen organizado en estos sucesos se hace patente –y, con ello, la connivencia flagrante entre crimen y políticos de todo signo–, si vemos a Julio César Mondragón, el joven sin rostro, como un indicio de intervención de la mafia y de sus métodos. ¿Qué clase de policía haría eso?, se preguntaba un dirigente de Ayotzinapa. Tal vez un policía entrenado por el narco, o un pistolero que se mueve en ese limbo sin fronteras en que se han convertido las fuerzas de seguridad mexicanas y el sicariato.
¿Qué hay detrás de todo esto? ¿A quién le conviene exacerbar el clima de protesta y exasperación? ¿A quién le conviene la radicalización de los jóvenes agredidos? ¿A quién le conviene que escale la violencia? ¿A quién le conviene la polarización política y el descrédito de los gobiernos perredistas? Porque si no hay cálculo político e intencionalidad encubierta detrás de los aberrantes sucesos, entonces hay imbecilidad pura, irracionalidad desbocada, ineptitud inconmensurable. Equivaldría por parte de los gobiernos perredistas de Iguala y del estado de Guerrero a darse, no un balazo en el pie, sino un tiro en la sien.
Podemos esgrimir la hipótesis de que detrás de los hechos de Iguala intervino el caciquismo priista que acecha para intentar un relevo en el poder, apoyado por la torpeza e ineptitud de los gobiernos perredistas. Podemos, también, especular si las lealtades políticas de los gobernantes que llegaron bajo la bandera del sol amarillo no tienen un tufo tricolor y se preparan voluntariamente a devolver la estafeta. Pero trátese de un acto deliberado o de algo donde hubo mano negra, los gobiernos perredistas quedan muy mal parados.
La responsabilidad de José Luis Abarca Velázquez es grave por donde se le vea: ya sea que mande o que no mande. Si él ordenó la matanza, lo muestra como un munícipe intolerante, autoritario, insensible y represor. Ello, por cierto, es consistente con las acusaciones que pesan sobre él, de haber sido el autor intelectual del levantamiento, tortura y asesinato de Arturo Hernández Cardona, Félix Rafael Bandera Román y Ángel Román Pérez, dirigentes de Unidad Popular de Iguala. Si no manda, y la policía actuó sin control de su parte, quiere decir que abdicó a sus responsabilidades como primer responsable de un ayuntamiento elegido por el voto popular para velar por el bien común; que cedió el poder de mando. Se ha publicado en la prensa que Salomón Pineda Villa, El Molón, hermano de su esposa, es capo del cártel que controla la plaza de Iguala. Si es así, quiere decir que la posible presencia e intervención de sicarios en la represión a los normalistas de Ayotzinapa no es casual, sino clara evidencia de que el crimen organizado tiene una presencia orgánica en éste y en otros gobiernos municipales donde controla, específicamente, los cuerpos de seguridad, las áreas financieras y el presupuesto para obra pública. Controlan muchos gobiernos municipales –en este caso el de Iguala–, y habría que preguntarse a cuántos gobiernos estatales y secretarías de estado; cuáles agencias y a qué funcionarios de los gobiernos municipal, estatal y federal.
Por su parte, el gobierno del estado, encabezado por Ángel Aguirre, tiene responsabilidades compartidas aunque sea por omisión. Nada hizo para aclarar la muerte de Hernández y sus compañeros hace casi año y medio, como no ha hecho nada frente a los asesinatos de Eva Alarcón y Marcial Bautista; de Juventina Villa Mojica y su hijo Reynaldo; de Rocío Mesino, de Raymundo Velázquez Flores y de otros luchadores y luchadoras sociales. Fue omiso antes y es omiso ahora dándole a Abarca Velázquez la oportunidad de huir.
Es claro que la responsabilidad va subiendo de nivel. No se trata del problema de un partido o unos gobernantes, sino del régimen y del sistema de partidos, de la clase de patraña que hemos aceptado como democracia. Indignan, por ello, las agresiones contra una construcción institucional tan admirable y democrática como la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Policía Comunitaria (CRAC-PC) que está siendo socavada y dividida internamente y desde el poder. Porque es el poder el que ordenó la detención de verdaderos representantes del interés común, con enorme legitimidad, como Nestora Salgado, Bernardino García, Gonzalo Molina, Arturo Campos Herrera y otros dirigentes de la CRAC-PC; el que está detrás de las tácticas divisoras de Eliseo Villar, y detrás de la detención de defensores del territorio y del medio ambiente como Marco Antonio Suástegui (vocero del Cecop). Tlachinollan ha señalado en su XX informe que hay más prisioneros en Guerrero por defender el territorio, la seguridad y el medio ambiente, que por haber cometido un homicidio. Guerrero figura entre las cinco entidades con mayor número de reportes de agresiones contra defensoras y defensores de los derechos humanos.
¿Dónde habrá de detenerse este proceso? Eso es un destino incierto, pero los indicios no auguran nada bueno: más muertes, más crímenes, más infamia, más injusticia y corrupción… mientras la sociedad no ponga límite al poder de los políticos.
Esto no se detiene aquí como no se originó en un instante. Su origen está en la larga descomposición del régimen, en sus continuidades cómplices y su corrupción; en la impunidad y la ausencia de justicia. En la entronización de los infames. En la larga tragicomedia de una nación que pretendió transitar a la democracia sin hacer un ajuste de cuentas con el pasado, sin poner en el banquillo de los acusados al autoritarismo ni enjuiciar a los criminales; que simuló cambiar para que todo siguiera igual. El 68 en México y el 60 en Guerrero inauguran un ciclo de protesta y represión. En el 68 y años subsiguientes, el Estado mexicano no dudó en eliminar selectivamente a la intelligentia y a la juventud crítica –en descabezar a una generación entera y suprimir a todo aquél que luchara y se opusiera–, con tal de seguir haciendo del poder político su botín. En esta nueva guerra sucia que el poder y el mercado han lanzado desde inicios del calderonismo sobre la población civil de México –con mayor ahínco en ciertos estados–, algo ha cambiado: la tarea sucia ha quedado, siguiendo las leyes del mercado, en manos del mejor postor. El Estado renuncia al monopolio legítimo de la violencia y hasta a una parte de la hacienda pública, para ceder el control social y la fuerza represora a empresarios privados de la violencia criminal.
El análisis es preocupante ya sea que interpretemos la tragedia de Iguala como obra de la torpeza, como resultado del cálculo político o como indicio inocultable del descontrol de una fuerza letal a la que el Estado no es capaz de contener porque, como el Alien, ha anidado ya en su propia entraña.

* Doctoar en sociología política e investigadora del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Ciencias y Humanidades de la UNAM.

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