Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

El pan nuestro

 Conchas, virotes, cemitas y chilindrinas en la historia de Acapulco

El pan es el tuétano de los hombres: Homero

Pan de pata

El pan francés será de consumo corriente en Acapulco durante su ocupación por tropas napoleónicas. Si bien se horneaba exclusivamente para los soldados de ocupación, los tahoneros castrenses se daban sus mañas para surtir clandestinamente a varias familias porteñas. Estas, sin embargo, disminuiránlos pedidos o de plano los cancelarán cuando conozcan el método usado para el amasijo.

Harina, agua y levadura se vaciaban en una gran batea de madera y enseguida varios soldados brincoteaban en ella con los pies desnudos. Paraban sólo hasta que la masa estuviera lista para el horno. Un auténtico martirio para aquellos jóvenes obsesionados con la idea de que el mal de pinto entraba por la planta del pie. Dramático cuando se enfrenten a unidades del ejército republicano, integradas casi en su totalidad por soldados atacados con pinto lamoso de todos colores.

Ya desde entonces las fonderas del puerto retacaban los virotes o baguettes con pollo, chorizo o frijoles refritos, adelantándose por siglos a la imbatible y gloriosa torta compuesta.

Maximiliano y Carlota también los consumían delicadamente, además de croissants, magdalenas, vol-au-vents (volovanes, pues), mostachones, hojaldra de higo, chilindrinas y una pieza llamada “imperial” (apastelada con azúcar colorada encima), creada por reposteras poblanas en honor de la emperatriz belga.

Abajo, el pueblo consumía un pan dulce conocido como menudencia y cuyas preferencias se inclinaban por los mamones, las escandiladillas, los pambazos, los picones, las catarinas de huevo y  los chimisclanes (pan romboidal de masa corriente bañado con miel de piloncillo).

Pan de sobaco

Al virote se le llamará popularmente “pan de sobaco”, en razón de la costumbre de sus consumidores de llevarlo bajo el brazo y “pan de burro” simplemente por ser transportado por arrieros.

La afición del  mexicano por el pan francés no empieza ni termina con el Imperio. Antes, pasteles franceses habían tenido que ver con una guerra y en 1884 la familia Tecconi la preservará fundando la pastelería El Globo, hoy mismo con sus deliciosos mantecados de frutas. Luego vendrá el dilatado Porfiriato, todo él imitación del ingenio de Francia.

Sopeando chocolate con cocoles de queso, pasas y anís y conchas de vainilla, don Porfirio Díaz terminaba con el mostacho hecho un asco, ganando su falta de urbanidad un severo regaño de Carmelita Romero Rubio, siempre tan propia y elegante. Lo pedorro tampoco se le quitará nunca.

Pan Bueno

Andrés Orejón, alcalde mayor de Acapulco, obsequia en 1567 un predio baldío en el centro del puerto al tahonero Alonso de Marín. Construye este su vivienda y anexa a ella, instala la que podría ser la primera panadería de Acapulco. Pan Bueno, se anunciará, simplemente.

Un siglo más tarde, la producción panadera del puerto no será suficiente para satisfacer las necesidades de avituallamiento de la Nao de Manila. Los urgidos 240 quintales de bizcochos deberán ser traídos urgentemente de Puebla y a partir de entonces será permanente tal abastecimiento.

El cronista Carlos E. Adame recuerda la panadería principal de Acapulco durante sus años mozos. La atendían en el hoy Hotel Altavista (plazoleta de sor Juana) las hermanas González, mejor conocidas en el puerto como Las mamitas González. Ellas ofrecían diariamente un surtido clásico en el que figuraban chilindrinas, cambray, marquesotes, besos, frutas de horno, hojaldras, monjas, conchas y otras delicias amasadas con auténtica manteca de cerdo.

En la calle Hidalgo tendrá su panadería don Tello Liquidano, doña Nan en el Pozo de la Nación y más allá, por el barrancón, don Juan y doña Juana Hurtado. Otras panaderías. Los Leones, de Miguel León, en Vicente Guerrero, Doña Leoba, en Las Crucitas; Pekín, en Cuauhtémoc, con su deliciosos brownies de chocolate con nueces y Mi Pan, en Cuauhtémoc y Mendoza. Desaparecidas la mayor parte de ellas, y muchas más, el pan se ofrece hoy en la vía pública en canastos copeteados con productos de aquí y de otras regiones de Guerrero.

Don Juan y Mamá Chía

El veracruzano Juan Jiménez Olmos y la acapulqueña Lucía Ramírez, Mama Chía, fundan y mantienen de 1939 a 1994 la panadería La Orizabeña, tahona que llegará a disponer hasta de cuatro hornos. Se anticipará a la poderosa empresa Bimbo en la elaboración del llamado pan de caja, así como de los panes especiales para hamburguesas y perros calientes. Sus mejores clientes serán los ya desaparecidos y primeros restaurantes de comida rápida en el puerto Taste Freeze y Big Boy.

Para don Juan Jiménez, formado en la pastelería metropolitana La Flor de México, la elaboración del pan era cosa de manos expertas. Por eso consideraba al oficio de panadero como una verdadera profesión, adquirida sólo tras años de experiencia. La Orizabeña trabajará bajo esa mística, a veces hasta tres turnos, produciendo principalmente pan blanco. Un bolillo amasado a mano y cocido en hornos calabaceros (domos construidos con ladrillo u adobe con piso de ladrillo), mucho más apreciado que el elaborado mecánicamente, con levaduras comprimidas y terminado en hornos de gas. “Solo migajón, sin la costra dorada que lo envuelve y lo recorre por encima como espina dorsal”, según aportación del                                     maestro José E. Iturriaga.

En la bizcochería se utiliza la masa fina –pan francés, pan danés, pan de manteca y la hojaldrada o feite–, con las que se hacen las delicias que conocemos como: orejas , chilindrinas, rejas, alamares, ojos de pancha, cuernos, nueves, volcanes y conchas.

Licha Jiménez de Maleno, hija menor de nueve del matrimonio, recuerda como creación de su padre el bolillo bautizado como micha, casi miniatura con ajonjolí, y también los azucarados y tronadores vidrios. Los panes de La Orizabeña se encontraron a lo largo de 55 años en hoteles, restaurantes y en los mercados Zaragoza (junto a Wolworth), y El Parazal, el actual, por supuesto.

La modelo

Los Jiménez tendrán como competidores poderosos, aunque amistosos y solidarios, a Mario Rodríguez y a Celia Espil, propietarios de la panificadora Modelo, en Eduardo Mendoza casi esquina con Mina. Será destruida por un devastador incendio que conmovió al puerto hace varias décadas.

Muy cerca, en el portón de la farmacia Moderna, un mujer expende bolillo desde hace 14 años. Ella adjudica su vigencia a que es de los pocos expendios que los ofrece amasado a mano y cocido en horno de leña                                     “y no como el migajonudo del súper”.

Doña Rafa Arzeta y Jesús Meza

Por esos mismos rumbos, en la puerta principal de la ferretería Muñúzuri, doña Rafaela Arzeta, paisana de San Jerónimo con 85 años a cuestas, cumple más de la mitad de ellos con su oferta de pan casero en ese sitio. Sin faltar un solo día, de lunes a sábado, llueva, truene o relampaguee. Llega a las 18 horas y se levanta sólo cuando ha acabado los dos canastos de su producto. Cuando ella amasaba con sus propias manos en su panadería La Escondida, –añora– sacaba hasta cinco canastos.

Sus especialidades: moños, gringos, empanadas, empanochadas, panaderos, gusanos, nidos, polvorines, riñones, banderillas, panqués, enchiladas, pan de muerto y rosca de reyes.

Por su parte don Jesús Meza Sánchez emigra de Chilapa al puerto para casarse con la acapulqueña Josefina Piza y fundar con ella en 1951 la panadería Icacos (hoy Costa Azul), que acredita mediante la oferta de un producto sabroso y de calidad.

La costumbre inveterada de “ir a la esquina por el pan” dará un vuelco en el caso de los Sánchez Piza. Muchas familias acostumbrarán viajar por él a Icacos aún residiendo en Caleta, Mozimba o la Progreso. Un fenómeno irrepetible en nuestros días, acepta Eduardo José Meza, heredero del establecimiento entrevistado por Fabiola Gallardo.

Hoy la panadería Costa Azul amasa exclusivamente el pan Halas, consumido por los hebreos durante su día de descanso o sabat. Otra especialidad es un panqué de dos leches, evaporada y condensada, horneado en latas vacías de sardinas. No faltan los clásicos: cocoles, conchas, elotes, caracoles, muelas, piñas, lavaderos, espinazos, volcanes y hojarascas. Sostiene, además, la tradición de los tronadores vidrios.

Cuando                                     don Jesús y doña Josefina viajen alguna vez a Roma, Italia, él estará al borde del infarto de pura emoción cuando en un restaurante al aire libre vea a un grupo devorando sus familiares y crujientes ¡vidrios!

Las cemitas

La fuerte regionalización culinaria de México hace que cada entidad tenga sus propias especialidades, en este caso de pan. coyotas de Sonora, marquesotes de Veracruz, picones de Guadalajara, tacuarines de Sinaloa y pan de tuba de Colima. Guerrero aparece representando en tan rica carta geográfica por las cemitas de Chilapa y Chilpancingo (cemita del árabe as samid, la flor de la harina, o simplemente pan hecho de acemite), ahora con relleno variado.

“Salió como cemita, con ganancia adentro”, se dijo en algún momento de las señoritas que resultaban embarazadas. Cuando para venderlas mejor, las cemitas llevan como pilón en su interior un muñequito de pasta. Similar al de la rosca de reyes.

Refranero

–Con buena hambre no hay mal pan.

–Con pan y vino se anda el camino.

–Los duelos con pan son menos.

–En el modo de cortar el pan se conoce al tragón.

–Pan con pan no sabe.

–El pan y el cariño no han de ser recalentados.

–El pan ajeno hace al hijo bueno.

–El que pan menea, pan no desea.

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