Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Cómo han pasado los años (XXXVII)

Primera Contraportada pergeñada después de la eliminación de una catarata del ojo izquierdo, tan poderosa como una del Iguazú. La eliminó con manos hábiles y delicadas la joven doctora Liliana Díaz Avilez, para quien van estas líneas con especial agradecimiento. ¡Ahora el escribano ve de más!

Casi el paraíso

Amado de Padua llega a Acapulco a bordo del yate propiedad de la gringa Liz Avrel, millonaria a punto de ser botada por vieja y fea. Es Padua un ciudadano italiano con ínfulas nobiliarias no obstante ser hijo de una puttana romana y ex presidiario él mismo. Sucederá, sin embargo, que todo su negro pasado desaparece en cuanto se presenta como un miembro de la más rancia nobleza. La burguesía metropolitana, tan pulquera como nopalera, lo recibe con grandes cortesanías y ridículas genuflexiones. Se trata del príncipe Hugo Conti, a quien se le anticipa la calidad de entrepreneur con talegas de liras para invertir en México.
Convertido por aquella misma sociedad arribista en la reencarnación del siempre añorado Maximiliano de Habsburgo, no habrá capricho del impostor que no le sea satisfecho. El hombre más rico de la ciudad, por ejemplo, le ofrece una residencia palaciega y chequera sin límite, llegando incluso a la ignominia de ofrecerle a su propia hija como esposa. El sueño más caro del viejo y sucio padrote era ver convertida a su niña en princesita de verdad, no como las de Disney.
Una vez instalado en su propio palacio mexicano, el príncipe Conti no tendrá un minuto de reposo para atender las invitaciones a fiestas, recepciones y saraos. En cada uno de ellos será abrumado con halagos, caravanas y zalamerías de la gente decente de la capital, poderosos caballeros y sus damas militares, obispos y embajadores. Todos disputándose el honor de estar lo más cerca posible de tan noble personaje. Muchos de aquellos hombres habían calado apenas ayer el frac sobre el calzón de manta, mientras que las damas calzaban zapatillas venidas de París cubriendo pies adoloridos, gordos de niguas y talones callosos como polvorones.
Así va, más o menos, la novela de Casi el paraíso de Luis Spota, escrita en 1957. Un retrato fiel de la burguesía pos revolucionaria, rica y rastacuera. La novela termina con una pregunta formulada por uno de los agentes de Migración que custodian al falso príncipe italiano. Lo conducen al aeropuerto de la ciudad de México para enviarlo deportado a su país, acusado de estancia ilegal en el nuestro. Uno de los agentes le pregunta confianzudo:
–¿Y a poco, Hugo, es cierto que te tiraste a todas las viejas que te achacan?

Luis Spota, el mejor

Reportero non del periodismo mexicano del medio siglo XX, Luis Spota hace un alto en el diarismo para dedicarse de lleno y por entero a la novela, hasta escribir más de 30 de ellas. Antes de hacerlo, dejará en el diario Excélsior un record difícil de superar: Las “ocho columnas” durante 43 ediciones diarias. Por él reporteadas y escritas, por supuesto. Enviado más tarde a levantar el vespertino La Extra, de capa caída, consigue elevar su circulación de 30 mil a 90 mil ejemplares diarios.

Acapulco, otra vez

Luis Spota logra en Acapulco una exclusiva mundial al descubrir la identidad del misterioso novelista B. Traven, perseguido por reporteros de tres continentes. Sin duda la incógnita literaria más apasionante del siglo XX, la del autor de novelas como La rebelión de los colgados, El tesoro de la Sierra Madre, El barco de la muerte y La rosa blanca, entre muchas otras.
Spota localiza a B. Traven escondido de mucho tiempo atrás en Acapulco, identificándolo como Traven Torsvan Croves, el escritor estadunidense que escribía en alemán. Lo localiza en una huerta de marañones con nombre comercial de “Parque Cachú”, conocida popularmente como “La Marañona”, en la avenida Costa Grande número 901 (hoy Pie de la Cuesta 115, almacenes Chedraui).
Ahí, además de comerciar el fruto oriental (su hueso, extrañamente exterior, guarda la sabrosa nuez de la India), el Gringo de la Marañona, como se le conoce, atiende con su compañera mexicana un merendero con comida costeña.
Descubierto, el prolífico escritor negará ser quién es y abandonará el puerto. Más tarde, la primicia de Spota tratará de ser empañada con un nuevo “descubrimiento” avalado por personeros de la señora Esperanza López Mateos, hermana del ex presidente ALM, quien había sido traductora de Traven.
(El Gringo de la Marañona, fue, por cierto, la primera colaboración de este escribano para nuestro treintañero El Sur).

María Félix en Acapulco

María Félix es perseguida por un enjambre de periodistas durante la Reseña de Acapulco. Fatigada, hace un alto y condiciona:
–Sólo tres preguntas, muchachos, compréndame, por favor, estoy molida y lo único que deseo ahorita es botarme en mi cama.
Un reportero chilango se adelanta a todos:
–A propósito, señora, ¿es cierto como se dice que a usted le gusta acostarse con mujeres?
La diva enarca las cejas y adopta las dos personalidades cinematográficas que le sirven de escudo y divisa: Doña Bárbara y Doña Diabla… Y dispara:
–Mira, muchachito, no debería contestarte porque seguramente sirves a algún periodicucho mamarracho, de esos que manchan incluso las nalgas. Te diré, no obstante, que si todos los hombres de México fueran tan sucios, majaderos y léperos como tú, lo haría con plena justificación. ¡Con permiso!
La señora aborda su automóvil pero antes de arrancar baja el cristal y haciendo bocina con ambas manos, grita:
–¡Putos, mentecatos e hijos de la chingada!
–¡Y’ora! ¿ nosotros por qué? –se preguntan en voz baja los de aquí…

El seudónimo

El seudónimo o falso nombre es un recurso literario utilizado desde tiempo inmemorial y por razones diversas. Figurarían entre ellas las convenciones sociales o religiosas, pero en muchos casos la seguridad personal. Los literatos se habrían cuidado primero de la beatífica Inquisición y más tarde los déspotas de todo signo y color. El seudónimo tomará carta de naturalización en México quizás a partir del siglo XVII.
Escritores, poetas, gente del espectáculo y periodistas recurrirán al seudónimo en la modernidad cuidándose también de los represores. Estarían entre otras razones la extensión del nombre propio, razones nemotécnicas o simplemente por gusto. Algunos celebérrimos:
Orestes (José Martí); Pablo Neruda (Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto); Gabriela Mistral (Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga); Rubén Darío (Félix Rubén García Sarmiento); Gil Paz (Leopoldo Lugones); Tristán (Rubén Gómez de la Serna); Ramón José Simón Valle Peña (Ramón María del Valle-Inclán); Fernán Caballero (Cecilia Böhl de Faber y Larrea): Miguel Ángel Osorio Benítez (Porfirio Barba Jacob); George Sand (Amandine Aurore Lucile Dupin); George Orwell (Eric Arthur Blair) y Máximo Gorki (Alekséi Maksímovich Peshkov).

Los acapulqueños

El periodismo acapulqueño no ha faltado a tan rancia tradición y tampoco, salvo contadas excepciones, se ha escudado en él para satisfacer pasiones innobles. Aquí, algunos de una muy vieja guardia periodística y de otra tan vieja pero no tanto:
Mapero (Manuel Pérez Rodríguez, director del Trópico); Présbita (Ignacio de la Hoya Pinedo, director de La Verdad); Rodrigo Lorenzo Castillo (Pedro Huerta Castillo, director de Revolución); Pepe Radilla (Mauro Jiménez Mora, director fundador de Novedades de Acapulco, El Sol de Acapulco y Diario 17); Cuitláhuac de la Garza (Alfredo G. Lobato, director de Diario de Acapulco).
La Araña (Carlos Bello Camps, director de La Verdad de Guerrero); El Vampiro (José Ma. Severiano Gómez, director de El Gráfico y Prensa Libre); Arpazos (Arturo Parra Zúñiga, jefe de redacción del Trópico); Planchet (Xavier Mendieta Bueno, columnista del Trópico); Ernesto de la Serna (Eulalio Espinosa Marmolejo, hoy columnista de Novedades de Acapulco); Itocasius (Raúl Pérez García, director del Trópico); Guillermo Walls (Enrique Díaz Clavel, Trópico y Excelsior); Galdom (Manuel Galeana Domínguez, Trópico-El Gráfico); Antonio Bayardi (Anituy Rebolledo Ayerdi, Trópico-El Sur).
El pinto y los lagartos

Una grupo de estudiantes, hombres y mujeres, salen del cine Salón Rojo de Acapulco donde han participado en un festival folklórico de canto y baile. Se incluyen entre ellos jóvenes procedentes de otras poblaciones de la entidad. Con alegría contagiosa recorren las calles céntricas de la ciudad cantando tonadas del momento:

Cayuco, cayuco, cayuco
que me llevas a Tambuco,
date prisa, por favor,
que me espera en la ribera,
con un beso y una flor,
la trigueña
que es la dueña de mi amor

Cayuco, cayuco chiquito
vete, vete derechito,
suavecito…
que allá viene un tiburón,
¡panzón!
y puede darte un voltión

Y ésta:

Peje-sapo, peje-sapo, peje-sapo
si no juyes del chinchorro yo te atrapo,
mantarraya, mantarraya, mantarraya,
acompáñame unos pasos por la playa

Peje-sapo con espinas
que no tiene corazón,
eres como las indignas
sardinas,
que ha pescado mi ilusión!

Terminada la procesión alguien propone viajar a Coyuca de Benítez para conocer los lagartos presumiblemente amaestrados por los lugareños. Llegan a un estero y preguntan y preguntan y los coyuqueños no tienen secretos para ellos. Les cuentan, a propósito de la presencia de una muchacha terracalentana, una leyenda sobre el origen del mal de pinto:
Todo habría empezado cuando un nativo arrecho lanza un silbido característico y a él responda una largarta (¿lagartona?) colocándose en decúbito ventral para esperar el ayuntamiento. Y así sucederá siempre, tanto que los lugareños no tendrán la necesidad de asistir a los burdeles de la localidad. Una vez saciados los bestiales instintos la pareja volverá al hábitat que le corresponde. No faltarán quienes cuenten haber escuchado un sonidos particular de la bestia, calificándolo como de sastifacción.
Tales idilios contranatura no serán cantados ni por aedas ni por literatos pero sí examinados por hombres de ciencia. Estos llegarán a la conclusión que aquella relación zoosexual habría dado origen al “mal de pinto”, entonces ya extendido en la entidad. Pontificaban: “A los pocos días del ayuntamiento empezaba la aparición de manchas moradas en la piel de los arrechos amantes y luego se extenderán por toda la piel”.
Una variante de la leyenda habla de que las mujeres no pudieron escapar a tan nefasto hechizo animal y fue así como el mal de pinto se trasmitió a la especie humana para toda la vida.
(Así lo cuenta, advertimos, Julio Sesto en su novela La Reina de Acapulco, ediciones Botas, 1935).

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