Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Raymundo Riva Palacio

ESTRICTAMENTE PERSONAL

*Guerrero: la cultura de la simulación

Lleno de frases grandilocuentes como “no tengo las manos llenas de sangre” o “tengo tranquila la conciencia”, el gobernador de Guerrero, Ángel Heladio Aguirre, dice que si su renuncia solucionara la suerte de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos, lo haría. Sus defensores alegan que los problemas en el estado son tan complejos que su salida, lejos de resolver algo, complicaría las cosas. Es cierto que su renuncia no arreglaría la descomposición que se vive en Guerrero ni sus problemas centenarios, pero en el caso específico de la crisis actual, su salida es un imperativo para detener de tajo la ruptura total en el estado y evitar que la brecha de la discordia nacional se siga ensanchando.
Aguirre carece de consenso nacional, y el repudio entre quienes toman decisiones y quienes opinan sobre la toma de decisiones va creciendo. El gobernador está buscando a través de argucias jurídico-políticas ganar tiempo y mantenerse en el poder. Es mentira que estaría dispuesto a renunciar, como es un ardid su petición de consulta popular para la revocación de mandato. Pero las cosas se ponen peor. El gobierno federal cree que el gobernador dejó escapar al alcalde de Iguala, José Luis Abarca, por lo que la relación con Aguirre es tirante.
Las evidencias gubernamentales se fundamentan en la petición contundente del subsecretario de Gobernación, Luis Enrique Miranda, de que vigilara al alcalde para evitar que se diera a la fuga. Miranda habló por teléfono con Aguirre menos de 48 horas después de reportarse la desaparición de los normalistas, y el gobernador le aseguró tener todo controlado y que eso no sucedería. Abarca, sin embargo, se fue de Iguala con su esposa y algunos de sus familiares, sin que fueran molestado por ninguna autoridad.
Aguirre engañó a Miranda, quien hablaba en nombre del gobierno federal, y con ello, el probable eslabón de un gobierno con la delincuencia organizada se esfumó. Con él se escaparon los secretos de las complicidades de las élites políticas guerrerenses con las bandas criminales. En caso de que fuera detenido por su presunta responsabilidad en las desapariciones forzadas de los normalistas, Aguirre se convertirá en accesorio del crimen y podría ser destituido por el Senado.
Pero el gobernador no parece preocupado. Está engallado y desafía al gobierno federal, al generar desinformación sobre las investigaciones de la represión policial en Iguala y los peritajes en las fosas clandestinas en ese municipio. Si quieren que se vaya, retó, que lo pidan los guerrerenses. La palabra de sus gobernados ya se escuchó hace unos días. Una encuesta del Gabinete de Comunicación Estratégica reveló que el 71 por ciento de los mexicanos considera que Aguirre no tiene el control en su estado, y aunque sólo el 13 por ciento lo identifica como el responsable de los hechos, el 48 por ciento de los guerrerenses afirma que debe pedir licencia, contra el 31 por ciento que estima que debe mantenerse en el cargo.
A Aguirre no le preocupan esos datos, y el presidente Enrique Peña Nieto carece de atribuciones legales para destituirlo. Tampoco tiene márgenes para seguir el modelo de Michoacán y enviar a un comisionado, porque a diferencia del ex gobernador Fausto Vallejo, que aceptó la imposición y trabajó por el restablecimiento del orden público, Aguirre es beligerante con la autoridad federal que busca el mismo fin y no hay señales claras de que quiera contribuir al esclarecimiento de los hechos. El Ejecutivo no tiene contrapeso real frente a Aguirre, quien cuenta con el apoyo hasta ahora incondicional de los beneficiarios de su gubernatura y de los favores del alcalde prófugo, la dirección nacional del PRD, que encabeza Carlos Navarrete. Si el PRD mantiene su respaldo, el Congreso local, donde tienen mayoría, lo cubrirá con su manto de protección.
El Senado tiene la facultad para decretar la desaparición de poderes –no únicamente del ejecutivo local– en cualquier estado, siempre y cuando lo soliciten los legisladores federales de la entidad o ciudadanos que residan en ella. No es un trámite automático, y para que esto suceda tiene que existir al menos una de las cuatro premisas que llevan a ella. Dos de ellas pueden argumentarse en el caso de Guerrero: que se hayan quebrantado los principios del régimen federal, y que estén imposibilitados del ejercicio de las funciones inherentes a sus cargos por situaciones o conflictos causados o propiciados por ellos mismos que afecten la vida del estado, impidiendo la plena vigencia del orden jurídico.
Para el gobernador Aguirre, ninguna de esas premisas se aplica. Para el Senado, hasta este momento, tampoco. Nadie ha pedido la desaparición de poderes en Guerrero, y la crisis política derivada de la existencia de un poder criminal por encima de las instituciones en el estado no parece importar a muchos en México, pese a escandalizarse por la desaparición de 43 normalistas. La inamovilidad de los agentes de cambio choca con la creciente movilización social en contra de Aguirre por la no solución a los problemas en su estado. Pero la movilización no busca la puerta legal para destituirlo, ni las elites caminan claramente en esa dirección. Urge la solución en Guerrero, pero en México seguimos atrapados en la cultura de la simulación.

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