Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE  VERDE

*Otrasedades tixtlecas / 4

Tío Maceto

Desde la calle se ve la hamaca que parte en dos la sala de Cele y el bajo y la guitarrita panzona que cuelgan en la pared. Estos instrumentos eran el tema y el emblema de tío Maceto.
–¿Maceto? ¿De veras se llamaba Maceto?…
–¡Claro que sí!… Se llamaba Tomás, y creo que le decíamos Maceto por aquello de Tomacheto, Tomaceto… ¡Italianizado el nombrecito, chamaco!…
La primera especialidad de Maceto era la hamaca, la segunda la música. Componía boleros, bambucos y charaditas, pero los que más se le daban eran los corridos cuatreros. Rancheros, muy físicos, muy sonoros. Para que los coreen los invitados, pa’ zapatear. En un tiempo formó trío con don Licho y con un violinista joven que muchos años anduvo por aquí y del que ya nadie se acuerda. Levantaba la guitarrita, le echaba un rasguido de suspenso, y recitaba:
–¡Quien va al baile y no sale a bailar, de nada sirve y ocupa lugar!, con lo que el fandango empezaba y no había vuelta para atrás.
Me dijeron: así era de alegre y gritón, hasta que una bala de una 45 le rozó una vértebra y otra lo dejó sin un pómulo de la cara. Don Alfonso Reyes, que recomendaba no dejarse matar por bala perdida o marido celoso, se hubiera asombrado desmedidamente ante la facilidad con que Maceto juntó balas celosas de maridos perdidos… Se tardó mucho en volver a agarrar la guitarra; para que fuera a tocar a una fiesta de amigos tenían que venir por él y para que aceptara otro compromiso con el barrio le tenían que rogar. Por acompañar con su guitarra a un amigo que se le ocurrió llevarle gallo a su amante, le tocaron las balas de un marido celoso que llegó tirándole al guitarrista cancionero y no al que de veras llevaba la canción.
De hecho, a los huesos que salieron disparados de su calavera sólo les faltaban los hoyos. A los meses descubrió a los Doctores Invisibles, y la cara que le había quedado se le iluminó. Los Doctores Invisibles curaban dolores del alma y problemas de dinero, diabetes, herpes y cáncer; arreglaban tiroides, hígado, riñones, tendones, huesos celos de amor. Lo hacían a través de la onda radial de XEJK, La charrita de Monterrey.
Maceto sacudió el polvo de su radio, le acomodó un gancho de cobre como antena, y escribió su carta. Muy respetables señores Doctores Invisibles. He tenido oportunidad de sintonizar su tan escuchado programa y de darme cuenta de los beneficios que ha brindado a tanta gente. Mi problema va como sigue.
A los doctores no les importaba cómo perdió el pómulo, sino el estado actual de su alma. Iban a analizar su caso y en el próximo programa con mucho gusto los doctores invisibles le diremos a don Maceto lo que tiene qué hacer si quiere recuperar el espíritu de la música y volver a ser el hombre cabal que era.
A la semana, el vecindario y la mitad del pueblo había sintonizado La charrita una hora antes de que empezara el programa. Pasó el caso de una paralítica que había aprendido a escribir con la lengua, el del esposo que ayer tiranizaba a su mujer y ahora le lleva el desayuno a la cama y el de la viejita que vive sola y quieren sacar de su casa un par de hijos güevones y desesperados. Al señor don Maceto, de Tixtla, no sin antes agradecerle las palabras con que nos aprecia y califica, pasamos a decirle lo siguiente: según lo que nos cuenta, la desgracia que vive se la debe a su cariño por la música. Y no, señor. Sus males se los debe a su afición al alcohol, aunque usted se aferre a no reconocerlo. El señor Maceto nos escribe desde la bonita ciudad de Tixtla y quiere que los doctores invisibles lo curemos de un dolor que siente en la columna vertebral y no lo deja dormir, si no se acuesta del lado izquierdo; en su atenta misiva también nos cuenta que aún tiene en su poder los pedazos del pómulo que le destruyó un balazo. A don Maceto le decimos que sí, que todo en este mundo tiene arreglo y solución, siempre y cuando siga al pie de la letra nuestras instrucciones, mismas que le haremos llegar en forma personal, directamente.
Nadie supo a ciencia cierta en qué consistía la tarea que los Invisibles le encargaron a Maceto. Me dijeron: a los quince días ya podía dormir del lado izquierdo y bocarriba. Los Doctores Invisibles le quitaron los dolores que sufría en la columna. Le concedieron la gracia porque dejó de beber. Feliz, Maceto empezó a sacar la sopa: los Doctores Invisibles lo curaban de noche. Ya estaba dormido, pero algo dentro de él se movía, y clarito sentía cuando llegaban o se despedían, porque hacían: …¡shitss!, …¡shitss!, como quien destapa una botella de Aguas de Taxco. Maceto desempolvó su guitarrita panzona. A las tres semanas se presentó, de sombrero y guayabera, a amenizar la fiesta del patrono del barrio, Señor Santiago.
–¿Y el pómulo?
El pómulo iba en segundo lugar, pero habían pasado más de dos meses y no ocurría el milagro. Ni una noticia de su caso en Los Doctores Invisibles. El propio Maceto se inquietó y comenzó a soltar prenda:
–Una anoche fui al panteón –revelaba, en cualquier fiesta–. Eché mis huesitos en hojas de albahaca, revueltos con pedazos de vidrio de botella de sidra, los envolví en papel de china morado, envolví todo en papel de china blanco, lo amarré con un mechón de mis pocos cabellos, y enterré todo, medio metro bajo tierra. Regué mechones de albahaca y encima coloqué unas piedras en cruz. Por último regué las piedras con agua bendita.
Todo tal y como se lo ordenaron los Invisibles.
–¿Y entonces?
–En las noches, oigo cómo llegan, como trabajan en mis huesitos. ¡Shtsss!…
Sería en enero del otro año, ya que habían pasado la feria de la Natividad y las pachangas de diciembre, cuando en La charrita de Monterrey los Doctores Invisibles se acordaron del señor Maceto, el músico de la bella e histórica ciudad de Tixtla que curamos de la columna vertebral, pero al que no pudimos reconstruirle la cara, porque para nuestra mala fortuna el señor Maceto no siguió al pie de la letra nuestras indicaciones. Le recomendamos recato, y se dedicó a ir a cuanta pachanga lo invitaron; le pedimos que se abstuviera de la copita, y siguió empinando el codo a más poder…
–No le hace –se consolaba Maceto–. Lo bueno es que ya le compuse una danza a la Virgen, un son a mi cuñada Celerina, y El feo, un corrido que le regalé a un compadre de la Sierra, pa’ que él lo cante bonito y lo firme como quiera.
–Entonces, ¿no lo curaron? –preguntaba uno.
–¿Qué no oíste que siguió bebiendo, chamaco?

El caso de las composiciones cuatreras

Maceto registraba sus composiciones cuatreras en hojas de notario, que en cualquier botica se conseguían por menos de un centavo. Las escribía con un sistema de signos musicales que él mismo inventó, a base de rayas, círculos, fechas y crucecitas. Las partes nimbadas por rayitas parecidas a las que se le ponen al sol y a las estrellas indicaban la cadencia o el giro especial que debía adoptar la voz cantante. Tres curvas aparejadas, una pausa silente.
Ya hacía años que, de cuando en cuando, tía Adela le daba a alguien de mi familia un paliacate de monedas de plata, de las conocidas como 0.720, para que se las cambiara por billetes en un banco de la ciudad de México. Celerina se enteró de la operación, corrió a su casa y regresó con dos manojos de papeles amarrados con cáñamo y envueltos en dos bolsas de plástico, que mantenía en un otrora colorido y vistoso morral de palma tejida. Quería aprovechar el viaje para que ver si mi familiar tenía tiempo de registrar en las oficinas de México los corridos cuatreros de Maceto. Al sábado siguiente, mi parienta pasó a dejarle a tía Adela su dinero en contante moneda nacional. A Celerina le devolvió los corridos –y las danzas, y los boleros rancheros– sin el sello de derechos de autor. En las oficinas le pidieron acta de nacimiento y cartilla militar del compositor, pero el mayor problema estuvo en que, como en lugar de notas musicales el cantautor empleó rayas, cruces y bolitas, nadie entendió absolutamente nada.
Poco tiempo duraron los corridos en la casa. La campaña contra el paludismo estaba en apogeo y el pueblo estaba lleno de hombres vestidos de anaranjado con una máquina matamoscos en la mano. Todo mundo se salía de su casa para que fumigaran a discreción. De la casa de Cele no se llevaron la guitarrita ni el morral que les había gustado. La guitarrita por panzona, el morral por despintado. Al tercer día, Cele se dio cuenta de que faltaban los corridos del tío.
En su lengua rapidísima e insurrecta, tío Isidro no bajaba a los fumigadores de cabrones, abusivos y rateros, seguramente tanta flecha y crucecita hizo pensar a los talesporcuales que estaban ante el mapa de un tesoro, se volvieron locos y ¡hasta la última hoja se robaron los hijos de la chingada!…
Solía atronar el cielo cuando, con tía Adela o Cele, mi mamá se levantaba y decía espérenme afuera o en la casa de María. A tía Adela, mi mamá le decía madrina. Mi mamá conectaba con ella su ombligo. El paso por la casa de Cele –que, con los años y las enfermedades dejó de vender pan, cecina y carne enchilada en Chilpancingo– era obligatorio, no podía irse sin pasar a abrazarla, a escuchar sus mimerías y dejarle unos pesos en su mandil. Cuando empezaban los pronósticos deportivos, le pregunté: “Si de repente te sacaras el primer premio, ¿qué harías con tanto dinero?”. “Ayudar a unas personitas muy pobres que conozco”, respondió mi mamá sin pensarlo, inclinando el cuello y la mirada como niña.

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