Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*Otrasedades tixtlecas / 5 y último

Los pájaros de Goyita

De pronto estoy en la esquina de Paco, viéndome caminar calle abajo. No llevo prisa, y llovizna. En la esquina del otro lado, cerca de la conchita de agua, como en Cría cuervos, la película de Carlos Saura, me espero a mí mismo. Paso por el zaguán de Cayetano, clausurado por matojos de yerbas, flores silvestres y tierra. Más abajo, enfrente, empezaba la casa de Goyita. Ésta se extendía hasta la esquina, donde quedaba el local que, según yo, Goyita y Beba le rentaban a una funeraria.
Goyita jamás se quitó el luto que llevaba en memoria de su marido, un coronel muerto en batalla hacía muchos años y de quien no sabíamos más. Su casa era la casa de las aves. Una de sus cotorras era capaz de repetir dos o tres estrofas del Himno Nacional mexicano de un jalón y con el pecho en alto. Si algo se le podía criticar era su pronunciación sincopada y gangosa. Oyéndolo, no lograba uno saber si el añorado coronel era zapatista o federal. Cuando venía a Chilpancingo, Goyita pasaba a la casa. Con ella traía un periquito verde con grado de cabo que no se quedaba atrás en repertorio y tenía mejor solfeo. El perico no tenía las alas recortadas pero movía la cabecita entendido y feliz sobre el hombro de Goyita. A ésta le preguntábamos para qué servía la jaula vacía que sostenía en una mano y: por si nos quedamos a dormir…, respondía, ¿verdad, cabo Sanjuan?, preguntaba, risueñita, melosa, y el cabo Sanjuan le picoteaba la boquita.
A veces sola, a veces en compañía de Beba, Goyita había participado en el ejército de mujeres que andaban en la Revolución dándoles de comer a los soldados y, si quería, nos contaba dos o tres sucedidos de guerra. Si no andaba tan de buenas, dejaba que el periquito nos las chismeara y confundiera batallas y bandos militares. ¿Por qué se perdió El Álamo y la Laguna?, preguntaba Goyita, y ¡Por pendejos y por Santa Ana!, respondía veloz el periquito. Le hacíamos ronda. Embobados. Exigíamos que el periquito repitiera la Marcha de Zacatecas y el perico empezaba con el típico Lorito toca la marcha que la guerra va a empezar, lorito toca la marcha que la guerra va a empezar, tarara ra ra rá, tarara ra rá…, y Goyita regresaba a Tixtla y al otro día seguíamos recordando al cabo Sanjuan con la sonrisa boba de quienes aún no salen de la sorpresa y los ojos pelones de los que de pronto sospechamos que la felicidad está en otra parte.

La gracia de la muerte

Debe haber sido antes de que muriera Beba. Beba era una niña grande. Lenta para la plática y en sus movimientos, de ojos atentos, blanca ella y rellenita, parecía una muñeca natural. Cuando murió, se recordaron “cosas” que habían ocurrido en la funeraria. Recuerdo la del que vino de Atliaca a escoger y dejar pagado un ataúd para un tío agonizante, y cuando volvía su pueblo murió en un accidente. Lo regresaron a Atliaca en el ataúd que le gustó. El tío, que se recuperó, vino por él y lo enterró en la fosa que el sobrino le había preparado. Lo de Beba afinaba la fatalidad. El sentimiento tétrico de la vida. La astucia de la muerte.
Don Cirilo, que se encargaba de atender a los clientes y, en su caso, de arreglar a los difuntos, contó que, como solía hacerlo todas las tardes, Beba lo fue a visitar. Ella de pocas palabras, él con tantas cosas qué pensar mientras llegaba algún cliente. De pronto, Beba dijo:
–Este ataúd está de mi medida.
Estaba acostada en la tapa de una caja que acababan de traer de la carpintería. Don Cirilo escuchó a Beba decir: “Aquí me siento bien”, y se fue a su oficina a revisar sus notas y compromisos. A la hora se le hizo raro que Beba no se moviera. Seguro se había dormido. Más que levantarse, un impulso lo echó de la silla: de pie, vio a Beba flotar, sobre el féretro, a través de la ventanilla. Cuando salió de la oficina Beba seguía acostada sobre el ataúd como la había dejado: las piernas derechitas, los brazos cruzados sobre el pecho, las enormes pestañas de muñeca cerradas y la ligera sonrisilla con que dijo esta caja me gusta, aquí me siento bien. La muerte es cabrona, se quedó diciendo, durante los años que duró cuerdo, don Cirilo. Los recursos de la Pelona son imprevisibles e infinitos, pero lo que le gusta es la trampa, la ironía, el sarcasmo, la teatralidad: “¿Por qué creen –preguntaba, torciendo el cuello como robot– que a Beba le concedió la gracia de escoger su ataúd?”

Goyita y los pájaros

De lejos, por la vestimenta, negra y larga, por la cabellera y las arrugas de su rostro, no era difícil confundir a Celerina con Goyita. De más cerca, la primera me ofrece un mollete de los que trae de venta y la segunda me ignora por entretener con cariños y frasecitas al cabo Sanjuan. ¿Qué dan ala memoria y ala imaginación, si no el vuelo de un pájaro agorero? Goyita se va al fondo de la pantalla, al traspatio mágico en que sigue siendo una viejita encantadora y yo no era niño ni joven y, de hecho, aún carezco de edad.
–¿Quieres conocer a mis chititos? –me preguntó, cierta tarde, Goyita. Y me condujo, por el pasillo de techo y paredes renegridas, a un patio amplio donde el cielo relumbraba como si fuera a dar un concierto.
Los pajaritos se inquietaron. Goyita abría las jaulas y los pajaritos salían volando hacia los árboles y las techumbres cercanas. Tiraba bolitas de masa de maíz y los pajaritos regresaban al patio. Parecían mansos y cautivos pollitos liberando a la tierra de lombrices. De pronto estoy rodeado por jilgueros, cardenales, tórtolas y pardos. El que no come, platica o silba. Un pajarito se posa en el hombro de Goyita y ella le empieza a dar bolitas de masa y a hablar entendidamente, como si fuera un perico. Media hora después, entre gorjeos y silbidillos, ya cenados y con su pedazo de cielo en el pecho, los pájaros estaban en sus jaulas de nuevo. Se habían metido, solitos, y ahora sólo faltaba que Goyita los protegiera del sereno con lienzos de tela oscura y, al mismo tiempo, transparente.
–¿No se van, Goyita?
–Ninguno. Nunca.
–¿Y por qué no se van?
–Porque no quieren. Todos crecieron conmigo. Saben que les doy su macita de maíz y que, cuando no tenemos visitas, canto con ellos.

Sobre el empedrado

Me deslizo, aire, silencio, nube, sobre el empedrado lodoso y los yerbajos que crecen por todos lados. Enfrente, la conchita de la esquina que alguna vez surtió de agua a los vecinos. A la mano queda la casa de Job. Si bajo y doy la vuelta, llegaría a la plazuela de San Lucas, y como máquina recicladora de momentos habría toros y fiesta en la plazuela y volvería a ver a mi mamá “colgada” de tapayolas amarillas, hija de sus querencias, hermana de las cebollas y el santo olor a pan salido de los hornos de Tixtla. En el recorrido hacia la casa de tía Adela tendríamos que pasar a saludar a la tía Sepa, muy afamada en Tixtla por su franqueza y porque en su negocio traía mandil y en el mandil, entre billetes y monedas, una 45 patinada. Le gustaba ensartarse en los brazos quince centímetros de pulseras y cuando sonreía enseñaba su diente de oro.
La tía Prieta –disparatera, francota, alegre– vivía por ahí pero siempre estaba en el mercado, atendiendo su puesto de ropa, zapatos, artículos de plástico y chucherías. A la vuelta quedaba la panadería de la madrina Tala, a quien tanto quería mi mamá. La saludábamos, nos llenaba de panes y bendiciones, y luego pasábamos a preguntarle a Ismael el sastre cómo iban los pantalones de mi papá. No hubo vez, mientras bajamos a la casa de Tía Adela, que alguien no se volviera a mí y me dijera: “En esta casa naciste” o le dijera a alguien: “Aquí nació”, mientras me señalaba. A la derecha, un minideclive empedrado ofrecía el acceso a una puerta ancha y fuerte, que, por las rendijas taponadas por la tierra, por los tablones de oyamel musgosos y con retoños de hierba, seguramente no se habían vuelto a abrir desde el año de la canica en que nací.

Barcos de papel, papalotes…

Corriendo bajo tremendos goterones de agua, llegábamos con tía Adela. Con hojas de cuaderno fabricábamos barcos, les pintábamos su insignia y en la punta les poníamos su bandera. En unos minutos, la calle se volvía un río caudaloso pero navegable. Salíamos, y la calle ya estaba llena de niños y niñas alborozados a las que sólo les faltaba su gorra de capitán de fragatas audaces e imbatibles. Si el cielo atronaba, mejor: en cuclillas, echábamos al río nuestros barquitos de papel y, de pie, desde las piedras que servían de descanso afuera de la casa, mirábamos cómo unas naves naufragaban antes de llegar a la enturbiada esquina de Paco, y cómo otras conseguían dar la vuelta a la derecha y, pandeadas y aun con la proa haciendo agua, seguían navegando por las procelosas e infinitas calles de Tixtla.
Desde aquí creo mirar la Villa. Pequeño cerro de oraciones, para mí era un tumulto de danzas tradicionales y un cielo azul surcado por una colorida y fantasiosa cuadrilla de papalotes. Antes de acercarse a ver cómo dos de ellos se enfrentan, con la intención de rasgar el cáñamo del otro con un coletazo de navajas de afeitar, como gallos, podemos pasar a las resbaladillas, pequeñas lomas de tierra seca en cuyos pliegues deslavados que, con la ayuda de un pedazo de cartón, ofrecían un viaje rápido y tan emocionante como el que muchos años después proporcionaría la Montaña Rusa, nomás que sin pagar boleto. A lo lejos, junto a la Villa, en una joroba del cerro, aunque todo ahora esté cubierto por casas y cemento y, en honor al metal, casi no existan las trancas y las puertas de madera, con los ojos abiertos o cerrados, sigo vislumbrando un papalote. Tiene que ser un sueño, el papalote es de carrizo y papel de china azul celeste, con un pedazo de paliacate rojo en forma de corazón pegado en el centro, yo mismo estoy anudando el trapo de la cola y corriendo en el cerro mientras le suelto cuerda y estabiliza su atrevido vuelo. En el cerro sagrado y familiar se levanta un remolino de polvo y basura, y el cielo, añil, se eleva por los aires como carpa de circo, papel de china, alma de carrizo, cola de trapo.

Entre tapayolas arreboladas

La lluvia atardece mientras camino hacia el Zócalo, donde debo tomar la pesera que me llevará de vuelta a Chilpancingo. En una mano sostengo el chicol con que tiraba mangos o ciruelas en los patios y en la otra la resortera que hice con las ramas de un ciruelo, bajo las instrucciones de Manuel. Con una claridad absoluta y, por lo mismo, absurda, contemplo las capas que muestra la canica de cemento que acabo de destripar de un martillazo. Mi mamá flota mientras saluda a sus vecinas, adiooós, coooma; adiós adioós, comiita, con la delicia cantadilla de quien regresa a su tierra del más allá y no encuentra nada diferente. Huele a tierra húmeda, a memelas recién caídas del árbol, a callejón de pan. Prohibido, por cierto, pasar a comprar cemitas de salvado, roscas de manteca, cacahuazintles o vidrios, pero pues ni modo que mis hermanas no se metan a gorrearle a Tina bocadillos árabes o aceitunas negras y mi mamá no se detenga a preguntar cómo sigue con sus enfermedades el dueño de la farmacia. El cielo atruena y queda pintado de tigre. En otro tiempo me gustaba pasar a saludar al Gringo, en El Perico Marinero, casi a contraesquina del Zócalo. Gracioso, apenas amanerado, el Gringo me contaba de cuando anduvo en Tixtla mi papá, que el sábado al mediodía se juntaba con su compadre Vicente Astudillo, con Bonifacio Téllez Girón y tres o cuatro amigos a jugar dominó a su nevería (al fondo de la cual había varias mesas de billar y se tomaba cerveza). Un día le pregunté al Gringo:
–¿Es cierto que a mi papá le decían don Garcilazo de la Vega?
–Pos creo que sí. Pero era porque en dominó el que pasa dice: ¡Paso, paso, Garcilazo!…
–Entonces, ¿no tiene qué ver con Garcilazo de la Vega, el poeta español?
–¡Ah chingá! …Viéndolo así, ¡a lo mejor! Con eso –agrega– de que tu papá usaba gorra catalana y no se quitaba de la boca su cachimba, y como de pronto soltaba sus versos, ¡pos a lo mejor sí le pusieron así en honor del poeta!…
Ni una tía más.
Ya no estoy en el jardín, junto a nadie. La calle es recta, en blanco y negro, pero, así como antes podía andar por ellas a oscuras, si ahora cerrara los ojos me desintegraría con la hipnótica velocidad de las cintas mudas, los relámpagos y los sueños. Mientras escribo, sigo caminando, bajo la brizna permanente de Tixtla, por veredas empedradas y lodosas, entre paredes blancas cubiertas por rábanos rojos y cebollas moradas, tapayolas, terciopelos y bugambilias centelleantes y arreboladas, como en una película de Kurosawa.

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