Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

* De la noche de los desventurados a la noche de Aguirre

La renuncia del gobernador Ángel Aguirre Rivero ofrece un alivio momentáneo, temporal, a la tensión insoportable que durante 27 días ha mantenido a Guerrero al borde de una explosión social, y es posible que su salida del escenario del poder permita resolver la desaparición de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, pues todo sugiere que en lugar de contribuir al esclarecimiento del caso, obstaculizó y quizás hasta manipuló las primeras investigaciones a cargo de su gobierno para impedir que la verdad saliera a flote.
Terminó así, en medio de la peor tragedia de derechos humanos ocurrida en el país en los últimos 45 años, el espejismo que la izquierda congregada en el PRD ofreció como gobierno en Guerrero. En el camino, los dos gobiernos de esa izquierda dejaron un reguero de cadáveres y crímenes, y una historia de impunidad digna de los años más oscuros del régimen del PRI. Se puso de manifiesto así con especial crueldad la frivolización y el envilecimiento extremo de la política que con desenfado se abrió paso y se arraigó en el PRD, particularmente bajo los auspicios de la corriente Nueva Izquierda, a la que pertenecen el presidente del CEN Carlos Navarrete y sus antecesores Jesús Ortega y Jesús Zambrano. Pero no sólo ellos son responsables, pues en su momento el empresario Zeferino Torreblanca tuvo el apoyo de todos los dirigentes nacionales del PRD para ser llevado a la gubernatura, pese al perfil derechista que lo distinguía y sus conocidas relaciones con un represor como el fallecido general Arturo Acosta Chaparro, perfil que impuso a su gobierno con el saldo ya conocido y por el cual se permitió hasta ordenar la ejecución de su adversario político más fuerte, Armando Chavarría, cuyos orígenes políticos casualmente se encontraban en la izquierda de lucha, el lado opuesto al suyo.
En una dimensión diferente de la matanza y la desaparición de los estudiantes normalistas, el paso del PRD por el poder en Guerrero ha significado también una tragedia. El caso de Iguala es la manifestación más reciente del proceso de pudrición del ejercicio de gobierno que se ha producido en el estado de manera paralela a lo que sucede en muchas otras partes del país, pero en ningún lado el resultado de tal fenómeno había sido tan cruel e inhumano como en el episodio del 26 de septiembre, y eso es responsabilidad del gobierno del PRD aun cuando concierna también al gobierno federal.
Ángel Aguirre y el PRD hicieron honor a la promiscuidad ideológica con la que fue concebido el gobierno aguirrista, y en Iguala enterraron los principios y valores que defiende la izquierda nacional, sustituidos por la ambición desmedida de poder y la riqueza que suele aparecer asociada cuando quienes ostentan ese poder carecen de moral y ética. El asesinato de tres y la desaparición de otros 43 normalistas era una prueba, como tanto se ha planteado, para que las instituciones de justicia brillaran, pero en lugar de ello se pusieron en marcha los mismos mecanismos de simulación y encubrimiento gubernamental que la sociedad mexicana conoce de sobra. El gobernador Ángel Aguirre encabezó ese desfile de simulación y lo llevó hasta sus últimas consecuencias al facilitar la fuga del ex alcalde José Luis Abarca Velázquez. Ni siquiera parece haber realizado el gobierno de Aguirre, ni él, una reflexión sobre el papel que constitucional y moralmente le correspondía al lado de las víctimas y no de los victimarios. Su estructura personal y sus convicciones políticas más profundas lo impulsaron siempre hacia ese lado, como lo dejó claro en otros casos que igualmente le exigían el sencillo cumplimiento de la ley, como el asesinato de los dos normalistas de Ayotzinapa el 12 de diciembre de 2011, el homicidio del diputado Moisés Villanueva de la Luz, en el cual dejó escapar al principal acusado, el ex alcalde Willy Reyes Ramos, o el caso emblemático de Armando Chavarría, en el cual hace dos meses el gobernador rompió descaradamente la legalidad al desdeñar el testimonio ministerial que señala como autor intelectual al ex gobernador Zeferino Torreblanca.
En ese patrón de incongruencias, la actitud que Aguirre asumió en el caso del homicidio de Arturo Hernández Cardona y de dos de sus compañeros de la organización Unidad Popular lo incrimina y lo sitúa en abierta complicidad con Abarca Velázquez, porque la Procuraduría contó desde marzo de este año con la declaración ministerial de un sobreviviente de esos hechos, que señala de forma incontrovertible al ex alcalde como el autor intelectual y material del triple crimen. El gobernador no hizo nada para actuar contra Abarca, lo que habría impedido que este personaje perredista vinculado con el crimen organizado ordenara meses después atacar a los normalistas.
Administrar la pobreza y la marginación que sufre el estado y sobrellevar el problema de la inseguridad pública mientras se despachaba con cuchara grande en la utilización del presupuesto con el objetivo de afianzar su feudo familiar en la política guerrerense no eran opciones para un gobierno honrado, pero el gobierno de Ángel Aguirre no lo era y eso es exactamente lo que hizo, con el respaldo y participación de su partido. Hacer como que se gobierna sin un compromiso con las tareas nobles que le corresponden a un gobernante es una plataforma para el desastre, y el desastre llegó. La desgracia de Iguala iba a suceder porque ya habían sucedido los capítulos que lo anticipaban, y porque el propio gobierno cimentó las bases que finalmente permitieron que ocurriera. Por eso existe una responsabilidad atribuible directamente al ahora ex gobernador Ángel Aguirre, y a su partido el PRD. Su salida del gobierno es apenas un acto de mínima justicia política frente a la desmesura del sacrificio que su irresponsabilidad produjo aquella desventurada noche en Iguala. Falta la verdadera justicia, la que demandan los padres de los jóvenes muertos y de los desaparecidos, y que deberá incluir al ex gobernador como responsable.

[email protected]

468 ad