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Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

*Narcopolítica y narcogobierno en Guerrero

La búsqueda de dinero para financiar campañas políticas se halla en el origen de la crisis de gobernabilidad causada en Guerrero por la matanza y la desaparición de estudiantes normalistas. La ambición de poder y la codicia se juntan ahí para dar lugar a la penetración de la delincuencia organizada en las estructuras gubernamentales. Y no solamente se trata de Iguala y del ex alcalde José Luis Abarca, sino de un fenómeno que se extiende por todo el estado y es más profundo de lo que a simple vista parece. Es en este aspecto donde debe uno detenerse para comprender las incógnitas que rodean el caso de Iguala.
Con la cuantiosa fortuna acumulada gracias a las actividades ilícitas que realizaba con su esposa y el cártel Guerreros Unidos, Abarca disponía de recursos de sobra para repartir a políticos y candidatos del PRD, y no hacen falta documentos para deducir que a ello se debe la buena suerte política que lo acompañó hasta ser presidente municipal de Iguala. Basta con recordar el inusitado interés con que el diputado federal Sebastián de la Rosa Peláez lo defendió de inmediato una vez ocurrido el ataque de los policías municipales contra los estudiantes normalistas, y la reunión que el ex alcalde de Iguala sostuvo con el entonces presidente nacional del PRD, Jesús Zambrano, o la pasividad y fingida ignorancia de Lázaro Mazón sobre la carrera delictiva de su amigo Abarca. Pero el dato crucial que sugiere la existencia de una red de protección en torno a Abarca, producto de su capacidad para comprar apoyos, es su increíble fuga junto a su esposa, indudablemente facilitada por el ex gobernador Ángel Aguirre Rivero, quien no parece haber sido en lo absoluto ajeno a la floreciente industria montada por el perredista prófugo.
Es evidente que José Luis Abarca compró la candidatura del PRD a la alcaldía, y una vez en posesión del ayuntamiento compraba protección política a cambio de que le permitieran hacer y deshacer en Iguala sin ser tocado. Por ningún otro motivo podría explicarse que se produjeran tantos asesinatos en esa ciudad, algunos de carácter político (los del síndico Justino Carvajal Salgado y los del dirigente perredista Arturo Hernández Cardona, por ejemplo) y atribuidos al entonces alcalde sin que éste fuera molestado por las autoridades estatales.
En qué medida estaba involucrado el ex gobernador Aguirre Rivero en la protección del narcogobierno encabezado por Abarca, es una pregunta que para este momento debe haber sido respondida por el gobierno federal y es posible que fuera precisamente este expediente el que –según ha trascendido– Carlos Navarrete habría mostrado al todavía gobernador el miércoles pasado para darle el empujón decisivo hacia su solicitud de licencia. Pero no pudo haber sido irrelevante ese involucramiento si ahora explica la fuga del ex alcalde, quien al escapar se llevó los secretos de las relaciones turbias que entabló con los perredistas y con el mismo ex gobernador.
Para evadir su responsabilidad en la penetración del crimen organizado en numerosas alcaldías y policías municipales, Aguirre Rivero pretende escudarse en la versión de que informó de ello al gobierno federal en las reuniones del Grupo Coordinación Guerrero, pero aun si efectivamente así hubiera sido, lo incrimina en un acto de encubrimiento el hecho de que fue su propio gobierno el que hace apenas tres meses informó que todos los alcaldes serían investigados por sospechas de vínculos con la delincuencia, sin que esa investigación se hubiera realizado, o si se realizó no haya producido acciones concretas contra los acusados. De haber actuado el gobierno de Aguirre en congruencia con lo que anunció, ¿habría sido detenido José Luis Abarca? ¿Por qué esa investigación fue anunciada, pero no se consumó?
En Chilpancingo, el alcalde Mario Moreno Arcos ha sido señalado por el empresario Pioquinto Damián Huato de sostener nexos con el crimen y de estar implicado en el atentado que sufrió a principio de año, pero Aguirre Rivero desestimó en su momento la acusación y exoneró al presidente municipal priísta sin que el señalamiento fuera investigado. Otros alcaldes han sido igualmente señalados públicamente de servir a la delincuencia, sin que nadie haya hecho nada. También han sido señalados políticos de diversa identidad partidista, y tampoco ha pasado nada. En esas circunstancias, carece de seriedad y suena a simple pretexto el alegato de Aguirre Rivero de que avisó a las autoridades federales sobre el caso de Abarca. No sirve que ahora diga que avisó, pues debía explicar qué es lo que hizo al respecto. Con esa misma frivolidad trató Aguirre Rivero las acusaciones que desde el principio de su mandato hizo circular un grupo delictivo, según las cuales el propio gobernador tiene un primo de nombre Víctor Aguirre Garzón que es cabeza de un cártel. Nunca convenció su deslinde, y en Ometepec cualquiera puede dar fe de que, en efecto, ese individuo es primo de Aguirre Rivero.
La triste realidad en el universo guerrerense es que el gobierno de Aguirre Rivero no hizo nada y cerró los ojos ante la infiltración del narcotráfico en el gobierno y por consiguiente en las policías municipales. Se dedicó a observar, mientras la delincuencia pasó de financiar campañas electorales a asumir funciones gubernamentales y al control de las policías. Esa es la fétida cloaca abierta en Iguala por el asesinato y desaparición de los normalistas: la confirmación de que en Guerrero y bajo los auspicios principal pero no únicamente del PRD, la narcopolítica y los narcogobiernos se han extendido de tal manera que rompieron ya la integridad del orden institucional y la vigencia del Estado de derecho. La pregunta ahora es de dónde extraerá ese mismo Estado de derecho la capacidad para remediar esta situación. No es una buena señal que en este entorno de descomposición, la PGR se afane en enfocar el caso Iguala como un hecho de la delincuencia organizada y atribuya la matanza y la desaparición de normalistas a una confusión entre grupos delictivos rivales. No. Fueron sin duda actos criminales ejecutados por el gobierno, por el Estado, a través de la policía municipal, y las implicaciones de toda clase son bastante peores de lo que se creería al escuchar las explicaciones del procurador Jesús Murillo Karam, que con esa teoría intenta poner a salvo al gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, y cuando más detener las cosas en la renuncia de Aguirre Rivero. El ex gobernador, por su parte, tiene responsabilidades más allá de la suave sanción política que supone el retiro del poder, y si las instituciones de justicia todavía funcionan deberá ser sujeto a investigación.

Rogelio Ortega, gobernador

El PRD no aprende. Si Rogelio Ortega Martínez fue designado gobernador interino fue por la disputa que se desató dentro del PRD para apoderarse de los despojos del gobierno aguirrista. La ambición incontrolable de las corrientes y su incapacidad para mirar más allá de sus intereses de facción las condujeron hasta un universitario de carrera política y académica respetable, pero sin experiencia de gobierno. Eso, y la intervención del ex gobernador Ángel Aguirre en su designación, mueve a preguntar si el aguirrismo y aquellos que se sentirán dueños de su nombramiento le permitirán realmente gobernar un estado tan destrozado por sus dos antecesores.
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