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Festejan en Tlacoapa a San Pedro pero sin castillos ni toritos

*La prohibición militar de usar juegos pirotécnicos desluce la celebración tlapaneca

Tlachinollan

“Ahorita la fiesta va a estar bien triste”, lamenta Yadira mientras prepara café. En sus 13 años de vida nunca vio una fiesta de San Pedro y San Pablo sin castillos ni toritos de juegos pirotécnicos. Pero esta vez no habrá fuegos de colores, ni estruendos, ni corridas que regocijen a niños y adultos. Nadie sabe bien por qué. Algunos afirman que “el presidente municipal prohibió los toritos”. Otros suponen que “aquel al que le tocó organizar, a lo mejor no quiso” que hubiera.

Tal vez la respuesta radique en una circular del 93° Batallón de Infantería que se puede leer en varias paredes de la comunidad Me’ phaa (tlapaneca) de Tlacoapa. El comunicado, firmado por el coronel José Aponte Villegas, informa que “por mal manejo con juegos pirotécnicos” hubo 19 muertos y 10 heridos graves en todo el país. Celebrar con pirotecnia, al igual que fabricarla, constituye una “actividad ilícita que pone en riesgo la integridad física de las personas y sus bienes”.

Tlacoapa tiene aproximadamente 11 mil habitantes. Las personas allí entrevistadas no recuerdan que alguien se haya accidentado por causa de los castillos y toritos quemados durante sus fiestas populares. No obstante, este año no podrán continuar con su tradición. La costumbre indígena de usar pirotecnia como símbolo de alegría es afectada por una medida unilateral que no toma en cuenta el sentido ritual de los castillos y toritos y el ambiente festivo, de convivencia, que éstos generan.

El lunes por la tarde comienzan los ritos para celebrar el Día de San Pedro y San Pablo, que es el 29 de junio. Aquí la víspera es tan importante como el propio día de la fiesta. La banda de viento empezó a tocar cerca del mediodía y desde entonces no se ha detenido, ni siquiera cuando comenzó a llover intensamente.

Cuando la lluvia merma un poco un grupo de extraños personajes sale a recorrer la calle principal. Son cuatro cazadores ancianos con máscaras cubiertas de pelo y falsas escopetas talladas en madera, un tigre color amarillo brillante, un chivo, un burro, un jabalí, un venado, un zorrillo, un tejón y dos perros que los escoltan. Quienes están disfrazados de animales también llevan máscaras de plástico o de cartón y lucen cueros en sus espaldas.

La danza representa la cacería del tigre, felino que existía en la región: “Antes había tigre y dañaba mucho. Comía chivo, tejones, los animales que se tienen en un rancho. Entonces cuatro viejitos que tenían armas lo mataron”, relata Ubaldo Espinal Venancio, quien todos los años dirige al grupo de danzantes formado por niños, jóvenes y ancianos.

“Si no aparece un animal, tenemos que buscarlo”, cuenta compenetrado en su personaje de cazador, y agrega que “los perros nos cuidan a nosotros, por eso los tenemos”.

“No queremos dejar la costumbre”, afirma este hombre que baila cada año porque hizo una promesa a San Pedro.

Muchas de las acciones realizadas durante esta fiesta tienen su explicación en promesas hechas con anterioridad.

“Supongamos que tengo una tienda, me ha ido bien, lo que debo hacer es dar gracias por lo que he recibido durante el año. Entonces prometo algo, que puede ser una vela, una flor, puede ser para 2, 3 o 4 años y debo cumplir”, explica el diácono Francisco Rodríguez Iturbide. Pero “no tiene que fallar porque se piensa que viene una desgracia, que se va a acabar la tienda”.

Como San Pedro y San Pablo son los “patrones” de esta comunidad de la Montaña “la gente entiende ‘gracias a ellos Dios me dio lluvia, mi cosecha, todo lo que sembré’, porque le piden a estos santos”, agrega Rodríguez Iturbide.

Francisco Cortés es campesino. Entra a la iglesia con un manojo de milpa verde, fresca, fuerte y la deja recostada sobre uno de los muros.

“Es para agradecer a San Pedro la lluvia, la milpa, los frijoles y todo lo que da aquí”, confirma.

Por su parte, el párroco Adrián Ramírez Ventura irá a varias casas a bendecir ofrendas: velas y ramilletes de “hojas de borracho”.

“Le presentamos esas hojas verdes porque en tiempo de lluvias no hay muchas flores”, aclara Ramírez Ventura, y comenta que también se pueden tomar como té “porque curan, sacan del mal espíritu”.

Estas ofrendas sirven para pedir “buena vida, que haya buena cosecha, que no haya plaga durante el periodo de lluvias, que no haya enfermedad ni desgracia”, prosigue.

Cae la noche. Hay procesión y misa. Seis niñas de dientes cariados juegan con las velas ofrendadas. El fuego pasa peligrosamente por los cabellos de una de ellas y por la manga del saco de otra. No se inmutan. Siguen “acomodando” las llamas como si nada hubiese pasado.

“El tigre me dio una vela”, ríe Soledad.

Afuera del templo hay otro grupo de bailarines, de “mahometanos y cristianos”.

“Bailamos para engrandecer la fiesta, la más grande del pueblo, para que se diviertan los vecinos”, asevera Hermilo García Peláez, un “mahometano” de capa roja.

El ruido metálico de los golpes de sus espadas se enfrenta con la música. Cuatro bandas tocarán toda la noche y al día siguiente habrá, nuevamente, procesión y misa. Estará presente el obispo Alejo Zavala Castro y será motivo de contento para los habitantes de este pueblo de casitas con techos de tejas. Algunos se acercarán a saludarlo y le obsequiarán lo mejor que tienen: café, frutas y miel.

En su día, la imagen de San Pedro suele ser llevada a recorrer el pueblo para pedir que el agua sea abundante. Sin embargo, la tradición indica que si está lloviendo mucho no hay que hacerlo. Este año las personas del lugar consideran que las lluvias están siendo suficientes. Por lo tanto, San Pedro no salió de la iglesia.

Pareciera que esta comunidad, la cual no tiene fuentes de trabajo y mal vende su café a 2 pesos el kilo, pusiera todas sus energías en mantener vivas sus tradiciones, en preparar ofrendas, en hacer plegarias. Quizás ésa es su manera, aún cuando está sumida en la pobreza, de conservar la esperanza, de creer en el futuro, de esperar la abundancia que el presente le niega.

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