Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Los Robinson de La Roqueta

 Una familia de nueve habitó la isla casi por una década

Robinson Crusoe

El salón de clases se estremeció con la carcajada brotada de 50 gargantas infantiles al conocer el domicilio del alumno número 24 de la lista de asistencia, en el primer año de la Altamirano.

–Vivo en la isla de La Roqueta, señorita profesora –respondió con naturalidad Gilberto Cueva González, un niño de ocho años, moreno claro, de ojos verdes y cabello ensortijado.

–¡Éjele, chismoso, chismoso!,–le llueve al chamaco. –¡Ni que fueras Robinson Crusoe para vivir en una isla! –le reprocharán casi en coro aludiendo al personaje de Daniel Defoe.

La profesora pondrá orden rechazando los adjetivos contra el niño. Su padre, explica, es el encargado de prender la luz del faro de La Roqueta para que los barcos no se pierdan en la noche y lleguen a puerto seguro.

A partir de entonces, Gilberto mantendrá un estatus sobresaliente entre sus compañeros por tener muchas más aventuras que contar. Sin embargo, la única preocupación del chico girará aquél día en torno a sus zapatos: ¿cómo no mojarlos al volver a casa? No sólo por nuevos, sino porque eran los primeros que usaba en su vida.

Cuando conozca la hazaña de Pablo Galeana en La Roqueta, Gilberto la representará con sus hermanos. Asumirá el rol del valiente de Tecpan aniquilando a la fuerza proveedora del fuerte de San Diego.

La familia

Asfixiándose en su encierro jalisciense, Ernesto Cueva Zepeda busca una salida vital hacia el mar. No la encuentra y acepta por lo pronto encargarse del balizamiento del Lago de Chapala. Cuatro años más tarde llegará a San Telmo, Michoacán, para guardar su faro, también durante cuatro años. Allí encontrará a su compañera de vida, María de Jesús                                 González Virrueta, y con ella viaja con la misma misión a Punta Maldonado, Guerrero, sólo que ésta le llevará 11 largos años. Luego, Acapulco.

Los Cueva González se apretujan en 1947 en la casita del guardafaro de La Roqueta. Muy pronto levantarán una estructura sólida de siete piezas y la cocina. La ocuparán, de mayor a menor, Soledad, Lidia, Delia, María, Gilberto, Marcos, y Carlos, cuando llegue. El trajín cotidiano de subir y bajar el cerro de 180 metros de altitud no tendrá para ellos ningún otro significado que la posibilidad de jugar a llegar primero a la Cima. O a la playa.

Las casi 60 hectáreas del macizo no guardará ningún secreto para la pandilla, incluida La cueva de los murciélagos. Cuenta la leyenda que los piratas holandeses ocultaron ahí                                 tesoros fabulosos cuando se llamó la isla de El Grifo. Habla también riquezas enterradas allí mismo por los realistas defensores del fuerte de San Diego. “Alguien debió adelantársenos, lamenta hoy el CP Marcos Cueva, pues nunca encontramos nada de valor, excepto, quizás, guano, mucho guano. Y de la playa de Las Pamitas, ni hablar. A ella concurrían turistas                                 extranjeras para practicar el nudismo.

–¡Se van a quedar ciegos de tanto ver a esas viejas encueradas! –les gritaba Delia, la tercera de las hermanas hoy jubilada por la                                 Capitanía de Puerto.

Acompañaban a los Robinson en su solitaria existencia los                                 perros Prieto, Boby y Llorona , los burros El Negro, La Bartola y El Muñeco, además de ocho chivos, 20 gallinas y 20 puercos. Sin contar, por supuesto, la fauna silvestre compuesta por tequereques, cucuchas, lagartijas, capichochos, tarántulas y serpientes. Estas últimas sólo cuando se escapen del zoológico La Jungla.

Los Cueva González vivirán horas de angustia durante la invasión de reptiles y sólo les volverá el alma al cuerpo cuando sean recuperados todos, sin faltar uno. Toque de queda similar se dictará en La Cima cuando una tintorera despedace en Caleta a la francesa Suzane Dreyfus. Los chapuzones cotidianos quedarán prohibidos hasta que las autoridades culpen a un lanchero de la tragedia.

Gilberto Cueva González, reconocido como uno de los mejores abogados laborista de Acapulco, recuerda cuando el Boby le salvó la vida. Había subido a un árbol casi horizontal sobre un peñascal cuando la rama empezó a crujir. La caída se presentaba necesariamente fatal. El muchacho le ordena algo al perro que no cesa de ladrar. La llegada a casa de un Boby acezante y sin su amo alertará a la madre quien, presintiendo lo peor, se lanzará en auxilio del intrépido aventurero.

Los jumentos

Las acémilas al servicio del guardafaro, encargados de subir combustible, agua y alimentos, pertenecían a la nación. Disponían de una asignación de 15 pesos mensuales, aunque en realidad consumían pastura por 45 pesos. Una sequía general obligará a un racionamiento riguroso en la isla. El aljibe se filtraba y el pozo, perforado cuando La Roqueta fue hospital para leprosos, a ése ¡ni acercársele!

Frente a la crisis, el señor Cueva decide dar de beber a los jumentos las bachichas de                                 refresco y cerveza dejados por los turistas en la playa. Se las ofrecen en sendas cubetas. El muñeco y La Bartola se volverán adictos a la cebada hasta la cirrosis,                                 mientras que El negro optará por las colas con yoli. Los Robinson aportarán así, sin proponérselo, una nueva atracción para Acapulco. La imagen estrambótica del burro bebiendo cerveza dará la vuelta al mundo en documentales, noticieros y tarjetas postales.

Tin Tan

El cómico Tin Tan era compadre de don Ernesto Cueva; padrino de Carlos, hoy magnífico ingeniero. Atracará sus yates en un muelle construido por él mismo en la isla conocida                                 en un tiempo como de “Los Chinos”.

La Policía Judicial Federal romperá un buen día la tranquilidad de los Robinson. Gritos y carreras:

“¡Jálele por sembrar mariguana! ¡No se lleven a mi papá! ¡No te hagas pendejo, ya                                 descubrimos tu ‘milpita’! ¿Y qué?, es de maíz con algo de sandía, ¿es                                 delito acaso? Ajá, ¿y la de ‘las palmitas’, cabrón?… ¡Esa no es mía, esa es de mi compadre Tin Tan! Él dice que experimenta frijol chino. Pregúntele                                 sino al señor que la riega, le dicen                                 Papalío. ¡Haberlo dicho antes, carnal! Si es así, no hay ‘dope’, carnal”.

Los alacranes

A la zoológica reseña anterior faltaría añadir los bichos que no pudieron quebrar la entereza de los Cueva González. Ningún miembro de la familia escapará al ataque de los alacranes. Ernesto, el primogénito, había sucumbido en Punta Maldonado. Gilberto acumulará tres picaduras cuando el padre posea el antídoto efectivo.

Había concentrado casi medio centenar de alacranes dentro de un frasco con alcohol y                                 de los cuales utilizará únicamente el último segmento de la cola. Sin aguijón, por supuesto. Hará masticar al paciente la bolita de la ponzoña y santo remedio. (“Brujo”, le llamarán a Marcos cuando haga lo mismo en un internado de Morelia).

La alimentación en el punto más alto de la que fue alguna vez la isla de San Joseph, era rica y variada. Además de un delicioso sazón, doña Chuchita tenía el secreto para eliminar el sabor desagradable del “chuquío” de algunos animales de mar y tierra. Serán frecuentes los guisados de iguana, armadillo y tortuga, servidos de diferentes forma pero siempre acompañados con morisqueta.

La gastronomía marinera estará a la orden del día pues tanto niños como niñas se daban el lujo de obtener con un anzuelo mínimo                                 pescados de concurso y con un poco de maña pulpos, ostiones y hasta langostas. Las frutas colgaban de los árboles siempre tentadoras aunque detrás vinieran los empachos sólo superados con aceite de ricino. Ciruelas, nanches, mangos, marañonas, pumarrosas, guamuchis, zazaniles, caimitos, icacos, tamarindos, etc.

¿Sabe alguien que el turismo cinegético se practicó en La Roqueta? Sus promotores habrían soltado algunos venados para ser cazados por gringos amantes del rifle. Malo para los isleños cuando se acaben los astados, entonces los blancos móviles serán los chivos de los Cueva. Y ni siquiera los pagaban, recuerda Marcos.

La sinfonía

Ahí enfrente estaba la ciudad refulgente como ascua pero los Cueva González se alumbraban precariamente con lámparas de gasolina. Sus noches nunca serán interrumpidas por el frenesí de los sonidos electrónicos de la Costera; si acaso les llegarán como un rumor lejano. Por lo demás, ninguno tan potente como para ahogar la sinfonía nocturna de millones de seres selváticos, grillos, zancudos, búhos, pichacuas, tiquirichas, etc. Las tormentas nocturnas, recuerda Marcos, eran cosa de pesadilla.

A las 2 y media de la madrugada del 7 de noviembre de 1952 un rayo cae sobre un guamúchil cercano a la torre partiéndolo en dos. Toda la familia se levantará aterrorizada para ponerse a rezar en medio de la tormenta. No tanto para aplacarla sino para dar gracias de que el relámpago no hubiera tocado los tanques alimentadores del faro, de gas acetileno.

¿Y los Robinson?

(Doña María de Jesús murió en 1976 y don                                 Ernesto en 1983. Soledad vive en los Estados Unidos y visita frecuentemente a sus hermanos. Lidia también tiene familia estadunidense y no ha venido en 30 años. Delia es jubilada, como ya se dijo, y María es cosmetóloga. De los varones ya se sabe.)

Cuando los Cueva González abandonen en 1956 la isla para habitar una casa propia en la colonia Progreso, no será ese el día más feliz para algunos. Las lágrimas aflorarán en ellos                                 cuando digan adiós al faro, cuya poderosa luz habían identificado con una estrella giratoria                                 que su padre mantenía encendida todas las noches.

468 ad