Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

El pasante

(Novena Parte)

¿Fue un castigo por haber conocido la educación y los libros?
Pregunta de un padre de familia de los estudiantes desaparecidos que juró no descansar hasta encontrarlos

Un provocación contra el pasante

Un mes antes de las festividades de fin de año se produjo un altercado entre el médico y el síndico procurador, sobrino del cura.
Todo tuvo su origen en la idea del pasante a quien se le ocurrió aprovechar el desplante de concreto y mampostería que quedaba libre de un hidrante que las autoridades municipales habían hecho retirar de una esquina del jardín.
–En ese lugar se puede levantar el monumento a la bandera para dar uso a la cimentación que quedará abandonada, le confirmaron al médico los pasantes de ingeniería de la UAG a quienes había pedido consejo.
Por eso, a marchas forzadas, se emprendió en el lugar mencionado la construcción del monumento, pensando en inaugurarlo nada menos que en el aniversario de la revolución, el 20 de noviembre de 1960.
Cuando la obra estaba prácticamente terminada y el médico rotulaba en lo alto del monumento los nombres de los héroes locales que habían participado en la revolución, como los generales Pedro Ramírez y Juan Ojeda, junto con el coronel Atilano Ramírez, llegó el síndico municipal, exigiéndole a gritos que detuviera la obra y que se bajara para firmar de recibido un citatorio de la autoridad.
Como el médico ignoró la orden que el funcionario le daba urgiéndolo a bajarse, el síndico le retiró la escalera y molesto se la llevó hasta el palacio municipal, junto con el citatorio.
Pero más tardó el funcionario en llegar al palacio municipal que los partidarios del médico llevando otra escalera para que pudiera bajarse del monumento.
Después, en entrevista del pasante con el presidente municipal, quedó en claro que el altercando fue idea del síndico con el propósito de provocarlo para tener el pretexto de expulsarlo del pueblo.
El síndico argumentaba que al no contar con licencia de construcción, el monumento a la bandera debería ser derribado, eso lo decía a sabiendas de que el requisito estaba cubierto con la firma del presidente municipal.
Pero lo sucedido aquella tarde no fue un hecho aislado, porque, como se sabe, en el último día del año de 1959, la noticia que comenzó a propagarse desde la radio era la inminente caída en Cuba del dictador Fulgencio Batista, hecho que la Iglesia veía como el triunfo del comunismo que avanzaba sobre México.
El contratiempo con el síndico y la enemistad declarada del párroco en su contra provocaron mil conjeturas en el pueblo, las que terminaron en el rumor de que se pretendía asesinar al médico.
En ese ambiente de pesada carga ideológica donde los intereses de la Iglesia y del caciquismo se traslucían en toda su complicidad, llegó el año de 1960 y con él la confirmación de que el Movimiento 26 de julio se había hecho del poder en Cuba, destacando como héroes de aquella revolución los comandantes Fidel Castro y Ernesto Che Guevara.
Para el pasante lo que estaba viviendo en Quechultenango era una ironía de la vida que le recordaban su militancia de la época estudiantil, cuando adherido a las filas del PRI, que entonces comandaba el general Corona del Rosal en el Distrito Federal, tenía que combatir a los comunistas.
–Si procedes de una familia proletaria, no entendemos por qué defiendes al régimen priista, le espetaban como reclamo los miembros del Partido Comunista que estudiaban en su escuela.
El pasante recordaba los largos debates en que se enfrascaban reconviniéndoles para que aceptaran que una nueva revolución no iba a mejorar la vida de los pobres, que todo cambio tenía que darse primero en el interior del individuo.
Se ponía a sí mismo como ejemplo de que primero es tener claro el propósito en la vida, luego fe en uno mismo para después aplicarse casi con devoción para lograr lo que se quiere.
Eso era diferente, decía, a la idea de cambiar el estado de cosas desde arriba, mediante un golpe de audacia para llegar al poder en nombre del proletariado, porque al final son otros los que gobiernan y disfrutan los privilegios del poder.
Repetía así frente a sus adversarios políticos lo que el disidente José Revueltas después escribió en su Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, criticando los dogmas en los que se resolvía la vida de los militantes comunistas de México.
En aquellas reflexiones el médico recordaba que desde niño había tenido especial inclinación por lo religioso, tanto que hasta quería ser cura, alentado por el párroco de su pueblo, al que ayudaba en la misa, y hasta por su propia madre quien deseaba verlo con sotana en el confesionario.
A punto había estado de darle gusto a su madre porque la carrera del sacerdocio era la única opción que tenía para estudiar, dada su pobreza, pues el cura le prometía hacerse cargo de los gastos por estudiar en el seminario.
–Si no ha sido por mi maestro de primaria que me indujo a pensar en que podía hacer una carrera liberal si me aplicaba en el estudio, a lo mejor hasta hubiera llegado a ser cura, y en vez de andar luchando por el progreso de éste pueblo, estaría abonando al oscurantismo, aprovechándome de la ignorancia de la gente que le tiene miedo al comunismo, concluía.
El párroco de Quechultenango era una persona mayor, ya muy entrada en años; había llegado al pueblo precedido de malos antecedentes como maestro en una escuela de monjas en Ometepec y por sus pleitos que se hicieron memorables en una parroquia de la Montaña.
La actitud de indolencia que el cura mostraba frente a las responsabilidades de su magisterio reforzaban la idea de que su estancia en el lugar era un castigo que consideraba inmerecido, aunque también podría ser el cansancio acumulado en sus largos años como párroco.
El caso es que cada vez eran menos los fieles que participaban en las misas y rezos a que convocaba, porque a todos les parecía tedioso y aburrido adivinar lo que decía, pronunciando entre dientes sus largas disertaciones, cuando no era el sueño el que lo dominaba, pues el cura a menudo se quedaba dormido, y cuando despertaba, su reacción era recriminar y maltratar a los pocos fieles que quedaban, su falta de compromiso con la iglesia.
Lo que el cura no descuidaba eran los negocios particulares que tenía a cargo de su sobrino y que comprendían, además de la venta de animales y granos, productos del diezmo que los fieles entregaban a la iglesia, un molino de nixtamal, y el alquiler de un camión de volteo.

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