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Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

*A 37 días los estudiantes tienen la palabra

Cada día es más evidente que el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto está y se sabe atrapado en la crisis provocada por el asesinato y la desaparición de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa. No sólo no ha podido encontrar a los 43 jóvenes, vivos o muertos, sino que tampoco sabe ya qué hacer para enfrentar el drama, cómo encarar el dolor de las familias y cómo reaccionar ante la enorme y todavía creciente presión nacional para que el Estado dé una respuesta aceptable a este que es el peor crimen cometido desde ese mismo Estado contra sus ciudadanos en la era moderna del país. Del ataque demencial de los policías municipales de Iguala contra los estudiantes a la actual incapacidad gubernamental para encontrar a los normalistas, o al menos establecer qué sucedió con ellos, la ruptura del orden constitucional que todo ello supuso no ha hecho más que profundizarse.
Sin embargo, a pesar de que el presidente Peña Nieto ha dado muestras de estar consciente de la formidable prueba que estos hechos representan para su gobierno, y de que amagan con hundir su mandato en el descrédito internacional, no parece decidido a aplicar la justicia con las consecuencias y en la misma proporción que la indignación nacional le requiere. Una demostración de ello es que hasta ahora las acciones de la Procuraduría General de la República se han limitado a los policías ya encarcelados y al ex alcalde José Luis Abarca y su esposa, ambos prófugos y notoriamente responsables, pero sin tocar al ex gobernador Ángel Aguirre Rivero, cuyo involucramiento en la trama criminal montada en Iguala empieza a emerger con datos que lo señalan en actos de complicidad y encubrimiento activo.
Si el gobierno federal actúa según los reflejos que solían ser comunes en el viejo régimen priista, de proteger a los suyos por encima de la ley y de la moral pública, el ex gobernador estaría a salvo. Pero como si no fuera suficiente con la inconformidad que ya acumula su gobierno, de esa forma el presidente Peña Nieto atraería además el repudio social que suscita el comportamiento de Ángel Aguirre, quien dejó escapar a Abarca después de mantener con él una prolongada relación política y probablemente de dineros que todavía deberá ser investigada y esclarecida. La renuncia del ex gobernador no significa en absoluto una sanción por esas conductas, y mientras no sea llamado a cuentas será imposible considerar que la justicia se aplica en el caso Iguala. Es probable por eso que tarde o temprano, y aun cuando no esté en sus planes, el gobierno federal se vea obligado a proceder contra el ex gobernador. Sus culpas son demasiado grandes para ser escondidas o encubiertas.
Frente al pasmo del gobierno federal crece la indignación social, con particular vigor entre los estudiantes, cuya reacción de solidaridad con los normalistas de Ayotzinapa es una prueba de que el agravio es profundo y tocó el corazón de una fuerza que en otros momentos históricos ha impulsado la transformación del país. La única posibilidad de que esta indignación generalizada se extinga procede de que los jóvenes aparezcan vivos, y pronto. Pero si los estudiantes aparecen muertos, o si la búsqueda y la espera de los familiares se prolonga en demasía –lo que de hecho ocurre–, es previsible que el movimiento que encabezan los estudiantes en todo el territorio nacional alcance una dimensión inimaginable y sacuda las estructuras del poder público. Lo que no va a suceder en cualquiera de los escenarios posibles, es que los acontecimientos de Iguala pasen al anecdotario nacional para ser olvidados y el gobierno salga indemne de este trauma. Porque al lanzar a la policía municipal de Iguala y su brazo delincuencial contra los estudiantes el 26 de septiembre, el perredista José Luis Abarca exhibió la penetración del gobierno y el control total que el crimen organizado ha alcanzado en algunas regiones del país. Por lo tanto las cosas no serán ni podrían ser iguales después de ese brutal espectáculo.
Eso es lo que el movimiento creado alrededor de los normalistas ha hecho notar, la imposibilidad moral de pasar por alto el impacto definitivo que la matanza y la desaparición de los jóvenes tendrá en la vida pública de México, y la necesidad de hacer un alto para realizar los cambios que la crisis demanda. Ante ese impulso arrollador, el gobierno, los partidos políticos y las clases políticas se han quedado atrás, petrificados e incapaces.
Un adelanto de que el movimiento por los normalistas de Ayotzinapa crecerá aún más es el paro de 72 horas al que estudiantes de la ciudad de México convocaron para empezar el miércoles de esta semana, y las continuas movilizaciones que se realizan en Guerrero. Hasta dónde llegará este movimiento, depende de la veracidad, la agilidad y la velocidad con la que el gobierno de Peña Nieto responda a la exigencia de presentación de los muchachos desaparecidos, que hasta hoy sigue siendo la única petición. Hasta hoy.

Rogelio Ortega, feliz en la autocontemplación

El viernes pasado se publicó en el diario Reforma, y el sábado en El Sur, un desplegado firmado por 21 personalidades bajo el título Pronunciamiento público por Guerrero. Entre esas figuras destaca la escritora Elena Poniatowska, quien sin embargo no se dejó embaucar como veremos líneas adelante. A pesar de que el texto empieza por aludir a la barbarie ejercida contra los normalistas de Ayotzinapa, en realidad no es una muestra de apoyo a la lucha por la presentación de los estudiantes, sino una señal de respaldo de estilo corporativo al gobernador interino Rogelio Ortega y de condena a los hechos de violencia ocurridos durante las marchas organizadas por maestros y alumnos de la Normal. Es muy probable que este desplegado, similar a los que solía hacer publicar el ex gobernador Ángel Aguirre para simular apoyo a su gestión, haya sido promovido por Salvador Martínez della Roca, cuya designación en la Secretaría de Educación estatal los firmantes saludan “con esperanza”, al igual que al nuevo gobernador. Lo interesante de este desplegado es que deja ver cómo tienta a Rogelio Ortega la autocontemplación, una temprana y enfermiza proclividad a alimentar su ego en medio del desastre que se supone debe arreglar. Ese defecto del gobernador se vio con claridad en la entrevista que el jueves pasado sostuvo con la periodista Adela Micha en Televisa, en la que Rogelio Ortega no pudo contener sus ansias de lucirse, aun con el riesgo de incurrir en frivolidad y de dejar en un segundo plano el tema fundamental que produjo su nombramiento: la desaparición de los jóvenes y la descomposición del gobierno de Aguirre. A pesar de que su nombre aparece entre los firmantes del desplegado que enaltece a Ortega, Elena Poniatowska no olvida lo importante, y el sábado dijo que “es un gran dolor para nuestro país y es una gran vergüenza que a más de un mes las autoridades no encuentren a los 43 muchachos normalistas de Ayotzinapa. Creo que todos estamos muy pendientes y muy adoloridos, ya que ellos son nuestros muchachos, son nuestros hijos y son nuestros hermanos”. La “gran vergüenza” recae también en el gobierno de Rogelio Ortega.

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