Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Federico Vite

La transparencia cruzada por sombras

La noche salvaje (Plaza & Janés, 1997), de Mohammed Dib, es una colección de relatos que refresca, por las tramas y las atmósferas, la noción clásica de la narración en corto. Muy encumbrado en francés, este hombre posee ese tipo de miradas que no son fáciles de olvidar. Observa en los cuerpos las obsesiones que lo caracterizan: focaliza ciertas partes físicas de sus personajes, los inserta en espacios íntimos y los pone a conversar, como si esos diálogos fueran generados por el ansia de comunicar todo aquello que los sentidos aprehenden en la eternidad de un instante esencial. Transcribo parte de Carta a la madre:
“—¿Estás hablando de tu padre, David?
—¡Mi padre, mi padre!
El sarcasmo con el que había pronunciado la palabra padre habría hecho que pudieras pensar que podría adoptar indefinidamente ese tono de voz irónico y mordaz. Pero no, no es lo que él hizo. Se detuvo justo en ese instante, atormentado y torturado por una ira muda.
A juzgar por la mirada que le dirigiera Madame Weiser, ésta no entendía de qué estaba hablando su hijo o adónde quería llegar.
—¿Qué sucede, David?
El joven no respondió. Parecía que no tuviera nada más que decir. Permanecieron así, mirándose en silencio.
Madame Weiser lentamente fue consciente de este punto muerto. Le dedicó una gentil y maravillosa sonrisa, el tipo de sonrisa que una madre se permite usar en semejantes ocasiones, una sonrisa que no sólo iluminó su rostro sino que enalteció todo su cuerpo. Él se volvió, ceñudo, con la mirada triste. Entonces, como hacía cada vez que captaban su atención, Madame Weiser pensó, ‘¡Dios mío, qué ojos tan maravillosos!’
Pero ahora ella no reconocía a su hijo, no reconocía ese rostro o esa expresión, obstinada, una expresión y unos rasgos inexpugnables. No pudo leer en sus ojos como ella solía hacer.
—Es un extranjero, ese hombre es un extranjero. No es de nuestra familia.
Ella se reía, pero lo hacía precisamente de esa manera para que su hijo sintiera flagrante el delito del ridículo”.
Con este ejemplo expongo el manejo tempo que Dib usa en cada relato. Dota, con frases cortas, de plasticidad la escena. Esa conversación impulsa el desarrollo del relato. El autor observa los personajes, sin prisa cuenta la estancia, la vuelve verosímil por los detalles, como si acotara incluso la respiración a la que debe leerse cada diálogo. Pareciera una empresa sencilla que va rematada con estas frases que rompen la habitual forma de contar. Cito: “Como una herida, la transparencia del día se desgarró y el presentimiento de un crepúsculo glorioso invadió la avenida. Líneas de fuga: rectas, geometría desierta. Siguieron caminando por la avenida. Dos o tres raras siluetas se recortaban a lo lejos, vivas solamente para hacer la mímica de su deseo. Eran justo lo que eran y no podían ser más: argelinos. A partir de entonces sólo se oían las metrallas. Las demás armas, aunque no habían callado, soltaban apenas hipidos insignificantes”. Narrar, como bien lo demuestra Dib, convoca fantasmas, los acomoda sobre la paleta, la página en blanco. Sus personajes, aunque solitarios, nunca están en la intemperie. Algo superior, una belleza discreta y divina los cobija y ese detalle se logra gracias a la mirada puesta más allá de los confines de un hecho. Inventa un paisaje, lo dosifica para que el lector tenga una impresión poderosa de una historia sencilla.
Sus textos breves evidencian la cualidad de la mirada. Abre y cierra sus historias con la noción de haber cantado en el tono y la escala adecuados. No hay cambios abruptos ni elipsis al estilo Hollywood, queda la sensación de que el tiempo se ha detenido y atestiguamos la perseverancia de los sentidos ante hechos violentos.
Poeta, narrador y pintor, Dib murió en 2003. Se ganó la chuleta como tapicero, periodista, maestro y traductor, pero la esencia de sus textos podría definirse como un ejercicio continuo para extraer el aliento de cada paisaje, interior y exterior, como una plegaria que nos absuelve de lo trágico. Dib impone su propio ritmo de lectura. La traducción de Una-Pérez-Ruiz es muy afortunada. Bien podría disfrutarse este libro en voz alta. Sin prisa, sólo dejándose abrazar por la soledad concurrida de este autor. Sus historias se fundamentan en los claroscuros humanos de habitar un país conflictivo, a punto del derrumbe y en constante ansiedad, pero los matiza con la belleza, esa extraña tranquilidad de quien observa el paisaje y sabe que lo próximo es la muerte.
Al final de La noche salvaje, el lector creerá en la tesis de Dib: “Desde que me quitaron los ojos, el mundo se ha vuelto más grande”. Que tengan buen martes.

468 ad