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Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

* Fue el Estado

Dudas serias sobre el móvil de los hechos y sobre el origen, motivos o razones que tuvieron los responsables de la muerte de los 43 estudiantes normalistas para reducir a cenizas los cuerpos y arrojarlas al río de Cocula no fueron aclaradas, ni siquiera planteadas el viernes pasado por el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam.
Si se da crédito a la versión expuesta por el procurador sobre la mecánica criminal, que considerada de forma aislada resulta verosímil, esas dudas debieron ser aclaradas en la misma conferencia de prensa en la que Murillo Karam presentó los resultados de las investigaciones de la matanza y desaparición de los estudiantes.
Esos vacíos mutilan y restan credibilidad a la narración del funcionario, y no se explican fácilmente, pues por otra parte la PGR consiguió extraer de los delincuentes detenidos la confesión de su participación en los macabros acontecimientos. ¿A qué se debió realmente el ataque contra los normalistas y la repugnante crueldad con la cual se selló un poco después la presunta incineración de los jóvenes? ¿Qué ganaban los responsables, el ex alcalde de Iguala José Luis Abarca y su esposa, o sus socios del cártel de Guerreros Unidos, al tomarse el trabajo de liquidar a los estudiantes que no representaban amenaza alguna para sus actividades ilícitas? Ni siquiera la hipótesis de la confusión (que los jóvenes eran del bando rival de Los Rojos) sirve para explicar la crueldad y el esfuerzo que demanda la brutal matanza y cremación de 43 cadáveres, pues es sabido y está comprobado que policías municipales y delincuentes de Iguala se limitaban a sepultar a sus víctimas en fosas clandestinas como las muchas que fueron encontradas mientras los normalistas eran buscados. ¿Por qué en este caso los criminales consideraron que debían deshacerse de los cuerpos de esa manera?
Las anteriores son preguntas que tendrán que ser respondidas por las autoridades federales, pero no son las únicas que suscita la versión oficial, sobre la cual ha caído la sospecha de que pueda estar orientada a ocultar la verdadera naturaleza de la batida de aquella sangrienta noche del 26 de septiembre. El mismo viernes, Amnistía Internacional (AI) llamó la atención sobre el hecho de que el informe de Murillo Karam no se detuviera en el hecho de que la matanza y desaparición de estudiantes constituyen un crimen de Estado. La organización defensora de derechos humanos cuestionó que el procurador dejara de lado en su conferencia de prensa la participación y complicidad de agentes del Estado en los hechos, por no investigar y proceder penalmente cuando pudo hacerlo contra el ex alcalde Abarca Velázquez, y por la intervención directa de la policía municipal. “Trágicamente, la desaparición forzada de los estudiantes es sólo el último de una larga serie de horrores que han sucedido en el estado de Guerrero y el resto del país. La corrupción y la violencia como señales de advertencia han estado allí para que todos las vean desde hace años y los que negligentemente las han ignorado son ellos mismos cómplices de esta tragedia”, dijo la directora para América de AI, Erika Guevara Rosas. De acuerdo con un comunicado de Amnistía reproducido por la prensa, para Guevara Rosas la investigación de la desaparición forzada y las ejecuciones extrajudiciales han sido lí-neas que la PGR ha seguido de forma limitada e incompleta, pues los funcionarios federales se niegan a cuestionar el contubernio entre el Estado y el crimen organizado. Es decir, el Estado se niega a investigarse a sí mismo, y opta por explicar la muerte y desaparición de los jóvenes como un hecho puramente criminal, como si el ex alcalde de Iguala no hubiera sido autoridad, y por tanto representante del Estado en ese municipio, cuando impartió las órdenes de atacar a los normalistas de Ayotzinapa. Y como si Abarca hubiese desarrollado en solitario su faceta de delincuente, sin contar con el apoyo del ex gobernador Ángel Aguirre Rivero y de otras autoridades civiles, policiales o militares, también parte del Estado.
De una manera similar se había pronunciado en días anteriores Human Rights Watch, que a través de José Miguel Vivanco, director del organismo independiente en América, manifestó que el presidente Enrique Peña Nieto reaccionó tarde y mal ante el ataque contra los estudiantes, pese a que tenía la obligación de activar todos los recursos de que dispone el gobierno para “interrumpir una desaparición de esta magnitud”. Vivanco sostuvo que “el crimen fue posible gracias a la complicidad de la policía municipal de Iguala con grupos de la delincuencia organizada, en hechos que las autoridades judiciales y el propio presidente de la República tardaron demasiado en admitir e investigar, pese a que el ataque fue conocido por diversas instancias de gobierno en tiempo real” (La Jornada, 7 de noviembre de 2014).
Amnistía Internacional y Human Rights Watch han puesto el acento en una obviedad indiscutible que, sin embargo, el gobierno federal busca escamotear a la opinión pública. Cuando los estudiantes dicen en sus protestas que “fue el Estado”, apuntan a la verdad. Abarca y Aguirre Rivero eran parte del Estado igual que Peña Nieto, y comparten en diverso grado la responsabilidad de lo ocurrido en Iguala.
A conclusiones muy parecidas llegó la comisión de diputados federales que realizó una investigación de lo sucedido aquella noche en Iguala. En un informe que la semana pasada presentó en la Cámara de Diputados, la comisión asegura que sí se configuró el delito de “desaparición forzada” de los normalistas a manos de los policías de Iguala. Más aún, los diputados denunciaron que el 26 de septiembre la Policía Federal y la policía del estado mantuvieron vigilados a los estudiantes desde que salieron de Chilpancingo hacia Iguala, y que fue el gobierno del estado el que reportó a la 6 de la tarde a la policía de ese municipio la presencia de los jóvenes en esa ciudad. Peor todavía, los legisladores pudieron establecer que autoridades militares fueron advertidas sobre la agresión de los policías municipales, y no intervinieron. ‘‘Se observa que las autoridades sí tuvieron conocimiento y la policía estatal no actuó frente a las irregularidades que la policía municipal cometió contra los estudiantes. De ser así, incurrieron en una grave omisión de protección a los estudiantes y de la población civil afectada por los ataques cometidos por ciertos agentes estatales, al parecer de la policía municipal, y particulares’’, sostuvieron los diputados.
Por desgracia, ya no parece posible albergar esperanzas de que los normalistas desaparecidos estén vivos. Porque es verosímil la explicación del procurador Murillo Karam, y porque era utópico pretender que los desalmados que ordenaron el ataque contra los jóvenes mostraran piedad. Pero si el gobierno federal tiene la pretensión de que el esclarecimiento de la mecánica criminal ponga fin al caso, está en un error.
El ciclo de la justicia dudosamente podría cerrarse con la captura de Abarca y su esposa. La muerte de los normalistas no es consecuencia de una extravagancia de esta pareja, sino el producto más salvaje del patrón de impunidad y corrupción que permitió la penetración de la delincuencia en el poder, en el municipio de Iguala, en el estado de Guerrero y en el país. Es un crimen de Estado y debe ser tratado e investigado como tal, sin ocultar la verdad y sin que haya atenuantes ni perdón para ninguno de los muchos que son responsables en la cadena gubernamental que, de abajo a arriba empieza con los policías ejecutores. Cuando se investigue y se castigue esto, se sabrá porqué fueron sacrificados los estudiantes y porqué de esa manera tan cruel. Y quizás entonces podrá el país entrar en el duelo que amerita esta espantosa masacre. Entre tanto, y a falta de pruebas irrebatibles de que los normalistas están muertos, debe ser exigida su presentación con vida tal y como sus afligidos padres han decidido.

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