Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Acapulco 10-M

Un fin de semana revolucionario

La toma de Acapulco

–¡Puta madre! –estalla el coronel Silvestre Mariscal cuando le informan en su cuartel de Pie de la Cuesta –la noche del 9 de mayo de 1911–, que el coronel Manuel Centurión ha iniciado desde La Sabana la toma de Acapulco, acordada para el día 15. Ambos son jefes de la Revolución maderista, el primero en la Costa Grande y el segundo en la Costa Chica.

–¡ Ya estará de Dios! –acepta resignado el profesor atoyaquense. –Vamos, pues, a sacar a esos pinches pelones de Acapulco.

Los hombres de Mariscal se deslizan como iguanas por el acceso poniente de la ciudad. Han llegado hasta ese punto luego de eludir los disparos del movilizado desde la bahía cañonero Demócrata. Con tan mala puntería que pronto los “descamisados” aprenderán a “torear” jubilosos los obuses de la artillería naval.

La avanzada logra penetrar hasta la plaza Alvarez cuando el reloj de Palacio marca las 2 y media de la madrugada del 10 de mayo de 1911. Guiados más por el gruñido de las tripas que por la intuición, los invasores descubrirán el mercado Zaragoza (explanada Escudero), donde llenarán excitados sus panzas históricamente vacías.

–Para cuando los gallos empiecen a cantar, seremos muchos pero no muchotes, –según el ábaco de un guerrillero del Bajial del Cuitero (Atoyac).

“Los cuicos del Ayuntamiento empezaron a echarnos bala y nosotros a correr. Mientras más balas nos echaban más corríamos. Mi primo Tobías y yo fuimos a parar a un recoveco del mar que le nombran la panocha, o sepa la bola, (Tlacopanocha). Nomás de ver aquella agua azulosa se nos antojó bañarnos. Tobías es gente de calicatencia pues ya acabaló el Silabario de San Miguel y es monaguillo en la iglesia Atoyac. Él dice que el señor cura le dijo que por más bala que echemos nada va a cambiar para nosotros. Que Diosito ya dijo que los que nacemos jodidos moriremos jodidos. Me quedé pensando y entonces le dije a Tobías: ¿Ya pa’qué?… ¡mejor vámono!”.

Descamisados

–30 Batallón, ¡adentro! –ordena el capitán Pedro Ordóñez a sus quince hombres incorporados a las hostilidades en la calle Tavares (hoy Galeana). Serán sus últimas palabras: una bala de 30-30 le desfigura el rostro cayendo como regla. Lo releva el subteniente Alberto Mondragón quien, cauteloso y precavido, dispone el repliegue de sus fuerzas hacia el puente del ferrocarril de la Mexican Pacific Co. (eso quedaría hoy en el cruce de Aquiles Serdán con Pie de la Cuesta). ¡Vaya carrera!

Un clarín se oye a lo lejos y al poco rato aparecen bajando del Castillo las tropas de refuerzo con el subteniente Alejandro Casas al frente. Viene dispuesto a desalojar a los “descamisados” de la calle San Diego (Galeana) parapetados en las gruesas pilastras de sus corredores. Forman los “descamisados” un grupo de rebeldes identificados por la vestimenta. Calzoncillo doblado hasta la rodilla, camisa atada a la cintura, carrillera y sombrero de petate arriscado. Han conseguido una caracterización teatral de tal modo impresionante que asustan con sólo verlos. Hoy el cine los adoptaría.

El subteniente Casas incita a sus hombres con arengas patrióticas pero aquellos se atoran como mulas en precipicio. Sólo cuando el joven oficial se coloque pecho a tierra en mitad de la calle y en el colmo de la temeridad encienda un puro con toda parsimonia, los soldados reaccionarán arrojadamente hasta hacer correr a los rebeldes.

Las dos baterías del fuerte lanzan andanadas contra los costeños bajando de los cerros y el cañonero Demócrata desembarca un contingente en la playa de Hornos. Lo encabeza el teniente de navío Manuel Morel y su misión es expulsar a los hombres de Centurión escondidos en las huertas de coco. (El Demócrata servirá también como refugio para las familias de los mandos civiles y militares del puerto).

Los lesionados del bando insurgente se desangraban y morían donde caían por carecer sus unidades de servicio sanitario, contrario al eficiente de los militares en su cuartel del fuerte de San Diego. En medio de la tragedia surgirá, no obstante, un ángel protector para aquellos desgraciados y así lo consigna el cronista Rosendo Pintos Lacunza.

Ángel guardián

Adoptará la forma de una viuda a quien don Chendo presenta como “extravagante gacetillera y no escritora; vieja activa y con algún talento”. Doña Lucrecia L. viuda de Saldívar se organiza con amigos para levantar lesionados aún desafiando las balas. ¿Para llevarlos dónde? Ella misma habilitará como hospital una casa abandonada en el callejón de La Paz y allí irán a parar unos veinte civiles, incluidas mujeres y niños, caídos en la refriega. No hay manera de saber si la revolución reconoció alguna vez el altruismo de doña Lucrecia, precursora sin duda del generoso voluntariado femenil de la Cruz Roja.

Los 5 mil habitantes de Acapulco viven momentos de terror sometidos primero al asedio de fuerzas revolucionarias y luego a la guerra total librándose en los corredores de sus propios domicilios. Los alimentos y el agua escasean pero pronto el ingenio y la solidaridad crearán redes de distribución a través de los seguros patios traseros. Los habitantes del centro abandonarán de plano sus hogares para cobijarse en zonas menos peligrosas como Manzanillo, Tambuco y Caleta.

La comunicación de boca en boca fluirá con eficacia en medio de aquel caos infernal. Las familias se informan por ese medio sobre la suerte de parientes y amigos o bien de las atrocidades de las fuerzas beligerantes. Les duele saber que el cadáver de doña Susana García debió ser inhumado en el patio de su casa porque nadie se atrevió a llevarlo al panteón. Lamentan, igualmente, el deceso del veracruzano Enrique Peñaflor, contador de la Aduana, acribillado mientras auditaba los fondos bajo su custodia.

¡Viva La República!

¡Viva Madero!

¡Viva el comercio!

Tales eran los vítores lanzados por mariscaleños y centurionistas cuando, compelidos por una acción envolvente del ejército federal, emprendan el desalojo de Acapulco. Extraña e inexplicable consigna esa de ¡Viva el comercio! A no ser que haya sido una especie de spot verbal pagado por las Tres Casas españolas, monopolizándolo en todas sus formas.

Silvestre Mariscal se repliega hacia El Pasito mientras que Manuel Centurión va rumbo a La Garita. A las 2 de la tarde de ese sábado 10 de mayo, recuerda Pintos Lacunza, todo habrá terminado.

–¡Chingada madre! –reprocha Silvestre Mariscal–, por las calenturas de Centurión nos partieron la madre en 10 de Mayo. Y no hay doble intención en las palabras del ex tenedor de libros de la Casa Bello de Acapulco. Habrán de pasar dos décadas para que tal fecha se dedique a las progenitoras.

Vuelta la calma, el coronel Emilio Gallardo, jefe de la guarnición militar, asumirá una conducta magnánima dejando en libertad a los prisioneros y proporcionando atención médica a los lesionados. Sus datos sobre la zafacoca revelarán casi ochenta muertos y otros tantos lesionados, así como el consumo de 20 mil cartuchos. Números de ambos bandos.

Este mismo 10-M, Francisco I. Madero establece su gobierno provisional en Ciudad Juárez, Chihuahua, y allí también se firmará el convenio de paz. Se nombra presidente provisional y se lanza la convocatoria para nuevas elecciones. Madero designa al profesor Francisco Figueroa, gobernador de Guerrero.

El convite

Si Acapulco no se dejó tomar a sangre y fuego, los revolucionarios lo tomarán con música y harto mezcal. La entrada triunfal se produce el 2 de junio de 1911.

El convite de la victoria arranca a las 9 de la mañana del Puente Alto hacia el centro de la ciudad. Dos mil hombres componen la columna cuya descubierta está formada por 25 jinetes y la banda de música de Atoyac de Álvarez.

Viene enseguida Silvestre Mariscal y su Estado Mayor, luego la Infantería comandada por Valeriano Vidales y, cerrando, los 400 jinetes de Julián Radilla.

Los aplausos de los acapulqueños se intensificarán al paso de paisanos y vecinos con diversos grados. Albino Lacunza, Dustano Montano (médico), Amado Olivar, Constancio Martínez, Antonio Fernández, Nicolás y Manuel Uruñuela, Fernando Heredia, Octaviano y Daniel Lobato y muchos más.

Para los acapulqueños la pesadilla no terminará. Soportarán a sus libertadores el tiempo que dure el licenciamiento del ejército popular –40 pesos por carabina y 15 pesos por machete–, borrachos las 24 horas y disparando sus armas al aire e incluso entre ellos mismos.

Lo peor, no obstante, estará por venir.

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