Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Amplio espacio a la matanza de Aguas Blancas en un libro de ex corresponsales del New York Times

 

 En Estados Unidos y Canadá comenzó a circular el libro Opening Mexico. The making of a democracy, que puede traducirse como La apertura en México. La construcción de la democracia, de los periodistas Julia Preston y Sam Dillon, que le dedican un amplio espacio a la matanza de Aguas Blancas.

Entre 1990 y 1995 ambos fueron corresponsales en México del influyente diario estadunidense The New York Times, y ganaron el prestigioso premio Pulitzer por un polémico trabajo sobre el narcotráfico en México.

Platiqué con Julia varias veces por teléfono, y Sam vino a Acapulco en un par de ocasiones en las cuales me hizo preguntas en torno a la matanza de Aguas Blancas y sobre Guerrero, lo mismo que a la reportera Maribel Gutiérrez.

Sam Dillon atendía, además, a diversas iniciativas de periodistas mexicanos para analizar la situación de nuestro oficio. Siguió de cerca la creación de la, a la postre efímera, Sociedad de Periodistas, en la que partipé junto con Jesús Blancornelas, Raymundo Riva Palacio, Jorge Zepeda Patterson, Rossana Fuentes-Beraín y varios compañros del gremio. Para su despedida del país, Preston y Dillon organizaron un reven en la casa de la Corresponsalía en las Lomas de Chapultepec, en la que vi a mis amigos de los albores de La Jornada: el reportero Víctor Avilés –el coordinador de Comunicación Social del IFE en los tiempos de Woldenberg et al.; el fotógrafo Pedro Valtierra, quien mantiene en lo alto a su agencia Cuartoscuro; al reportero Ignacio Rodríguez Reyna, ahora director general editorial adjunto de El Universal, y director general de La Revista; y a Viétnika Batres, quien me introdujo –jovencísima en 1985– en el arte de la corrección de galeras –mi primer trabajo en un periódico– y que está ahora asimismo en La Revista con Nacho.

También estaban el ya mencionado Jorge Zepeda y Dennise Dresser, y la comunidad de corresponsales extranjeros.

Nuestro articulista Cuauhtémoc Sandoval Ramírez –quien por su trabajo en el área de relaciones internacionales del CEN del PRD viaja seguido a Estados Unidos– nos regaló un ejemplar del libro de Preston y Dillon. Es una obra periodística, dirigida a un amplio público estadunidense más que a los académicos. No he tenido oportunidad de leer completo un libro que será de lectura obligada en el país ahora que se traduzca, por el perfil profesional de sus autores.

El mismo Cuauhtémoc Sandoval –siguiendo el dicho de con el remedio dar el trapito– se ocupó de enviar una traducción libre de la obra editada por Farrar, Straus and Giroux, con sede en Nueva York, de parte relativa a la matanza de Aguas Blancas. Aquí publicamos una primera parte, con una corrección adicional mía, incluidos los paréntesis y la nota final de contexto. (Juan Angulo Osorio).

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Le llamaban Aguas Blancas por el arroyo que fluía desde una presa enmalezada durante la temporada de lluvias y cruzaba el camino empedrado. Sólo en un país de campesinos tan pobres como los de las calurosas cuestas de la sierra de Guerrero, en donde cada pizca de tierra era examinada por campesinos para ver si había posibilidades de sembrar, un sitio tan solitario podría tener un nombre. La ciudad más cercano era Coyuca de Benítez, un pueblo pobre en donde los habitantes habían vivido por generaciones en un estado de levantamiento en contra del régimen del PRI. En los años 90 su resistencia había tomado la forma de un grupo llamado Organización Campesina de la Sierra del Sur (conocida por sus siglas en español como OCSS), la cual tuvo enfrentamientos con el gobierno por la posesión de la tierras, los salarios de los profesores, la violencia de la policía, la tala incontrolada, y arrestos arbitrarios de los ciudadanos que protestaban por cualquiera de las razones arriba mencionadas.

El gobernador de Guerrero, Rubén Figueroa Alcocer fue otro verdugo del sistema: cuatro de sus ascendientes habían servido como gobernadores de Guerrero. Ellos regían al estado como si fuera un rancho y cuando en los años 70, un grupo de campesinos y maestros de escuela tomaron las armas en rebelión, Rubén Figueroa Figueroa, el cuarto y más poderoso de ellos, llamó a los militares y los aniquiló. Figueroa Figueroa viajaba alrededor del estado con un sarape y un sombrero de fieltro de ala ancha. Le gustaba que le tomaran fotos cargando su rifle junto a seis pistoleros antes de encontrarse con electores durante su recorrido.

Para resumir su doctrina antiinsurgente, Figueroa Figueroa solía decir: “Hay un dicho mexicano que dice que cuando tu matas a un perro rabioso, matas la rabia. Bueno, cuando tu matas a un guerrillero, matas a la guerra de guerrillas”. En una ocasión fue secuestrado por rebeldes (se refiere a la guerrilla de Lucio Cabañas) con quienes se había reunido para lograr una negociación de paz. El secuestro fue considerada como una traición que endureció la actitud de su hijo Rubén hacia los opositores al gobierno priísta.

Rubén Figueroa Alcocer, el más joven, guiaba su gobierno por el principio “mucha policía, poca política”, según el periodista Juan Angulo, uno de los pocos editores en el estado que se atreve a criticar regularmente a los Figueroa. A Figueroa Alcocer le gustaba pregonar como atributo que era compadre del presidente Ernesto Zedillo. Normalmente eso significaba que Zedillo había bautizado o era padrino de hijos de Figueroa o viceversa; pero en el caso del gobernador de Guerrero, parecía ser que Zedillo había asistido en una ocasión a una boda de la familia Figueroa. En todo caso, Zedillo nunca contradijo a Figueroa, y los líderes del PRI creían que el presidente admiraba en secreto lo que pensaba que era el toque especial de Figueroa, tan diferente al suyo.

En la mañana del 28 de junio de 1995, dos docenas de campesinos de la OCSS, junto con, tal vez, una docena de pasajeros, se agolparon en la parte trasera de una camieneta azul para ganado con el propósito de dirigirse a un pueblo cercano (Atoyac) para protestar. Al llegar a Aguas Blancas, encontraron el camino bloqueado por docenas de policías estatales en uniformes negros, armados con rifles de combate, quienes salían de los arbustos de los alrededores. La policía ordenó a los campesinos que se bajaran de la camioneta, y éstos comenzaron a brincar de la misma. De repente se escucharon tiros, y la policía comenzó a disparar. Entonces se inició un tiroteo con rifles, tan denso como si hubiera sido una explosión.

Al término del tiroteo, la sangre escurría de la camioneta, y cuerpos inmóviles yacían en el camino. Eran 17 los muertos. Otras 20 personas estaban heridas, algunas gravemente pero sobrevivieron, y otros tantos pasajeros no sufrieron heridas.

Los testigos dieron                                     detalles del tiroteo a los reporteros. Coincidían en que ninguno en el camión había disparado pistola alguna y que incluso, no iban armados. La policía había iniciado el fuego para matar, siguiendo una orden precisa. Los sobrevivientes reconocieron a algunos altos policías del estado y funcionarios de la Procuraduría entre quienes comandaron la operación. También vieron que Mario Arturo Acosta Chaparro, un general del ejército bien conocido por los campesinos por su papel en el aplastamiento de la guerrilla en la generación anterior, llegó en helicóptero para inspeccionar la escena después del tiroteo. Varios de los heridos también recordaron al hombre que se inclinaba hacia ellos no para ayudarlos mientras sangraban, sino para filmar sus heridas con una cámara de video.

Por la tarde, el gobernador Figueroa había mandado un comunicado a la televisión local y nacional, un video borroso apoyando su                                     relato de lo sucedido. El video muestra un hombre en camisa blanca, visto desde atrás, dirigiendo una pistola hacia un policía uniformado: el campesino del grupo radical, decía la voz que relataba. El video de Figueroa no incluye la película del verdadero tiroteo, pero tiene imágenes de campesinos muertos tendidos a lo largo del camino con pistola en mano. Figueroa dijo que él había enviado a la policía a Aguas Blancas para comprometer a los campesinos al diálogo y “disuadirlos de su misión” de asistir a la manifestación en contra del gobierno. El tiroteo había comenzado, dijo, con una “agresión” en contra de la policía.

En las primeras horas del día siguiente comenzó a deshacerse esa versión del gobernador. El Sol, un periódico de Acapulco, publicó dos grandes fotografías en su portada. Una a color, tomada por un fotógrafo del mismo periódico (Martín Gómez Muñoz), el primero en llegar a la escena, y que presentaba a un campesino asesinado extendido boca abajo en el lodo. La otra era blanco y negro del mismo hombre retratado horas después, pero en su mano ahora portaba una pistola. El Sol nunca se había caracterizado por sus reportajes críticos, pero en esta ocasión hasta sus complacientes reporteros se habían sentido ofendidos                                     y decepcionados por la acción de las fuerzas de seguridad.

La maquinaria del PRI se puso a trabajar para difundir la versión de Figueroa, sobornando a la prensa y hostigando a los testigos, cuyos relatos fueron enterrados rápidamente. Figueroa le entregó la investigación del caso a un fiscal que era su socio de negocios y que era comandante de la policía (Adrián Vega Cornejo). Este primer fiscal le dio carpetazo a la indagación en tres dias, arrestando a 14 policías del estado del rango más bajo y sustentando la tesis de que la policía había actuado para repeler el ataque.

El presidente Zedillo declaró que la masacre era un asunto de las autoridades del estado, y que, consistentemente con sus principios, él había prometido no interferir.

Fue entonces cuando Samuel del Villar se involucró en el asunto. Abogado y profesor de derecho con un doctorado en la Escuela de Leyes de Harvard, Del Villar había actuado desde 1988 como asesor legal de Cuauhtémoc Cárdenas y del PRD. Del Villar creía, al igual que Zedillo, que México necesitaba reforzar el dominio de las leyes, pero él había llegado a esa convicción decadas antes que el presidente. Cuando Del Villar regresó a México de Cambridge en 1971, a los 26 años, comenzó a pensar que la forma de cambiar a México era fortaleciendo a la Suprema Corte. Su mentor era Jesús Reyes Heroles, el distinguido político del PRI quien luego se convertiría en secretario de Gobernación.

Un día Del Villar le preguntó a Reyes Heroles: “¿Por qué no buscas ser el pesidente de la Suprema Corte?”. Imaginaba que un hombre brillante como Reyes Heroles podría jugar el papel de John Marshall en el siglo XIX en Estados Unidos, quien conquistó la independencia para el poder judicial y le dio influencia en la sociedad.

Pero Reyes Heroles únicamente se rió. “¿Estás loco?” le preguntó. “Estar en la Suprema Corte es estar en ningún lado, en el limbo”. Fue entonces cuando Del Villar se dio cuenta del escaso valor de la ley en la cultura mexicana.

Aunque Del Villar se unió al PRI, como comúnmente lo hacían los mexicanos ambiciosos, en los años 70 escribió una serie de ensayos sobre los efectos corrosivos del sistema autoritario sobre el tejido legal de la sociedad. Basándose en los escritos de Del Villar, Miguel de la Madrid lo nombró en un cargo como quien pudiera ser el primer zar anticorrupción en México. Pero el compromiso de De la Madrid con la causa pronto cesó y Del Villar dejó el gobierno federal. En 1988 se unió a las fuerzas de Cuauhtémoc Cárdenas, movido por el aire natural de probidad de éste.

Para 1995 Del Villar se había convertido en un disidente intelectual cincuentón, un fumador cuyas palabras se divulgaban                                     cuando se trataba de algún tema que lo intrigara. Como profesor, era filosófico y generalmente muy gracioso, pero en la práctica legal era notoriamente necio.

Designado por el PRD para representar a                                     las viudas de las víctimas, Del Villar viajó a Guerrero para entrevistar a testigos en las humildes casas donde vivían. En esa ocasión Del Villar concluyó que se estaba enfrentando a dos crímenes premeditados: asesinato masivo y encubrimiento, y que ambos probablemente involucraban al mismo gobernador Figueroa. “Lo que le hicieron a esos hombres fue un fusilamiento”, dijo del Villar, “una ejecución simple y llanamente”.

El 7 de julio presentó un reporte en la oficina del procurador general en la ciudad de México, tratando de persuadir a los    investigadores federales de que intervinieran en el caso. Su petición fue rechazada en cuatro días sin explicación alguna. Sin embargo, un mes después, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (creada en el gobierno de Salinas) publicó un reporte que apoyaba el punto de vista de Del Villar. La investigación probaba que la policía había sembrado pistolas a las víctimas, destruyendo la tesis de Figueroa de que las víctimas habían sido los agresores. La Comisión recomendó que el fiscal original de Guerrero fuera juzgado por encubrimiento. Pero se abstuvo de hacer cargos contra el gobernador Figueroa.

Los meses pasaron y varios fiscales especiales en Guerrero, todos nombrados por Figueroa, fueron y vinieron. Del Villar archivó cada petición, informe y queja que pudiera utilizar en el estado y en los tribunales federales, mostrando toda su imaginación legal para tratar de forzar a las autoridades de expandir la investigación y alejarla de la influencia de Figueroa. Viajó al estado alojándose en hoteles de los pueblos, reuniendo documentos e interrogando a testigos. Descubrió, por ejemplo, que Figueroa se había reunido en privado con empresarios de Guerrero en el Palacio de Gobierno dos días antes de la masacre, en donde dijo que tenía informes de inteligencia que indicaban que líderes de la OCSS estaban organizando clandestinamente una nueva guerrilla y que ésta se financiaría a ella misma mediante secuestros. Figueroa había asegurado a los empresarios que él estaba tomando medidas para enfrentar la amenaza.*

* Se refiere a una reunión reportada por el diario de circulación nacional El Financiero. En la nota de la reportera Claudia Villegas se destacaba la presencia en el encuentro del general Acosta Chaparro y del que fue poderoso secretario de Finanzas en el gobierno de José Francisco Ruiz Massieu, Edgar Elías Azar.

El mismo periódico Novedades de Acapulco informó de la reunión ocurrida dos días antes de la matanza, y resaltó que Edgar Elías salió corriendo y que se negó a responder a preguntas de reporteros que merodeaban en el Palacio de Gobierno.

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