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Renato Ravelo Lecuona

Zapata en el imaginario de Arau

Abordar fílmicamente un personaje sobre el que pesa un imaginario, no sólo popular, sino nacional y quizá hasta internacional es un riesgo, y hacerlo de manera muy personal es un doble riesgo. En primer lugar porque es un complejo de significados socialmente decantados en la memoria colectiva. Esta exige a veces, una fidelidad al texto de la historia escrita, al dato o a los hechos, y otras veces, una fidelidad a un significado, al momento, al estilo, a lo que sea. Un Cristo terrenal como el que acabamos de ver (en un filme italiano) caer en las tentaciones de un hombre común y corriente, es opuesto al místico y mitificado consustanciado con su papel de salvador a que nos tienen acostumbrados las numerosas películas sobre él, pero es una versión estéticamente válida.

Lo mismo se puede decir de la versión de Alfonso Arau, que firma como autor, guionista y director responsable de todo lo que pasa en pantalla. Es válido lo que hizo y si algo nos molestó de su puesta en escena, es que el despliegue de su imaginario, rompiendo con el texto de la historia, con los datos, hechos y personajes llamados a escena en el momento en que Arau quiso, no alcanzan a crear un imaginario convincente, profundo y realmente creador. La mejor escena del filme, lograda estéticamente al integrar un imaginario colectivo y mostrarla plásticamente sin sobreactuar a los actores, es casi al final, cuando la gente se reúne en torno al cadáver de Zapata, sobre una fuente y una viejita busca en su pecho aquella huella indeleble y concluye que no es Zapata y empieza a decir: está vivo, y de boca en boca se pasa esa idea que deviene en un “no ha muerto” que corre entre la masa del pueblo en voz baja, como en secreto y se va expandiendo entre mas y mas gente en la medida que la cámara se retira y se oyen las voces correr como en susurros entre el pueblo discreto, muy lejos del grito cliché contestatario. Esta imagen se empalma estéticamente con una tradición oral campesina sureña mantenida a lo largo del siglo y que afirmaba lo mismo, y en este imaginario de Arau cobra el sentido de su trascendencia, de manera sentida, fotográfica, convincente y hasta bella por el tamis de colores claros y el encuadre de la cámara, equilibrados con el sonido.

Pero esta escena ocurre al final de la película cuya historia conocemos al menos los mexicanos. El relato libre de Arau apunta a algo que molesta: la imagen de un mesías, predistinado por quien sabe que dioses prehispánicos emparentados con Cuauhtémoc, con una chamana que le anuncia su destino, lo guía, lo salva de situaciones, la encargada de buena dosis de rituales prehispánicos próximos a lo floklórico. Casi al nacer Arau quisiera soltar

con voz en pecho el viva Zapata, aunque el grito lo aguanta para lanzarlo cuando apenas fue nombrado calpuleque, situación en que con solemnidad le entregaron el cargo de defensor de las tierras de Anenecuilco, según relata Sotelo Inclán en su documentada y sobria historia, misma que parece seguir Arau.

La mezcla de elementos historiográficos, aunque sin rigor cronológico, pudieran ser divertidos, y a veces lo logra, al manejarlos simbólicamente, como lo hace, aunque bajo su idea rectora del mesías. El que ponga en el escenario a un don Porfirio barrigón y chonchito, a un Huerta nada parecido en su físico pero si en su lenguaje, que monte el teatro de revista salpicado de albures entre la concurrencia de “científicos”, todo en el escenario de una hacienda abandonada e impresionante, parece la de Atlihuayán, colocando sólo los elementos escénicos y decorativos para simbolizar los teatros de la ciudad de México, las cámaras y el Palacio

Nacional, imágenes que apuntalan visualmente la idea de decadencia o falsedad política. La Josefa Espejo, mas estilizada y guapa no solo deja de ser el referente amatorio de Emiliano en todo el film, sino participa en lo que puede, junto con muchas mujeres que le quitan la exclusiva al sexo fuerte en las acciones de todo tipo. El actor cumple los cometidos asignados al Zapata cotidiano, pero le falta la fuerza e intensidad expresiva del Zapata real como hombre estampa, que en el plan mesiánico de Arau encaja bien. El despliegue escénico es casi rico y la edición variada, pero metido en el terreno de un relato imaginario todo queda a medias sin lograr bien su intención, no cuaja y sale uno con cierto vacío y frustración, como que hace falta aún la gran obra que cubra ese imaginario entrañable.

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