Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

*El pasante
(Doceava Parte)

Porque vivos se los llevaron,
Vivos los queremos

La decisión de poner en orden al cacique

Para enfrentar al tercer cacique el médico tuvo que buscar aliados en todas partes, y descubrió que la mejor manera de encontrarlos era dando a conocer en las instancias de gobierno los logros que su trabajo había obtenido en Quechultenango.
Hacerse acompañar del presidente municipal para tocar puertas era una medida estratégica bien calculada porque hacía verlo como un hombre comprometido con el desarrollo de su pueblo.
En su viaje a la capital hicieron antesala en el palacio de gobierno buscando hablar con el primero de los funcionarios cercanos al gobernador, y fue nada menos que el  subsecretario de gobierno quien los atendió.
Fue a éste personaje a quien expusieron el trabajo que la comunidad realizaba en Quechultenango, y el proyecto avanzado del empedrado de calles, mostrándole las fotografías que ilustraban el entusiasmo que los vecinos le imprimían.
El funcionario quedó tan impresionado de la energía desplegada por los habitantes de aquel lugar que no necesitó demasiadas explicaciones acerca del impacto negativo que provocaba la actitud del subrecaudador, cuyo tramo de calle frente a su casa lucía sin empedrar, por eso casi inmediatamente se comunicó por teléfono con el secretario de Finanzas solicitándole que sin dilación ordenara a su subalterno en Quechultenango que se sumara al trabajo acordado en la asamblea de la comunidad cumpliendo con su parte.
Las instrucciones al subrecaudador expuestas en un oficio que firmaba su jefe máximo fueron determinantes, y así lo supieron tanto el presidente municipal como el médico, porque ambos fueron portadores del documento que hicieron llegar inmediatamente al subrecaudador entregándolo en propia mano.
En el oficio enviado por el secretario de Finanzas del gobierno del estado le advertía al cacique que de no cumplir como ciudadano la obligación de empedrar la parte de calle que le correspondía, autorizaba al presidente municipal para hacer el trabajo por cuenta del ayuntamiento, cuyo costo sería deducido del salario del rebelde funcionario.
El cacique no necesitó más para mudar de actitud en torno al empedrado porque en cuanto recibió el oficio de su jefe se dispuso a cumplir con esa obligación que estaba empeñado en eludir.
Al otro día, muy temprano, como esperando que la población no lo advirtiera, el subrecaudador acompañó a los peones hasta el lecho del río para indicarles la calidad y tamaño de las piedras que debían acarrear para cumplir con su parte de empedrado.
A todo el pueblo llamó la atención no sólo la diligente respuesta que el cacique dio a la orden de su jefe, sino el agregado que hizo a su parte de empedrado con la banqueta de pavimento que también mandó construir.
Cuando alguien le preguntaba al cacique la razón de haber mudado de actitud, invariablemente respondía que no era su deseo contrariar a la autoridad.
Los vecinos que habían secundado al cacique en su rebeldía, en cuanto vieron que éste se abocó a realizar la obra sin esperar el apoyo de los camiones mineros, pronto  estuvieron prestos a cumplir con su parte, imaginando la fuerza que traía la orden recibida con la expresión coloquial y muy pueblerina de “esto sí va en serio”.
Era la segunda mitad de 1960 cuando el empedrado de las calles quedó concluido y se mostró como el mejor ejemplo de que la organización y el trabajo comunitario  constituían el mejor antídoto contra la fuerza de los caciques.
Sin embargo, en los hechos posteriores se vería que el cacique no estaba derrotado, que podía haber perdido una batalla, pero no la guerra, por eso se mantuvieron pendientes de su reacción.

El último año de sequía y hambre

La confianza y la seguridad que la comunidad adquirió en el desarrollo exitoso de sus proyectos de beneficio común, fue dejando como asunto del pasado el férreo control que los caciques ejercieron por décadas, mirando todos hacia delante un futuro prominente.
El año de 1960 fue el primero en que los campesinos de Quechultenango compraron en común su fertilizante químico para el cultivo de maíz, directamente en la planta de San Juan de Aragón en la ciudad de México.
Uno de los grandes acontecimientos que muchos de sus habitantes recuerdan fue la llegada hasta el pueblo de los tráilers cargados con el sulfato de amonio en bultos de 50 kilos.
Los campesinos hacían fila cargando sus bestias con el abono que descargaban directamente de los tráilers.
En tiempos de siembra en todo el pueblo se hizo característico el ruido peculiar que  producía la molida del abono en el amanecer, tarea que se ejecutaba en el patio de las casas.
La familia completa se dedicaba a moler el fertilizante conseguido en el suelo tapizado de bolsas plásticas para que no se desperdiciara.
Con piedras de río, utilizadas como mortero, desmoronaban los bloques de sulfato de amonio envasados en bolsa de plástico, hasta hacerlos polvo.
Después del almuerzo todos los campesino marchaban al campo con su preciada carga de fertilizante químico, marcando, sin saberlo, el fin de una época en la agricultura que después sería inconcebible sin el empleo de los agroquímicos.
Con la llegada del fertilizante químico los campesinos dejaron abandonada la costumbre ancestral de hacer su propio abono, orgánico, que se producía naturalmente en los patios de las casas donde iban acumulando los desperdicios que expuestos al sol y el agua pronto se convertían en el abono que luego acarreaban hasta las parcelas incorporándolo al suelo.
El fertilizante se inyectaba al pie de cada mata de maíz a razón de un puño por ración, conforme la enseñanza de los técnicos de la Comisión Nacional del Maíz, los cuales habían establecido una parcela demostrativa de las ventajas del fertilizante químico en el vecino poblado de Coxcamila.
Desde ése año la vida cambió para todos los habitantes porque con la incorporación de los adelantos de la ciencia y de la técnica a sus conocimientos agrícolas multiplicaron las cosechas y nunca más sufrieron escasez ni hambre.
A ése cambio en la vida de  los quechultenanguenses favoreció la ampliación del área de riego gracias a la construcción de canales derivadores de la represa de Escuinapa construida en la garganta del río Limpio, que se inauguró pocos años antes durante el gobierno del general Baltazar Leyva Mancilla.

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