Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Hundir al Cincinatti

–¿Y por qué no mejor lo hundimos, jefe?, –interviene un campesino macilento blandiendo un machete molonco tirando a bolo.

–¡Cállate, pinche Tiburcio, no digas pendejadas!

Ya te he dicho que no te metas en pláticas de gente grande. Tú nomás oye y calla. O, ¿sabes qué?: mejor vete a ver si ya puso la marrana.

Los actores del diálogo trascrito se refieren a la presencia en la bahía de Acapulco del crucero USS Cincinatti de la Marina  de los Estados Unidos. Una presencia perturbadora   y amenazante pues sus poderosas bocas de fuego apuntan al fuerte de San Diego y a la sede de los poderes municipales.

 La rebelión

 Acapulco es la segunda ciudad de la república en secundar la rebelión del sonorense Adolfo de la Huerta contra el presidente Alvaro Obregón, por la imposición de Pluarco Elías Calles como su sucesor. Los tres son paisanos sonorenses.

El mando del alzamiento lo asume el general Rómulo Figueroa pero con tan mala suerte que a los pocos días deberá dejarlo a causa de un nacido en la entrepierna. Lo toma el coronel Crispín Sámano, cuya primera acción es la de imponerse él mismo y frente al espejo el águila y las estrellas de general.

–¿Qué grande eres Crispín– se preguntará a sí mismo metiendo la mano derecha entre la botonadura de su casaca.

Al Manco de Celaya le bastarán cuatro meses para someter a los alzados, no obstante figurar entre ellos varios generales notables a los que dará cuello sin piedad. Adolfo de la Huerta dejará tras su huida a los Estados Unidos una estela de cuatro mil muertos y muchos millones de pesos en daños. Atenderá en Los Ángeles, California, su propia escuela de canto pues tenía fama de buen tenor, razón de su apodo El Dodepecho.

Los Escudero

Acapulco tendrá como signo infamante de aquella revuelta el asesinato de Juan R. Escudero y sus hermanos Francisco y Felipe, aliados de Obregón. Un crimen pagado por las casas españolas y ejecutado a la luz del día porque no hubo quién los defendiera. También por la negativa de Juan y sus hermanos de abandonar el puerto para ponerse al frente de la resistencia obregonista en la Costa Grande.

Negativa derivada de una amenaza de doña Irene Reguera, la madre, persuadida por su confesor Florentino Díaz. La amenaza de arrojarse al pozo de agua de la casa si los muchachos la abandonaban para irse con la chusma. El cura va con el chisme al general Sámano y este aprovecha la crisis familiar para capturar a los Escudero el 15 de diciembre. Cinco días más tarde los entrega a los sicarios de los españoles y estos los asesinan con saña la madrugada del 21. La vieja se la vivirá en la iglesia, rezando.

El conflicto

¡Ahora, Acapulco! ordena Amadeo Vidales una vez que ha descabezado en Petatlán el movimiento delahuertista en la Costa Grande.

El arribo inminente al puerto de las fuerzas agraristas, presentadas como la reencarnación de las legiones de Atila, provoca un pánico demencial entre los españoles y sus socios criollos. Están convencidos de que aquellos hombres furiosos vengarán la muerte de los Escudero pasando a cuchillo a todos los españoles de Acapulco y no sólo a quienes habían urdido el asesinato de los tres hermanos.

La paranoia hace presa de la poderosa élite y sus dirigentes jugarán una última y peligrosa carta. Comisionan al cónsul de España en Acapulco, Juan Rodríguez, para que junto con su homólogo estadunidense, Harry K. Pangburn, soliciten al capitán del crucero USS Cincinatti protecciónpara las familias hispanas, como si se tratara de estadunidenses en peligro. El buque, con apenas tres años de servicio, estaba asignado a la Flota del Pacífico de la Marina de los Estados Unidos y realizaba una visita rutinaria al puerto.

Pangburg acepta el encargo aunque lo condiciona a la intervención de señor Amado Estrada, un civil inexplicablemente al mando de la guarnición militar del puerto. Un hombre bueno pero sin puta idea de aquél tenebroso enjuague. Aceptará finalmente y sólo por tratarse de las “cacas grandes” de la ciudad. Firma sin leer el pliego elaborado por el popular médico que lo mismo saca una muela que atiende un parto. Un documento insólito de un mequetrefe pidiendo la intervención de fuerzas                   extranjeras para dirimir un asunto de histeria colectiva. No menos insólita será la respuesta de aceptación.

El desembarco

El 13 de marzo de 1924 se produce, ante la extrañeza y expectación general, el desembarco de infantes de marina del USS Cincinatti, ocupando rápidamente diversos puntos de la ciudad. El capitán C. P. de Nelson se instala con su Estado Mayor en la sede del consulado de su país, una de las pocas casas “de alto” del puerto en la calle Hidalgo (hoy Telmex).

Los cónsules hispano y estadunidense caminarán por la ciudad escoltados por marines y lo mismo algunos gachupas notables. Personas, domicilios y bienes de la colonia hispana quedarán a partir de ese momento bajo la protección de la bandera yanqui. Pero para que no resulte que a Chuchita la bolsearon, familias y baúles serán embarcados en lanchas y lanchones para pernoctar alrededor de la nave extranjera.

Advirtamos que el capitán Nelson sí sabía en la que se metía. Por ello, desde su base en el consulado mantendrá comunicación con la Secretaria de Guerra y Marina, a cuya titularidad había renunciado el trágico Francisco R. Serrano, en busca de la presidencia de la República. Nelson, ante el nuevo secretario, general Francisco R. Manzo, se justifica diciendo que sólo trata de ayudar a Estrada a mantener el orden y la ley en Acapulco y en un acto humanitario proteger a las familias asustadas por la llegada de las fuerzas irregulares. No se mide cuando censura al propio Manzo por no tener en Acapulco a un jefe militar responsable.

La respuesta del general Manzo será puntual en el sentido de que ningún oficial está autorizado para solicitar ayuda militar extranjera, cualquiera que sean las circunstancias en que se encuentre y mucho menos uno irresponsable como lo reconocía el propio Nelson. El funcionario mexicano le hace saber al capitán del Cincinattique Washington está informado de su arbitrario proceder y le otorga un plazo perentorio para desalojar el puerto, antes de provocar un incidente grave entre los das dos naciones.

La avanzada

El diálogo que abre esta crónica se produce en este momento. Una avanzada de las fuerzas de Amadeo Vidales observa el movimiento de los intrusos desde el cerro de El Vigía. El grupo está al mando del guerrillero Juan Barrientos, de San Jerónimo, y es él quien habla:

–Y, qué, pues Tiburcio –se dirige a su asistente– ¿Hundimos el Concinatti?

–Ta’cabrón : ¡Ni con cien carrujos de dinamita y otros tantos de mariguana! –se responde a sí mismo…

–¿Tónse? –interviene el hombre de mayor edad de aquel comando. –¿A poco servirán nuestros cerrojos y maúseres contra los rifles y cañones de los gringos?

–Se hará como la superioridad lo determine –afirma categórico Barrientos, eludiendo la pregunta del viejo. Ora que si mi opinión vale, yo digo que hay que sacarlos a chingadazos.

La guerra

Cómo si hubiera escuchado la amenaza de Barrientos, el cónsul estadunidense estará ahora sí realmente preocupado. Ha recogido la versión de que un grupo de gachupines fragua un ataque armado de sus sicarios disfrazados de agraristas contra los marinos extranjeros. Ello con el fin avieso de provocar una respuesta desproporcionada, creando de esa manera un conflicto que “Dios guarde l’ora”. Le urge entonces entrevistarse con los jefes rebeldes                   para impedir el estallido en                   Acapulco –según                   voces apocalípticas surgidas de la cantina de Doroteo Lobato–, ni más ni menos que de la ¡Segunda Guerra Mundial!

–¡Qué cabrones exagerados, ya ni la chingan!, será el único, preciso                   y conciso comentario del alcalde porteño, Heriberto Tapia, mejor conocido como Don Beyto.

El odontólogo Pagburng se entera de que Amadeo Vidales prepara en Pie de la Cuesta su entrada a Acapulco y hasta allá viaja en su búsqueda (el cronista Rubén H Luz lo hace volar en un hidroavión delCincinatti con acuatizaje en plena laguna). Y una vez frente al general Vidales, le ruega entrar al puerto sólo cuando las fuerzas extranjeras lo hayan desalojado para evitar así el riesgo de un roce peligroso e indeseable. Por su parte, le ofrece su palabra de honor de que los gringos se retirarán al día siguiente.

–¿Y qué tal si en lugar de su palabra de honor me quedo con usted mismo y no lo suelto hasta que se hayan largado sus paisanos? –pregunta Amadeo Vidales entre serio y en broma y a Pangburn se le caen los calzones, incluso los moja.

La carcajada de los presentes hará cimbrar el “toro” donde se realiza la entrevista. Ahí están, entre otros revolucionarios de pura cepa: Baldomero Vidales (bisabuelo por cierto de una nieta del cronista); Silvestre Castro, el famoso Cirguelo; Andrés de la Cruz, Margarito Bailón, Adolfo Mandujano, Jesús Pinzón, Rosendo Cárdenas y Francisco Pino, alías El tejón de la cinta baya. Todos juramentados para echar mucha bala contra los gringos.

La salida

El 16 de marzo de 1924, muy de mañana, las banderas de señales entre el Cincimnatti y el muelle de Acapulco se agitarán repetidamente ordenando el embarque de la tropa en tierra. El último en abandonar el puerto será el capitán Nelson y antes de hacerlo dejará constancia de su indignación por haber sido engañado como un chino. Le confiará al cónsul gringo su certidumbre de que los jefes rebeldes jamás habrían permitido ningún acto de violencia contra la población civil y que por tanto los temores de los españoles nacían de sus propios prejuicios clasistas y sus malas conciencias.

La Playa Larga, a partir del fuerte de San Diego y hasta Tlacopanocha, hervirá de acapulqueños festejando la “huida de los pinches gringos con la cola entre las patas”.

La actitud de la población será prudente como lo había sido durante las 72 horas de “ocupación” No faltarán, sin embargo, los nacionalismos exaltados y las referencias históricas del más puro amor patrio. Nada tendrán que ver con el grito de Doña Bucha, de Mazanillo, cuando Nelson aborde su lancha:

–¡Chinguen a su pecosa madre, gringos semillones! ¡Qué viva México, cabrones!

Dos horas más tarde entrarán al puerto las fuerzas de Amadeo y Baldomero Vidales.

468 ad