Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

El Malecón Porteño

 El lugar donde ya no pasa nada

–¡Monei ser!

El grito viene de un lugar fantasma. De algún lugar en la memoria. Porque el malecón esta semivacío, si acaso sus mismos habitantes de siempre, pero inmóviles a la espera de turistas que no llegan ni llegarán hasta la próxima temporada.

No hay turistas en las lanchas y yates ni los chavos que se lanzan al mar persiguiendo la moneda lanzada por el gringo hacia el fondo del agua.

Un grupo de cuatro chavos, andrajosos, mugrosos, flaquísimos, camina persiguiendo al líder. El líder lleva entre una camiseta doblada entre las manos una bolsa de resistol industrial, del 5 mil. La niña, de unos doce, trece años, asoma una pancita de embarazada.

–¡Loco, loco, loco¡ –dice el líder, en un intento de baile siguiendo la música estridente que sale de los camiones Caleta-Hospital-Cima.

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 Don Andrés Zárate despierta de su modorra. Son las doce del día y ha armado una docena de cuerdas de pescar. En su improvisada mesita de plomos, anzuelos, cuerdas (las cañas proletarias), exhibe como unas cien. Dos horas después lo veo y no ha vendido ninguna. “A veces, nada más saco para comer, ya no se venden, pero qué se van a vender, ya nadie viene, ¿tu vienes?”.

–Cuando estaba más chavalón…

–Ya ves pues, ya no vienes –reprocha.

La veintena de yates de paseo y/o recreo, se bambolean perezosamente al compás de la marea. La docena de arcos instalados en el malecón están vacías y sus cuerdas secas ya extrañan mejores tiempos, cuando colgaban pez velas, marlins, tiburones, de hasta tres metros de longitud. Luego, la foto para el recuerdo.

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La estatua de Benito Juárez estaría bien, pero en un parque, dicen algunos. Frente al mar, alguien que era amante del viaje en trenes, desentona. Al rato se va a poner verde y con gesto de muina, como la cabeza del músico Agustín Ramírez Altamirano, vecina suya a unos cincuenta metros. Con su libro y con su gesto patriótico, parece sentenciar: “Regresaos chilangos, los puentes son un invento de Maximiliano y Carlota”.

Además, la estatua monumental del benemérito –tres metros ya lo son– tiene una placa planchada en el trasero. Como si ponérsela a sus pies hubiera ido contra el principio de que un político debe vivir en la sana medianía. ¿Pero en el trasero? Juárez, el bailarín, al que en su época se dedicó una canción, que se le tocaba de pueblo en pueblo cuando andaba con su presidencia itinerante, en un carro tirado por caballos, podría haber gozado más con la placa a sus pies.

Juárez y La canción de Juárez, después llamada El son de la Negra –la negra era su máquina de escribir, y por eso lo de “negrita de mis amores, hojas de papel volando”, y no “ojos de papel volando”, aunque suene más coqueto el asunto.

Pero frente al Malecón está Juárez el serio, trajeado, con un librote en brazos, esperando las primeras cagadas de las gaviotas.

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 Desde su Cooperativa 3 de junio, los lancheros ven pasar el día entre un diálogo entre bostezos y silencios. Enfrente de ellos no pasa nadie. Bueno, desde hace como diez años no pasa nadie. Don Juan es el secretario general de la cooperativa. “Ahorita no hay nada, ni de paseo se renta una lancha”.

El alquiler de un lancha ronda entre los mil 500 y los dos mil pesos por siete horas, si el asunto es ir de pesca, o de 450 la hora si se trata de un paseo por la bahía. Parecen precios accesibles al turismo nacional, pero ahora nada. La cooperativa cuenta con una decena de lanchas, en las cuales sus capitanes y marineros dormitan. Con el ruido de los camiones detrás, el sonido del mar apenas se percibe.

Para pesca las lanchas viajan a 20 y hasta 40 millas, aunque esta actividad vivió sus mejores tiempos hace 20 años, cuando eran rentadas por turistas estadunidenses, “que ya se fueron a Cancún”, explicó Don Juan. Por eso, ahora sus principales clientes son los vacacionistas nacionales.

De la posibilidad de que el hundido buque Restigouche sea un atractivo para el buceo, ni en sueños. Van a pasar unos dos o tres años antes de que en esa ex nave de guerra, la cual se quería hundir a la mitad de la bahía, pero que por las protestas de ciudadanos y grupos ecologistas se llevó a sus afueras, se convierta en arrecife.

Este lunes, a mediodía, no habían rentado ninguna lancha.

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–¿Vagos, mariguanos? –siempre hay, cuenta don Andrés Zárate, con 40 años de vida en El Malecón. Originario de La Mira, antes, dice, era lanchero. Pero a sus 70 años ahora no tiene de otra para los eventuales aficionados a la pesca en el lugar. El atractivo antes era sentarse en su muro, tirar el anzuelo y esperar a que picara un pez. Pero ahora ya ni pescados, “a qué vienen”, se sincera Don Andrés.

En los anzuelos se cuelgan a veces pecesillos minúsculos, de esos que deben ser resistentes a la gasolina de las lanchas.

“Yo ya estoy viejo, dónde voy a encontrar trabajo. Ni chiste. Luego lo miran a uno de arriba para abajo… ¿Cuántas cuerdas hago? Puedo hacer hasta cien, pero para qué. Mira, no he vendido ninguna”, cuenta resignado.

Adelante, en la cancha de basquetbol, una docena de vagos duermen sobre sus gradas. Un par saca un bote del resistol 5 mil. Un policleto pasa sin voltearlos a ver. Un policía de azul descansa bajo un árbol, fastidiado por el calor. Frente a la playa de Tlacopanocha se baña una docena de turistas.

La plancha para el paseo familiar, remodelada el año pasado con recursos del gobierno federal, se ve vacía en sus 300 metros de largo.

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Hace once años, la primera foto de El Sur (en su número cero), por estos días de abril pero en 1993,                 fue la de un niño saltando de El Malecón hacia el mar un salto hacia atrás, de lujo. La foto la tomó Raúl Ortega, quien venía de la experiencia de la fundación de La Jornada y se había tomado un break en Guerrero. Un año después, haría la cobertura del alzamiento del EZLN en Chiapas.

Raúl Ortega le dio un seguimiento a la vida del chavito (¿El Chiquilín?), de diez u once años de edad, quien les dio chance de entrar en su vida. Vivía por los rumbos de La Sabana, donde su mamá tenía meses que no lo veía. No iba a la escuela, y subsistía del monei ser.

Dos años después un grupo de compañeros de Raúl lo encontraron de nuevo en El Malecón, ya con una botella de 5 mil en las manos. Apenas reconoció a uno de ellos. Les pidió cinco pesos para los tacos.

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“¿Los chavos que se echan clavados por monedas? Luego llegan. Lo que pasa es que ahorita no hay nada”, dice Don Andrés Zárate. Al fondo, el grupo de vaguitos, flacos, idos, persigue a su líder, que les esconde la botella de cemento industrial.

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