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Jaime Salazar Adame

 De guerras e intervenciones  

De entre los episodios nacionales, el que conmemoramos el 5 de mayo evoca una de las cinco intervenciones extranjeras que se produjeron en territorio nacional, como consecuencia del surgimiento de México a la vida independiente para luego organizar y conformar una nación.

En efecto, a pesar de los 300 años de dominación colonial, España creyó que fácilmente podría recuperar sus antigüas posesiones americanas, y después del primer intento de reconquista, en 1829, por Isidro Barradas, a partir de 1858 insistió nuevamente en intervenir en los asuntos internos de México.

La autoridad española quiso aprovechar la Guerra de Secesión de Estados Unidos, y en 1860 intentó intimidar –a través de Cuba– al gobierno republicano de Benito Juárez, pero al recibir la notificación oficial de sus propósitos la administración estadunidense contestó que .. “reconocía el derecho de España para declarar la guerra a cualquier país del mundo, y que no se mezclaría en el conflicto siempre y cuando se desarrollara conforme al derecho de gentes, no perjudicara los derechos de Estados Unidos, y no tuviera por finalidad adquirir territorio o subvertir la forma de gobierno republicano que en México existía”.

La respuesta del presidente Abraham Lincoln echó por tierra el sueño español de erigir un trono en México. Sin embargo, el gobierno de Juárez confrontaba una situación de penuria desesperante, al grado que el 17 de julio de 1861 se vio obligado a suspender los pagos de la deuda externa, lo que sirvió de pretexto para que Inglaterra y Francia rompieran relaciones con México en unión de España y formasen, el 31 de octubre de ese año, la llamada Convención de Londres, base de la intervención armada en nuestro país.

Napoleón III decidió, el 30 de septiembre de 1861, intervenir en México, y el 2 de octubre del mismo año había dado instrucciones a su embajador en Londres para que procediese a coordinar la acción con España e Inglaterra. A pesar de que la idea intervensionista había triunfado, las intenciones de las tres potencias diferían radicalmente.

Inglaterra no deseaba intervenir en los asuntos internos de México, y trataba exclusivamente de proteger sus intereses y a sus súbditos. Francia quería intervenir en forma integral y apoyar con las armas a Maximiliano para establecer finalmente el Gran Imperio Latino de Occidente. España deseaba la instauración de una monarquía con un príncipe de la Casa de Borbón en el trono. Los objetivos de España se oponían a los de Napoleón III, y estaban muy alejados de los de Inglaterra.

Al firmarse la Convención de Londres, las tres potencias convinieron, entre otras cosas, de partir rumbo a México de tres puntos diferentes, pero sin indicar día y lugar de reunión para las escuadras; tampoco se precisó quién ejercería el mando militar, único de las fuerzas de intervención.

Las fuerzas españolas fueron las primeras en ocupar la fortaleza de San Juan de Ulúa, el 17 de diciembre de 1861, en tanto que las escuadras francesa e inglesa llegaron a la Isla de Sacrificios el 5 de enero de 1862; cuando Napoleón III tuvo conocimiento del desembarco anticipado de los españoles en Veracruz, envió un refuerzo consistente en una brigada integrada por cuatro mil 474 hombres con 616 cabalgaduras. Totalizaron siete mil 474 hombres.

Al correr de los días surgieron profundas diferencias entre los comisarios de las tres potencias y rompieron lanzas entre sí; los comandantes ingleses y españoles, al comprender los verdaderos objetivos de Napoleón III, se negaron a hacerle el juego participando en la invasión y lo dejaron solo en su aventura de conquista.

Los franceses avanzaron, y el memorable 5 de mayo de 1862 tuvo lugar la épica Batalla de Puebla, defendida por Ignacio Zaragoza y sus valientes subalternos Porfirio Díaz, Felipe Berriozábal, Juan Nepomuceno Méndez y Miguel Negrete. Más de siete mil hombres al mando del general francés, conde de Lorencés, atacaron la plaza; se trataba de tropas bien fogueadas en las campañas de Túnez y Argel y debidamente equipadas; las tropas mexicanas sumaban en total tres mil 850, y por esa época el ejército francés estaba conceptuado como el mejor del mundo.

El pueblo inerme echó mano hasta de sus humildes indios zacapoaxtlas para defender, con virilidad sin límites, su solar patrio hollado miserablemente por un invasor, en una lucha a todas luces injusta. A las 4:30 de la tarde de ese día se escribió una de las páginas más sublimes de la historia de México. Los modestos soldados mexicanos, al mando de Zaragoza, le obsequiaron al megalómano Napoleón III la lección de un pueblo que contra todo anhelaba ser libre.

Las tropas napoleónicas se retiraban rumiando su derrota; el comandante del Ejército de Oriente, Ignacio Zaragoza, originario de Bahía del Espíritu Santo, Texas, lugar que abandonó cuando pasó a poder de los Estados Unidos, envió su histórico mensaje dando parte al ministro de la Guerra sobre el resultado de la batalla; uno de sus párrafos decía:

“El ejército francés se batió con mucho valor; su general en Jefe dio pruebas de incapacidad en el ataque. Las armas nacionales, ciudadano Ministro, se han cubierto de gloria, y yo felicito, por vuestro digno conducto, al Primer Magistrado de la República. Para el efecto, yo puedo afirmar con orgullo que el Ejército Mexicano ni una sola vez volvió la espalda al enemigo durante la larga lucha que tuvo que sostener”.

El general Zaragoza murió victima de tifo el 8 de septiembre de 1862, a la temprana edad de 33 años, a escasos 123 días de haber escrito una de las páginas más heroicas de la historia militar de México. El gobierno del presidente Juárez lo declaró Benemérito de la Patria en grado heroico, y decretó que en adelante la ciudad colonial hasta entonces llamada Puebla de los Ángeles, se llamara en su honor, Heroica Puebla de Zaragoza.

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