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Día de la Santa Cruz

 Festejo de quienes construyen casas pero que pocas veces llegan a tener una como Dios manda

 Aurelio Peláez

Día de la Santa Cruz, día de los albañiles. Temprano, se oye el estallido de algunos cuetes en el cielo de las misas que se dan en honor del gremio de la construcción, pero de los de abajo, los que pese a deslomarse toda la vida cargando los ladrillos y el bulto de cemento, no alcanzarán a tener una casa como Dios manda.

Por la mañana se instala la cruz de madera en la parte más alta por la construcción en turno. La cruz se cubre de papel de colores que se mecen al viento. Es además una especie de gracia para la casa o el edificio realizado, que reclama su reciprocidad: la barbacoa al mediodía y la botella de brandy Presidente y unas cocas.

El patrón o el ingeniero de la obra tienen previsto parar el trabajo temprano e improvisar unas mesas de madera, con el cemento todavía pegado, y blocks de cemento a madera de sillas. No hay discurso ni nada. Decirlo sería un sacrilegio. El entorno son las varillas pelonas, los tabiques, el cascajo. Si es una obra grande, no está de más traer un trío o una grabadora con casetes con cumbia o corridos de matones de la Costa Chica. Nada como un buen corrido para comenzar un pleito por ahí de la cuarta copa.

Los platos de cartón ya usados se van arrinconando en alguna esquina. La salsa y algunos huesos adornan el suelo. Los saludos van entonces del “compadre” al “pendejo”: no me pendejee compadre, bájele de güevos guey, después no te abras cabrón. La bronca nunca falla.

Por la ciudad, las obras se ven dispersas, las construcciones cada vez son menos. Las grandes construcciones son cosa de otros años. Por ahora son condominios por la zona de Punta Diamante, casas y departamentos para ricos que son el orgullo del gobernador René Juárez. Unas casas del grupo Geo por Tres Palos, casas populares, que para variar dañan el ecosistema.

Y los chalanes son sobre todo jóvenes. Menores de 20 años, los muchos. La escuela quedó como cosa del pasado. Ahora la realidad son esposas también jóvenes, hijos a temprana edad y una ciudad donde los empleos son pocos.

–¡Salú, compadre¡

–Ése, la policía estuvo ayer en la colonia pasando báscula, ése.

–Pero ni pendejos que fueron hasta arriba, allá sí los apedrean ése.

–Yo le aventé el tiro al Mike, andaba tirando aceite.

–El domingo no voy a ir a jugar, tengo pedos en El Cayaco.

–¿Y tu vieja?

–Ya se la llevó su mamá.

–Se abrió el Mike.

–Ese güey anda vendiendo piedras.

Es la hora del cartón de cervezas sobre la mesa. El amigable sonido del destapador sobre la corcholata. Es la hora de aflorar el músculo, de los huesos más bien, sujetos diarios de la carga; de tomar en la mano algo que no sea la pala, de no esperar el sábado para ir por las caguamas a la tienda.

Un día de excepción, donde parece que los policías no andan a la caza del albañil borrachín de regreso a casa, esquilmando los últimos billetes de la raya que no dejó en la cantina.

La cruz es testigo de la fiesta, del cambio de ánimo de ese chalán que nunca habla y ahora anda de grupo en grupo dando abrazos, saludando, esperando que un golpe lo coloque en el suelo. Dos o tres horas después, el patrón, el ingeniero de la obra, aparecerá impaciente. Comenzará a escamotear las cervezas, la coca cola, el hielo.

–¿Ora mi Inge, otra caja, no?

El Inge no oye. Mirará el reloj, hay fiesta de ingenieros más tarde en otro lado.

–Ya cabrones, hay que chingarle mañana…

Hay protestas en voz baja. El Ingeniero ignora la mentada de un silbido. Algunos se comienzan a levantar de los improvisados asientos. El tiradero de basura es cosa del patrón. Ahora, la caminada hasta la parada de camión. Luego, tomar otro, bajar aún tambaleante hacia la casa, sorteando un perro, el charco de la calle sin pavimentar. La casa de tabiques pelones y techo de cartón que se divisa al fondo.

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