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Meca del comercio nuestro de cada día

 


El mercado central

 Aurelio Peláez

Va golpe de claxonazos y de luces; del olor dulzón de las frutas y de la peste de la basura de dos días; de la aparición de la gente de entre las sombras y de la furtiva retirada a las mismas, de las ratas, reinas antes de la mugre y en el día por delante, de las alcantarillas. Son las 5 de la mañana en el mercado central, de entre la noche que todavía no se va salen gritos, ruidos de cadenas y de cortinas de metal que se descorren, gritos que se convierten en bullicio. Es el comienzo de una nueva jornada.

Va golpe, golpe avisa. Por la Feliciano Radilla y a un costado de la Vía rápida vienen trabajadores jalando y empujando el diablito, según el estilo. Por la Dos de Agosto llegan las ollas de carnes, barbacoa; por la Radilla, las camionetas de frutas y legumbres; por la Vía rápida, las camionetas con el pescado y el marisco anunciándose en cajas de plástico con neblina de hielo.

Es la madrugada de los cuchillos, de los tasajos silenciosos sobre el filete de cazón o de pez vela; del golpe de hacha sobre la carne de res; del cebollero blandido por señora experta que desarma en tres piezas un pollo: el suelo es resbaladizo, en la de pescados, corre agua y escamas que al paso del tiempo son una costra unida al cemento; en la de carnes pasean hilillos de un agua rojiza.

En las afueras, se oye el motor de los autobuses, ya clarea, ya entran los primeros clientes, bolsa en mano.

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 El mercado central fue inaugurado el 20 de noviembre de 1968 por el entonces gobernador Caritino Maldonado, y el presidente municipal Martín Heredia Merckley. Era síndico municipal Alfredo López Cisneros, padre del ahora alcalde Alberto López Rosas. No obstante, los mil 900 locatarios se instalaron un año más tarde, ya como alcalde Israel Nogueda Otero.

El mercado cuenta con mil 43 locales, pues algunos se han ampliado. El edificio integra nueve naves: fondas, bodegas de frutas, carnes rojas, pollo y pescados, jarcería, flores naturales, y guaraches, zapatos y ropa, así como la llamada nave mayor. Esa última abarca los negocios de abarrotes y yerbas y es una construcción nueva, pues en julio de 1996 se incendió esa área. La reconstrucción fue lenta, los locatarios protestaron bloqueando calles como la avenida Cuauhtémoc. Finalmente, un año después, les entregaron el nuevo edificio, aunque el gobernador Angel Aguirre lo bautizó con el lema de su gobierno: Un nuevo horizonte para Guerrero.

De este lugar se levantan diariamente de 2 a 3 toneladas de basura, y en temporadas como la navideña o Semana Santa, el doble. Apenas hace tres meses se completó el acceso por autobuses a esta central de abastos, luego de años en que fue ocupada por comerciantes. En agosto del 2003 se desalojó la calle Vallarta, y antes, en mayo del 2002, la Feliciano Radilla. La desocupación de la Radilla se completo este año, con el retiro de los comerciantes de la ampliación.

Ambas medidas se dieron en los gobiernos municipales del PRD, pues por complicidad o miedo a perder el apoyo de los líderes de esos comerciantes (Eloy Polanco, Dalia Serna, Antonia Hernández), los anteriores alcaldes priístas les habían permitido invadir la vía pública.

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 Hay partidarios de que, para bajar la cruda o la peda, nada como un caldo de pancita. Sobre la mesa de cemento esperan el plato caliente y el humo, que penetra la nariz. El olor del caldo entra como las sales de amoniaco aplicadas por el manager a la nariz de un boxeador desguanzado después de una paliza. Sobre el banquito el boxeador seminoqueado reacciona al madrazo del olor intenso y sacude entonces la cabeza para levantarse al siguiente round, a recibir la siguiente paliza. Así parecen los crudos.

Bajando la escalera a la nave de las fondas uno se encuentra con La Esperanza, uno de los dos locales que venden la pancita. El local, con 30 años de abolengo, a eso de las 11 de la mañana ya vendió todo. La señora Esperanza, la dueña, ya se fue. Queda la encargada de la cocina, una sanmarqueña hablantina pero desconfiada:

-¿Es reportero, dónde está su gafete, a ver su gafete? –ataja, cuando vienen las primeras preguntas sobre el caldo. Le molestan las muchas preguntas.

Don Pedro de los Santos, en silencio, tranquilo, consume uno de los últimos caldos a sorbo lento. “Yo tengo 30 años viniendo a diario”.

–¿Para qué es buena la pancita, para la cruda…?

–Mire, yo nunca tengo cruda, ni tomo –y enseña su vaso de café con leche.

Su voz y su mano tiemblan levemente.

–Esto da mucho vigor, mire, yo ya voy a cumplir 80 años. Todo es bueno, las patitas, el callo, el libro.

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 Eloy Polanco Salinas tiene 35 años como líder del mercado central, o como uno de ellos, aunque el afirma que sólo su organización, la CTM, es la que tiene la representación de casi todos los locatarios. Su oficina, en medio de las naves, es un lugar pulcro y con aire acondicionado. El viejo locatario de mercería es también de vestir pulcro. Adentro, se aislan los ruidos del “¡pásele, pásele!”, “¡que busca patroncita!” o los ya escasos “¡golpe…!”.

–¿Hay quienes le dicen cacique, don Eloy?

–¿Cacique? No sé a qué se le puede decir cacique. Usted como gente instruida… mire, yo no pongo ni quito. El cacique manda a matar, manda a golpear. Eso (en el mercado central) no existe. Yo ando sin pistoleros. No he matado ni golpeado a nadie…

Aunque hace un hincapié:

–Los tiempos duros ya pasaron, cuando había competencia de liderazgo con Dalia Serna. Ahí sí le entramos a los golpes para defender a nuestros espacios, a nuestros compañeros –y ello, porque cuenta que la también dirigente priísta, sin ningún local en ninguna nave, se quiso erigir como dirigenta de un grupo y manejar la distribución de locales, que acepta Eloy Polanco, quedaron a cargo de su organización.

–Aquí yo he conocido cuatro generaciones de comerciantes, desde hace cuarenta años, de cuando algunos estaban en El Parazal y en las calles Galeana y Mina (de donde se les trasladó entonces al nuevo edificio); yo me llevo bien con todos, me respetan, me admiran, vienen y me llaman cuando he querido retirarme –de ser líder, asegura.

–Vienen aquí señores y me presentan a sus hijos, me dicen, ‘gracias a que usted nos dio un local mi hijo pudo estudiar una carrera’.

–¿Entonces usted es un patriarca?

–Tengo una gran familia, no lo puedo negar. Tengo (entre los locatarios) 20 compadres y como unos 15 ahijados que ahora trabajan aquí.

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La vecindad despierta. Pasan de las 2 de la tarde y ya con escasos clientes el mercado deja mostrar su lado privado, íntimo. Por los pasillos corretean niños, juegan al trompo, patean balones. Dos chavitos, de unos seis o siete años se avientan un breve “trompito” de dos patines y un empujón:

–Ése, no te hizo nada –le dicen al más grande, que recoge su trompo y deja el pleito. El más pequeño sigue con las manos levantadas. Quiere más, pero ya los demás le dieron la espalda.

Los más grandes están en las maquinitas, que con su ruidero le dan ambiente de calle al lugar. Las televisiones, de pantalla pequeña, se encienden. Se sacan mesitas y sillas al pasillo. Es la hora de la comida.

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Jesús Gómez Salgado, el director municipal de Mercados, muestra un oficio del día 13 dirigido al director de Saneamiento Básico, Fernando Terrazas, mediante el cual le pide enviar camiones por la basura que ya lleva acumulada tres días. Las oficinas de la dirección están ubicadas frente al mercado central, aunque la oficina administra otros 57 mercados, conocidos como “regulares” (propiedad del ayuntamiento), y unos 77 “irregulares”, instalados de hecho en calles o terrenos privados.

En Saneamiento Básico les han dicho que se descompuso un camión, precisamente el que recoge los desechos de la principal central de abasto de la ciudad, el mayor generador de basura. Al mediodía, la peste ya se siente en toda la Feliciano Radilla.

El edificio, las naves viejas, se encuentran en buen estado pero hay áreas que necesitan remodelación. Por la bodega de frutas hay un tanque de agua de 15 metros que ya no funciona y que se debe quitar; el piso de la zona de frutas está hundido y el agua se estanca; en la nave de carnes el deshuesadero es un foco de infección, porque se dejan troncos y restos de animales amontonados. Son los problemas en los que trabaja la dirección de Mercados. Y en cuanto a las ratas…

Eloy Polanco también elude el tema de las ratas. “No se puede negar, pero también las hay en las casas. Deja una señora basura y se meten las ratas del vecino. Yo la otra vez fui a un supermercado, de esos de la Costera, y me salió una al paso”.

Aquí uno levanta la pluma y se pregunta si en la entrevista no está sacando a relucir sus fobias: había una vez un niño que le tenía miedo a unas ratotas enormes y dientonas…

Jesús Gómez Salgado afirma que en lo de la limpieza (no repite el nombre del roedor), se está formando un comité de locatarios para atender sus propios problemas.

Pero con las alcantarillas quién se mete. Ahí hay tregua.

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Los nuevos supermercados, lo que se instalaron en Acapulco en los últimos diez años, “nos han pegado durísimo, hasta un 60 por ciento bajaron las ventas”, dice Eloy Polanco.

Fue un golpe pero no una herida fatal. Las familias acapulqueñas siguen sosteniendo al mercado central. Es parte de la tradición, aunque los ventanales de cemento en lo alto se estén cayendo a pedazos, y en algunas naves la varilla del techo asome por el cemento.

El mercado, ahora, está encerrado entre Supers: Comercial mexicanas, Carrefur, a dos o tres kilómetros. Ahora, los niños y los jóvenes jalan a sus padres a estos llamados Hipermercados, donde lo mismo hay cines, restaurantes, salas de video, internet, de juegos, tiendas de ropa deportiva, zapaterías, teléfonos celulares. Sobre todo, pulcritud. Una pulcritud importada, muy gringa, de aparador, quizá.

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Pero defensas no faltan. Yerbas y amuletos los hay y por miles: para la mala suerte, para el mal de amores, para la fortuna, para joder al enemigo (pero de eso se habla bajito, ningún santero desea el mal a su próximo, que se sepa).

Velas, santitos –una especie de Chaplin que se llama Don Simón que la vendedora no sabe a cuenta de qué milagros está– y un aroma por toda la nave de yerbería, que convence al más pintado de que ahí puede encontrar solución o alivio a su mal, entre ellas alguna enfermedad maligna.

Dentro de una botella vacía y sin equiteta de coca cola de dos litros, tres avispotas negras se dan de topes buscando salir. Tres hoyitos en la parte de arriba les llevan aire. Parecen destinadas a una magia de alto poder:

–Son para cuando tu vieja te trae chando –dice un vendedor con flojera.

Chando. Un intento de traducción: que se quiere divorciar, que te pone los cuernos, que te cayó en una movida con otra o que no te perdona cada quincena con la lana para lo del supermercado. Poderosas las abejitas, aunque en otra botella, una de ellas se cansó de esperar al marido cornudo y yace inerme.

Eso no se ve en el supermercado.

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