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Anituy Rebolledo Ayerdi

El reloj de Palacio: obsequio que marcó durante medio siglo la hora en Acapulco

De relojes

Que a alguien le roben su reloj de pulsera, incluso el despertador de la recámara, es sólo un momento de mala suerte. Indigno de contarse en el trabajo, el café o en el club. Y es que hoy nadie o casi nadie roba relojes, salvo uno que otro relojero olvidadizos.

Nadie lo hace porque robarlos no es negocio. Culpas son del lejano Oriente y su avasalladora invasión de    chatarra mecánica vendida por kilo, como si de frijoles de tratara. Concédase en descargo su utilidad cumplida, es decir, marcan bien el tiempo aunque durante el menor tiempo posible.

Y no es que ya no se fabriquen relojes finos en el mundo. Los hay cada vez más caros, auténticas joyas millonarias, pero sucede que quienes pueden comprarlos no atraviesan Petaquillas, ni circulen por el corazón de la colonia Zapata o por donde el lector (a) quiera y mande.

Este colaborador, por ejemplo, porta el reloj más caro de una “taiwanería” de la avenida Cuauhtémoc: 63 pesos con 50 centavos. Sin embargo, está pensando seriamente cambiarlo por uno de 20 pesos o menos pues no ha faltado                   babieca indagando si se trata de un “rolex oro-acero”.

“Hace ya varios años –recuerdan los autores franceses Corchaure y Marot –un príncipe saudita compró en Boucheron (tienda parisina) tres relojes cuyos cristales eran de esmeraldas, zafiros y rubíes de 25 kilates cada uno. El costo de cada reloj fue de 3 millones de francos”. (Los ricos, cómo gastan su dinero).

También hace varios años operaba en la ciudad de México una organización criminal dedicada a robar relojes de marca, exclusivamente. “La banda de los Rólex”, se llamaba y nadie quita que hoy mismo le estén dando duro a lo suyo.

Un sujeto bien vestido amaga con una pistola                   a la víctima mientras otro le arrebata el reloj. Tan sencillo como eso. Tan brutal como la muerte de un amigo llamado José Abizaíd Gracián, hermano por cierto del actual jefe la Policía Preventiva de Acapulco, Roberto de los mismos apellidos, policía él mismo, ultimado de un balazo cuando se opuso al despojo.

El reloj de Palacio

El hurto de relojes no es por cierto el tema de esta entrega. Nos ha servido más bien de calentamiento. Aquí se hablará exclusivamente de la desaparición de un reloj único, el reloj de Acapulco, el que marcó el tiempo de los acapulqueños por casi medio siglo. Un reloj instalado en una torre del Palacio municipal, construida especialmente para contenerlo, y cuyas campanas se escuchaban en toda la ciudad y puerto. No era su sonido grave como el del Big Ben de Londres; vamos ni siquiera el cálido que emite la catedral Metropolitana, lo era más bien alegre e incluso tropical.

El reloj de Palacio Municipal sonó por primera vez a las 11 de la mañana del 16 de septiembre de 1910. Su puesta en servicio formó parte de los festejos organizados en el puerto para celebrar el Centenario de la Independencia. O la apoteosis del Porfiriato.

Aquí, por cierto, días antes habían desembarcado las delegaciones orientales invitadas a los cien años de México independiente y los ochenta del viejo dictador, una extraña coincidencia calendárica. Impresionará a los porteños la del imperio del Sol Naciente por el exotismo de sus vestidos y el hieratismo de sus personajes.

Cuando el alcalde Nicolás Uruñuela declare formalmente inaugurado “el reloj de Palacio”, como se le conocerá en adelante, no lo presumirá como obra de su gobierno. Por el contrario, reconocerá emocionado su procedencia. Un obsequio generoso de los hermanos Nicola y Rómulo Allegretti Crushani (varones italianos los dos), agradecidos por la hospitalidad de los acapulqueños y la honestidad de sus autoridades. Considerados por ellos valores fundamentales para la buena marcha de sus empresas locales, la más importante relacionada con la rica producción limonera del municipio.

Don Nicola, ya en plan de confidencia, contraerá nupcias aquí con la porteña Enriqueta Billing Diego, hija de doña Catalina Diego y un caballero inglés.

Procrearon a Rómulo, Remo, Roma, Enrique e Hipólita, dos de los cuales tendrán mucho más tarde problemas serios con la justicia. Roma Allegretti Billing será en alguna ocasión inquilina de mi madre en Independencia número 5. No la recuerdo presumiendo el reloj de enfrente donado por su progenitor. Sí, en cambio, tengo presente                   cuando, durante un típico diferendo entre arrendatario y arrendador, Toña Ayerdi le echó en cara a Roma el equívoco de su nombre. ¡“Debieron ponerte Loba, eso es lo que tú eres”!, le dijo muy enojada.

La catástrofe

Montar una maquinaria de precisión de gran peso, venida seguramente de Suiza, no era cosa de “enchílame otra”. Así, el alcalde Uruñuela no escatimará recursos para dar un buen albergue y fachada al reloj de los Allegretti. Construye una torre de madera, de unos 9 de metros de alto, para empotrarla en la cara sureste del edificio municipal. Quienes la vieron la califican como espléndida y hermosa.

Las cuatro carátulas del reloj, de unos dos metros de diámetro cada una, eran de porcelana blanca con los números romanos en negro. El sonido de sus campanas llegaba claro y brillante, sin exageración, a la última casa de Acapulco. Un “tin-tán” equivalía a quince minutos y cuatro precedían a la hora exacta tocada por una campana más grave. La vida del puerto se trastocaba cada vez que la máquina se descomponía, afectando particularmente la puntualidad en las escuelas Altamirano, Acosta y jardín Morelos.

El tiempo seguirá su marcha y el reloj de Palacio la acompañará puntual. Así llegamos al 12 de octubre de 1912, una de tantas fechas negras para los porteños. Acapulco es azotado por la furia de un huracán con vientos que todo lo derriban su paso. La torre del reloj se desploma y su maquinaria se hace añicos, por supuesto. Vuela la techumbre de la parroquia de N.S. de la Soledad y se precipita la estructura del mercado Zaragoza (hoy Escudero). El muelle de madera sucumbe ante el fuerte oleaje; las canoas vuelan hacia tierra adentro y el río Grande (Aguas Blancas) se sale de cauce inundándolo todo. Lo más feo, sin embargo, será el dolor de la gente de perderlo todo. Frente a la devastación, brillará una vez más la filosofía acapulqueña, ni optimista ni pesimista: “Los ha habido piores y más piores los habrá”.

¿Y dónde quedó el reloj?

La pregunta tendrá esta vez una respuesta valedera. Lo están arreglando en la ciudad de México, en la joyería La Esmeralda, ni más ni menos, famosa como el mejor centro joyero y relojero de todo el país.

La guerra

La guerra no mata al tiempo pero lo hace insoportable. Acapulco se convierte en encrucijada de todas las banderías revolucionarias y en sus calles se reproduce todo el horror del negro fratricidio. La Revolución mexicana, ajustada a una ley universal e inexorable, engullirá injustamente lo mismo a los hijos de puta que a los hijos                   mejores.

Cuando                   vuelva a hablarse del reloj de Palacio, las niñas nacidas en el año de su colocación estarán cumpliendo quince floridas primaveras, como luego dicen los                   cronistas de sociales.

Antes de ser derrocado por un cuartelazo militar, el gobernador Héctor F. López nombra un Consejo Municipal para Acapulco a cuyo frente coloca a Manuel López López. Pero no todo estará perdido para el puerto cuando se designen regidores acapulqueños como José Tellechea, Pedro Mazini Piedra, Juan H. Gómez, Francisco Farías y Benjamín H. Luz. El síndico será Rosendo Pintos Lacunza, hijo del alcalde modernizador Antonio Pintos Sierra. Y será él precisamente quien salve el reloj público. Rescatará del basurero el                   documento expedido por La Esmeralda al recibir la maquinaria para su reparación                   y pronto tendrá resultados.

(Don Chendo Pintos, acá entre nos, cometerá la diablura de echar a los sacerdotes levantiscos de su curato, localizado frente a la parroquia de La Soledad, para establecer allí la escuela primaria federal Tipo Manuel M.                   Acosta. Cederá esta mucho más tarde su espacio a la biblioteca Alfonso G. Alarcón, para mudarse a un                   solar de enfrente, asiento inicial de la primera secundaria de Acapulco).

Las ultimas doce campanadas de ese mismo año, 1927, las tocará el reloj donado por los hermanos Allegretti, resguardado ahora en una torre de gran solidez. Los acapulqueños, padeciendo todavía la resaca de las fiestas de la ruta México-Acapulco, abierta apenas el 11 de noviembre, celebrarán en grande tener de nuevo la joya helvética. Con mucho cuidado, eso sí, pues ya circulaban en la ciudad ¡12 automóviles!

Los encargados del mantenimiento de la maquinaria del reloj de Palacio serán sucesivamente y a lo largo de casi medio siglo                   Benjamín H. Luz Cárdenas, Eduardo H. Luz Castillo y Julio Vélez, maestro de carpintería este último hasta su muerte de la secundaria federal.

Un dato curioso. Jorge Joseph Piedra, alcalde de Acapulco en 1960, figuraba como “meritorio” en el Ayuntamiento de López López y como mecanógrafa la señorita Edelmira de la O Téllez, casada más tarde con el mecenas deportivo Crescencio Medina Retana. Sus hijos Horacio (QEPD), Alejandro y July; su sobrino el ex alcalde Rogelio de la O Almazán.

Cuando los acapulqueños conozcan las características del reloj musical ofrecido por un candidato a la alcaldía de San Marcos, querrán uno igual. Se trataba del “licenciado” Arvea, un viejo voceador de periódicos orgulloso de no ser enano por escasos dos centímetros y al que evidentemente se le había “caído la mollera” cuando niño. Su reloj tocaría Las                   mañanitas al amanecer, La Marcha a Zacatecas a las 9; el Ave María al mediodía; a las 15, El Toro rabón; Cajita de Olinalá, a las 18 y finalmente el vals Dios nunca muere,a las 22. ¿Era mucho pedir?

Reloj, no marques…

A propósito de Joseph Piedra, su hija Luz de Guadalupe hace en su libro En el viejo Acapulco una referencia al reloj de Palacio. Recuerda la celebración de un carnaval infantil cuyo beneficio económico de 500 pesos fue destinado a la compostura del reloj y a la adquisición de una bandera nacional. Un médico de nombre José García de León, editor del periódico Acción Social, habría sido el autor del evento cuya reina resultó la niña Amparito Otero.

El Ayuntamiento saldrá del Palacio municipal ya entrados los años cincuenta para mudarse al mercado construido en Arteaga y Aireación por el alcalde Ismael Valverde. Quedarán en el viejo edificio, ya afectado por los temblores, la cárcel municipal, los juzgados, el ministerio público y las comandancias policiacas.

Entonces el reloj de Palacio sufrirá nuevos y duros embates esta vez de la población carcelaria ya que su lado norte daba precisamente al patio general de la prisión. La lapidación será uno de los métodos usados por los reclusos para silenciarlo y sólo lograrán desbaratar la carátula y casi perforar la pared de la torre. Para aquellos significaba una tortura insufrible escuchar cada segundo el tic- tac del reloj y pensar cada uno en la larga condena por delante. Un reo sentenciado a 25 años por el homicidio de su compadre –“me cuchilió la reputa de mi comadre,” alegaba. Se anticipará a Roberto Cantoral cuando lapide y clame: ¡“Reloj, no marques las horas porque voy a enloquecer!”.

¿Y dónde quedó el reloj?

La pregunta seguirá vigente cuando el viejo palacio municipal sea derruido para dar paso a un edificio moderno, circular y funcional, concebido por el joven arquitecto Emilio Pineda Gómezcaña.

Se especulará sobre una torre también modernista donde reaparecieran las viajas carátulas de porcelana venidas de Suiza.

La obra iniciada el 30 de agosto de 1970, bajo la presidencia municipal de Israel Nogueda Otero –Alexis Iglesias Soto, director de Obras Públicas y su segundo Chacho Ortiz Castellanos–, se concluirá 15 meses más tarde ya bajo el interinato del alcalde Antonio Trani Zapata. Y del reloj, nada.

¿Y por fin dónde carajo quedó el reloj?

Este es sin duda un caso para La Araña.

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